Sergio Ramírez
En un panel del Festival Literario del Pen Club celebrado recientemente en Nueva York, escuché decir al joven novelista peruano Santiago Roncagliolo, ganador del Premio Alfaguara, que una diferencia fundamental de la nueva generación de escritores de América Latina con las muy anteriores, es el afán de apartarse de la constante de la historia pública que atrapó a los abuelos con todas sus anormalidades y desmanes. Por el contrario, los nuevos lo que buscan es desprenderse de esa costra de la historia, y vivir una nueva clase de aventura imaginativa alejada de toda frontera; un poco no ser de ninguna parte, y por tanto, no ser de ninguna historia en particular.
Mediante este afán persistente, los viejos insistieron, y aún insisten, además, en buscar señales de identidad en la escritura; una identidad cuya pretensión mayor fue la de construir una sola novela coral, con novelistas corresponsales en distintos puntos de la geografía del continente para que contaran una gran historia total, como lo propuso alguna vez Carlos Fuentes. Todo esto habría llegado ya por fin, a su fin.
Ya no tuve tiempo de comentar con Santiago que pienso exactamente lo contrario, que el apego a la historia pública sigue vivo en los nuevos novelistas. Y lo comprobé en el viaje de regreso cuando comencé a leer su última novela Memorias de una dama, que encontré en la habitación de mi hotel con una graciosa dedicatoria suya, estupenda novela llena de humor y tensión narrativa. No se aparta en ella de la historia pública, como tampoco en Abril rojo, que le dio el premio Alfaguara.