Sergio Ramírez
Este año se cumple el doscientos aniversario del nacimiento de Charles Dickens, sin
quien la novela tal como la conocemos hoy no existiría, como tampoco existiría sin Balzac, sin Tolstoi y sin Dostoievski, para no hablar sino del siglo diecinueve. Un monstruo inmortal de la literatura, Dickens fue sin duda un gran testigo de su tiempo. Un testigo de tal magnitud, que sus retratos de las condiciones de extrema miseria en Inglaterra en la segunda mitad del siglo
diecinueve, ejecutados con prodigioso realismo, influenciaron la conciencia de su época, la época de la expansión del industrialismo salvaje; e influenciaron aún la actitud pública sobre los males sociales que la explotación inicua acarreaba, empezando por la de los niños, él mismo obrerito en una fábrica de betún cuando su padre fue a dar a la cárcel por deudas.
Desde su primera novela Las memorias póstumas del club Pickwick, escrita a los veinticinco años, Dickens describió lo que conocía profundamente, la Inglaterra que creaba su poderío expandiendo sus colonias en ultramar y sus fábricas en casa. Nadie mejor que él definió la época victoriana, y la encarnó.
Sus personajes eran contemporáneos suyos, y siempre vivió al lado de ellos y entre ellos, hijos de la cárcel, la avaricia, la pobreza, el desamparo y la explotación; y abogados venales, tinterillos, usureros, y ricos avaros, banqueros despiadados, aristócratas arruinados.