Sergio Ramírez
Al momento del derrumbe de su régimen de largos cuarenta y dos años, la prole numerosa del coronel Gadafi era de ocho hijos, entre propios y adoptados, unos útiles a su aparato de poder, otros inútiles y ociosos, pero todos ellos dueños de una abundante parcela de riqueza, mansiones, yates, jets privados, flotillas de automóviles, villas en el extranjero, cuentas cifradas, legiones de criados, y protegidos por igual en sus gustos y caprichos.
Ahora que las mansiones de todos ellos en Trípoli fueron ocupadas por los rebeldes, podemos enterarnos de cómo vivían, de cuáles eran sus gustos y sus manías para gastar el dinero que recibían a raudales de las arcas sin fondo de su padre. Gastar el dinero que no cuesta ganarse, parece ser el más irreprimible de los vicios. Caprichos, fijaciones, obsesiones, fastuosidad. La riqueza es el reino de la exageración. Todo lo que la imaginación y el deseo dicten. Poseerlo todo a la vez, no privarse de nada, encontrar gusto en tener lo que no se necesita. Todo lo que está colocado entre la avaricia y la sensualidad del ocio bien vivido, la riqueza como instrumento de poder y de dominio, la exacerbación sin fin de los sentidos.
Junto con los rebeldes armados entró el pueblo llano y silvestre en las mansiones amuralladas de la familia, una de ellas la de Al Saadi el Gadafi, el hijo al que papá le compró el sueño de ser futbolista de la liga italiana, lo que logró haciéndose de un paquete de acciones del equipo Udinese. El muchacho jugó por todo un total de media hora, para luego calentar de manera permanente la banca. Pero eso no es todo. Llegaba a los entrenamientos en un helicóptero, o al volante de un Lamborghini, y siempre a mano su jet privado para escaparse a Paris, aficionado como era a los shows del cabaret Crazy Horse.