Sergio Ramírez
Tercero y último día del encuentro de Santillana del Mar con José Saramago. La sonrisa de permanente callada ironía apenas dibujada en sus labios, Saramago resume la invisible sabiduría literaria del que comenzó a escribir ya viejo, y no se arrepiente de ello. Y lo primero que dice, o al menos es lo primero que copio porque me llama la atención, es sobre la palabra. La palabra se acerca lo más que puede a lo que quiere expresar, pero no lo consigue nunca: sombra, luz, dolor, sonrisa, lágrima, esperanza: son formulaciones del enigma, sombras de la sustancia, iridiscencias del objeto que huye. Es lo que ya decía Rubén Darío: “yo persigo una forma que no encuentra mi estilo…”; y Octavio Paz, airado contra las palabras que no se dejan someter, y como si tuviera el látigo en la mano: “¡Chillen, putas!".
Con el uso del ordenador para escribir, se terminó para el escritor el misterio y el mudo desafío de la página en blanco, dice. El ordenador es para el escritor, lo que el torno para el alfarero. El alfarero tiene la arcilla que deberá moldear en el torno, y el escritor tiene las palabras que desde el principio de su jornada pondrá en el torno de la pantalla, y que irán siendo depuradas en la medida en que el torno gira, es decir, en la medida en que el escritor trabaja con ellas. No hay más página vacía, no hay pantalla vacía.
La pantalla, dice, es el campo de batalla donde los muertos y heridos están siendo constantemente retirados.