Sergio Ramírez
Predicar con el ejemplo es uno de los más viejos adagios de la humanidad, y desde que a alguien se le ocurrió la proclamación de un mundo nuevo en el que las riquezas y las vanidades ostentosas deben ser desterradas del uso cotidiano, lo primero que seduce es la estricta honestidad de quien habla.
Imaginen a un profeta moderno que llama a vivir en humildad y pobreza, hablando desde el volante de un Mercedes, o a un anacoreta que recuerda la necesidad de sacrificar el gusto y alimentarse en base a una dieta de langostas del desierto y mil silvestre, tal como San Juan Evangelista, fotografiado mientras come en un restaurante de lujo langostas de las otras, a la Termidor. O a quien exige despreciar la sensualidad de la vestimenta como una veleidad, luciendo corbatas Gucci.
Es lo que ha pasado con no pocos de los famosos teleevangelistas de Estados Unidos, cogidos in fraganti no pocas veces en actos de grave pecado contra sus proclamaciones en cuanto al lujo, el sexo y la gula, culpables de adorar a los dioses de la sociedad hedonista en que vivimos mientras exigen rectitud espartana a sus ovejas.
Sepulcros blanqueados, dicen los Evangelios. ¿Y los políticos?