Sergio Ramírez
Ha muerto Ingmar Bergman a los 89 años. Resulta caprichoso afirmar que haya sido el director de cine más grande del siglo XX, y viene a ser éste un asunto de predilecciones personales. A mí me resultaría difícil elegir entre él y Federico Fellini, o Akiro Kurosawa, para citar sólo a tres de mis preferidos. Pero si están a la cabeza de mi lista, y cualquiera de ellos puede amanecer un día u otro el primero, es por la manera en que fueron capaces de convertir el cine en lo más parecido a la literatura, ese territorio sin medida donde un plano es capaz de llevar a otro, y una imagen disuelta en otra evoca a alguna entrevista en nuestros propios sueños y recuerdos. Un viaje al abismo.
Y sobre todo porque fue capaz de convertir su propia vida en la fuente constante de sus películas. No la vida vista como el relato de una biografía compuestas de episodios singulares o llamativos, sino la exposición compleja de sus entresijos más ocultos, empezando por ese territorio de la infancia que es a veces como un país extranjero, según leemos en la novela The Go-Between de L.P. Harley. Terrores fijados por la dura mano del padre armado siempre de los instrumentos de castigo, porque sólo la purga de la culpa es capaz de generar el perdón según la recta doctrina que aquel pastor luterano ponía en práctica todos los días, y que en el alma del niño que un día será artista creador de infiernos quedará grabada en la carne viva. Pecado, castigo perdón, confesión, misericordia, son las palabras del catecismo que Bergman nunca olvidó.