Marcelo Figueras
Como habrán notado, pasé un par de días en Rosario. La razón fue concreta: presentar mi libro Gus Weller rompe el molde en algunas escuelas de la ciudad. (Fueron siete en dos días, para ser preciso: un frenesí digno de gira de rock and roll.) Terminé afónico y agotado, pero ante todo feliz. Yo no sé a ustedes, pero a mí pasar el tiempo en semejante compañía me llena de alegría. Los chicos son el mejor público del mundo: curioso, vivaz, ocurrente, siempre de buen humor –y para nada hipócrita. Si les gustás te lo dicen, y si olés mal, también. Si te ganás su respeto te escuchan, de lo contrario te pasan por encima como un tren. Ahora que estoy de regreso, y mientras mi garganta se desinflama, los recuerdos y las emociones de esas horas me hacen sentir que, al menos dentro de mi casa, el invierno renunció antes de tiempo para dar paso a la primavera.
Algunos recuerdos son físicos. Los chicos del Colegio Español dibujaron historietas sobre Gus y compañía, que compilaron en una carpeta que me obsequiaron y que tengo aquí a mi lado. Me gustan porque los dibujos están buenísimos, porque me revelan qué cosas los movilizaron más –lo cual me ayuda a mejorar en lo mío- y porque demuestran que no se limitaron a reproducir la historia, sino que la recrearon a su gusto. Uno dibujó a Gus produciendo una fórmula para enamorar a una chica nueva, con resultados un tanto indeseados. (Se convierte en flor y empieza a cuestionarse cómo hará para moverse de allí.) Otra niña le inventó una amiga nueva, llamada Sara, que me viene bien para el próximo libro, en el que Gus viaja a Londres.
Los chicos del San José de Calasanz escribieron mensajes que me entregaron dentro de una bolsita. Todos me agradecen la visita, y algunos agregan elogios que me harían ponerme colorado si yo no fuese más bien negro. Lo que importa no es la justicia del elogio, sino el hecho de que uno sabe que fue dicho de todo corazón.
Pero la mayor parte de los recuerdos no son físicos, lo cual significa que durarán tanto como yo dure, y quizás un poco más. En primer lugar, el afecto. Los chicos me trataron como si yo fuese una improbable mezcla de Harry Potter, la Pulga Messi y el cast completo de High School Musical: un calor inmerecido, sin duda alguna, pero que de cualquier manera disfruté como loco. Alguno me obsequió un caramelo, lo cual supone haber compartido conmigo sus tesoros. (Esto fue en el Normal 2.) Otro me hizo reír mucho, en el Cristo Rey. Tosía todo el tiempo, y como yo le dije que se cuidara, al final se acercó y me dijo: “No te preocupes, ¡si total mi papá es médico!,” convencido de que el saber paterno lo protegía de todos los males de este mundo. En el Integral de Fisherton, uno me preguntó muy suelto de cuerpo si yo era peronista, lo cual motivó una larga respuesta que por supuesto no reproduciré, pero que me sugirió lo siguiente: ser adulto es, en buena medida, haber perdido la capacidad de encontrar respuestas claras y sencillas a las cuestiones más difíciles. Y en el Victor Mercante me mimaron tanto que casi pierdo el ómnibus de regreso. Uno de los chicos me contó toda la historia de Gus Weller, como si yo no la supiese. Por cierto, sonaba mucho más convincente en su voz que en mi libro.
A riesgo de alienar a los habituales lectores de estos textos, quiero dedicar el de hoy a todos esos chicos, que me hicieron sentir tanto mejor de lo que soy. En medio del berenjenal en que me metí cuando trataba de explicar este asunto del peronismo, me vino a la mente aquella frase evangélica, según la cual Jesús dijo alguna vez: ‘Dejad que los niños vengan a mí’. Me pareció entenderla entonces de una manera nueva. Supongo que Jesús habrá entrevisto que cualquiera que se rodee de niños no perderá nunca la frescura, ni los buenos sentimientos, ni la alegría de vivir, lo cual lo dejará a un par de pasos del Cielo. Allí es donde me dejaron a mí, al menos. La distancia que me falta cubrir es responsabilidad mía y de nadie más.