Sergio Ramírez
Será porque he pasado la frontera de los 60 años que a veces me sobresalto pensando que el tiempo va mucho más de prisa que antes. En mi infancia el tiempo lo medía en días. Tardaba en llegar la hora del almuerzo, y aún más en que llegara la noche. En la adolescencia, la medida era la semana. Tardaba en que llegara el sábado. En la universidad, la medida era el año. Cada curso aprobado duraba un año, y terminar la carrera, una eternidad. Buena parte de mi vida, de las más intensas, está contenida en esos cinco años universitarios; es como si hubieran sido 50.
Ahora he llegado a contar el tiempo por décadas, pues pasa de manera tan rápida que ya no me basta el término de los años. Y si antes la Navidad era una fecha colocada en la lejanía, y que se acercaba a pasos de tortuga, hoy es un vicio repetido del calendario. Siempre está allí, volviendo sin haber terminado de irse. Pero alguien me ha dicho que la aceleración del tiempo en mi cabeza no es asunto de la edad, sino de algo que se llama la Resonancia Schumann. Y como me atraen las explicaciones que nos envuelven como un manto sobrenatural, y nos hacen elevar la cabeza hacia las estrellas, o poner el oído al ruido de las bielas que mueven al planeta Tierra sobre su eje, me he metido a leer sobre la tal Resonancia Schumann. A ver si he entendido.