Sergio Ramírez
Conversando en días pasados con mis alumnos del ciclo El autor y su obra, en los cursos de verano de la Universidad Menéndez y Pelayo, en Santander, les decía que un buen ejercicio de lector es ensayar cada vez y cuando a hacer nuestra lista de aquellos libros que nos llevaríamos a una isla desierta. Veremos entonces como esa lista cambia, unos se quedan, otros entran, y siempre nos hará falta espacio para colocar los que consideramos los preferidos, aquellos de los que no podríamos separarnos. Aunque se trate de una lista abierta, a la que quitamos y agregamos a nuestro gusto, y según nuestras convicciones momentáneas de lector, que siempre tienen de volubles.
¿Pero qué pasa cuando se trata de una lista de número cerrado? Es de cajón preguntar en las entrevistas de prensa a los escritores, cuáles son los libros que uno se llevaría a esa famosa isla desierta. O cuáles salvaría de una catástrofe, si pudiera. Pero entonces, en esa pregunta, el número, fatalmente cerrado, es de diez.
Cada vez que se me plantea una escogencia de esta manera, yo a mi vez me pregunto: ¿por qué diez? ¿Quién inventó esa cifra? Entiendo que es un número de alguna manera cabalístico; y que aunque estricto tiene cierto margen de holgura. Pero es una grave dificultad incluir unos libros y excluir otros que ya no caben entre esos diez. Se trataría, al emprender el viaje hacia ese exilio de la isla desierta, de llevarlos todos en una pequeña maleta, o a lo mejor cabrían todos en una mochila de esas que hoy se cargan a la espalda.
Si empezamos por La Odisea, La Divina Comedia y El Quijote, ya tenemos tres puestos ocupados, y las posibilidades se reducen gravemente. Estoy dejando de lado nada menos que La Iliada, El Decamerón de Boccaccio, y esto sin salirme de los límites de la literatura de invenciones, porque, si no, la tarea se vuelve más que inverosímil.
¿Puede haber una escogencia posible entre La cartuja de Parma de Stendhal y Madame Bovary De Flaubert? ¿Y qué pasa si también quiero meter en la maleta los tres cuentos magistrales de Un corazón simple, también de Flaubert? ¿Y puedo escoger una sola novela de Dickens, por ejemplo Casa desolada, o debo referirme a sus novelas completas? ¿Y su presencia infaltable en una lista semejante, obliga a dejar por fuera La piedra lunar de Wilkie Collins, contemporáneo suyo?
Aquí vamos llegando ya a diez, y aún me faltan Chejov, y Edgard Allan Poe, Dostoievski, ¿Crimen y Castigo o Los hermanos Karamazov? Y por supuesto Tolstoi: La guerra y la paz, claro, ¡y prescindir de Ana Karenina! Y La Regenta, de Clarín, Fortuna y Jacinta de Pérez Galdós, El Primo Basilio, de Eça de Queirós…y aún no pasamos al siglo veinte.
Ocurre también con estas listas de diez, tan frágiles y provisionales porque son fruto de la improvisación, que al hacerlas influye el estado de ánimo en que nos encontramos cuando el periodista nos pregunta; y tiene que ver también la memoria, siempre tan traicionera, que nos aflige con sus olvidos imperdonables. Por aquí vamos ya y se me ha quedado Gogol y sus Almas muertas.
No pensemos entonces en el número diez, y hagamos nuestra escogencia a gusto, según el humor del día; lo importante es seguir leyendo, para que nuestras dificultades de elección crezcan, y eso es lo que nos hará lectores difíciles de contentar, y de consolar. Por fuerza habrá libros que saldrán de la lista si un día llegan a desencantarnos, o porque aparecen otros que deben tomar los antiguos lugares.
Pero sintámonos contentos de que lápiz en mano podamos recorrer los estantes de la biblioteca para hacer la revisión periódica que nos permite tener actualizada la lista propia. En Farenheit 451, la novela futurista de Ray Bradbury, ni siquiera existe la posibilidad de elegir los consabidos diez libros, porque todos están sometidos a persecución para ser quemados, y los lectores impenitentes, como nosotros debemos serlo, tienen que aprender de memoria los textos y leérselos en voz alta unos a otros, en la clandestinidad, como la única manera de mantenerlos vivos.