Joana Bonet
A veces los presentadores se impacientan y dicen: «Por favor, no estéis todos tan de acuerdo, a ver si dais más juego…». Los puristas se estremecen y remugan que no van allí a hacer el paripé, sino a defender su sagrada libertad de expresión. Pero acaban agachando la cabeza porque, ¿cómo no va a bajar el share si ellos mismos se preguntan a quién carajo puede interesarle su opinión? En la mesa siempre hay uno más relajado, más alfa, un incontestable porque es más cínico, culto o simpático que el resto; es el que dice: «Venga, yo ahora voy a llevarle la contraria a Ludovica aunque piense como ella». Y el aire tensa las ondas hasta el punto de que Ludovica, desconcertada, se queda sin tiempo y las voces la atropellan. En la pausa, siempre hay alguien que recuerda aquello de «esto es radio» o «esto es televisión». Y al final, todos abandonan el plató maquillados gratis, como si hubieran esnifado caviar.
Existen auténticos profesionales de las tertulias. Cambias de canal y ahí están, con otro decorado y los temas de siempre. Un formato consolidado: barato, entretenido y útil en una sociedad sin tiempo para pensar. «Te lo compro», dicen aún algunos «motivados» cuando comparten la idea del otro y la hacen suya. Quien no tuviera constancia de las tertulias del Algonquin, Els Quatre Gats, el Gijón o los cafés bohemios de provincias donde se cultivaba un arte del conversar sin fines ni sin trabas podría pensar que un debate es un rifirrafe verbal entre políticos o periodistas donde resulta cada vez más difícil distinguir al uno del otro. Y es que hoy poco tiene que ver con el «grupo de personas que se reúnen con asiduidad para conversar y recrearse» al que hacen referencia tanto el diccionario de la RAE como el DGLC. ¿Conversar? En mi experiencia como tertuliana televisiva, siempre me sentí una torpe impostora, y más aquella vez en que una moderadora me recomendó: «Rápido y mortal, como un tirachinas».
Sería injusto quitarle méritos a la figura del contertulio mediático, ese animal todoterreno que segrega hormonas mientras las ondas catódicas lo engordan tres kilos. El que habla con ingenio o sosería de los perdigones en el pie de Froilán, del obispo Reig, los recortes anunciados con escuetas notas de prensa o de las pulgas que invaden los expedientes de los juzgados. Y todo ello sin pitillo, ni whisky, ni intelectualidad al estilo La clave. No son estos tiempos para nostálgicos ni pedantes que reivindican la claridad de Cicerón; hoy gritar vende. Pero a veces se produce un chispazo llamado conexión humana y la palabra exacta traspasa la pantalla justo cuando nadie dice «esto es televisión».
(La Vanguardia)