Lluís Bassets
No hay transición sin peligro. Nada es gratis en la vida, y no lo iban a ser también los cambios de régimen, de gobierno o de chaqueta. A los márgenes de incertidumbre inherentes a toda transición, hay que añadir los peligros exógenos. En cuanto empieza un tránsito, se relajan los viejos sensores y sistemas de control, se activan en cambio los detectores de las debilidades y se producen percances o incluso ataques desde los límites exteriores.
El peligro suele estar muy acotado en las transiciones más pautadas y experimentadas, como suelen ser los relevos del poder en los países democráticos, pero incluso estas transiciones suelen ser momentos delicados, especialmente en el escenario internacional. Los británicos, con sus añejas instituciones imperiales todavía vivas, efectúan el tránsito en un plis plas. El primer ministro derrotado apenas tiene tiempo de coger los bártulos porque en dos días tiene delante de la puerta del número 10 de Downing Street al camión con los muebles del vencedor en las elecciones y a la familia del nuevo premier que llega para distribuirse las habitaciones. Sus primos americanos, en cambio, hacen una de las transiciones más largas del mundo, entre la cita electoral del primer martes después del primer lunes de noviembre y el 20 de enero, aún a riesgo de encontrarse con disgustos notables, sobre todo en la escena exterior.
Podemos hacer la lista demostrativa sobre las asechanzas del interregno presidencial: el desembarco y espectacular fracaso de Bahía Cochinos, preparado por la CIA, se produjo dentro de los cien días de John F. Kennedy; la larga ocupación de la embajada de Teherán, que electrizó todo el último año de la presidencia Jimmy Carter, terminó el mismo día en que Ronald Reagan prestaba juramento como presidente; la fracasada intervención humanitaria en Somalia, que termina con la retirada americana, empezó con Bush y tuvo que ser gestionada por Clinton: o el ataque israelí a Gaza, denominado operación Plomo Fundido, se produjo también aprovechando el intervalo entre Bush y Obama.
Ahora mismo, la escena internacional se halla ocupada por la crisis financiera, que mantiene en vilo a todo el mundo por la solvencia cada vez más dudosa de algunas economías europeas, como la italiana y la española, y la creciente fragilidad incluso de otras economías aparentemente más a resguardo, como la francesa, la holandesa o la belga. Uno de los principios más elaborados de las teorías de la transición americana es que Estados Unidos no tiene nunca a dos presidentes a la vez. Para que esto sea así, desde el primer día se ponen a trabajar conjuntamente los equipos del presidente saliente y del entrante, de forma que quien sigue presidiendo y encabezando las decisiones es el primero pero nada se hace sin el acuerdo y el consentimiento del segundo.
El relevo de gobierno y presidente actualmente en marcha en España plantea unos problemas muy similares, aunque en este caso la fragilidad internacional no viene porque se puedan producir crisis bélicas o de seguridad sino por la posibilidad de agravamiento de la crisis, con nuevos incrementos de la prima de riesgo, más caídas de las bolsas, rebajas en las calificaciones de la deuda y los ataques especulativos de rigor.
Algo se ha hecho bien acortando al máximo los plazos. Hasta 1933 el presidente americano electo tomaba posesión el 4 de marzo, fecha que se avanzó en 42 días precisamente por las urgencias de la crisis bancaria que dominó la transición entre Hoover y Roosevelt. Era la Gran Crisis; ahora es la Gran Recesión. La parsimonia y el silencio no pueden formar parte de un método en estas circunstancias. Rajoy debe hablar. Que lo haga a su estilo: conciso, pero concreto. Pero que lo haga sin demora.