Sergio Ramírez
Armando Morales (1927-2011), quien acaba de morir a los 84 años de edad, se consagró como uno de los grandes pintores latinoamericanos del siglo veinte hasta convertirse en un verdadero clásico, uno de los grandes milagros del trópico centroamericano porque se hizo pintor a sí mismo en la Managua provinciana de los años cincuenta teñida por el gris de la dictadura somocista, con una sola escuela de bellas artes mal provista, pero, y he aquí otro milagro, dirigida por un maestro ejemplar que había estudiado en Italia, Rodrigo Peñalba. Desde esa humilde escuela partiría hacia su destino de pintor, en Nueva York, en París, en Londres, en Madrid y Barcelona, donde instaló sus talleres.
Muy joven aún fue premiado en la Bienal de Sao Paulo, cuando pintaba abstractos, la primera de sus etapas, y a partir de allí fue capaz de entrar dentro de sí mismo para explorar sus propios recuerdos que tienen en sus telas la textura de los sueños, un paisaje recurrente extraído de las honduras de su memoria, el paisaje de su ciudad natal de Granada junto al Gran Lago de Nicaragua, habitado por bañistas desnudas en la madurez de su edad, que nunca tienen rostro, caballos famélicos triscando la hierba en la costa desolada o tirando de un coche sin cochero y sin pasajeros, el muelle antiguo que penetra en las aguas agitadas por un oleaje en sombras, un paisaje que habrá de repetirse en su obra con maestría obsesiva.