Vicente Molina Foix
Vivimos entre desapariciones. Las que causa la muerte natural al cabo de una vida larga no son menos dolorosas para quienes las sienten, pero permiten el leve consuelo de lo que es común e inexorable. Junto a ellas, la muerte criminal o accidental, por su deliberación o su brusquedad, parecen castigos de un dios desconocido más que hecatombes. El siglo XX estuvo marcado por sus desaparecidos, que, al darse en una época que ya permitía el recuento, la publicidad y hasta el castigo, los hizo visibles y a veces históricos. En Argentina, unas mujeres entradas en edad y ataviadas con un pañuelo en la cabeza iniciaron la batalla de la restitución de los suyos, y después de innumerables trabas consiguieron que muchos de esos fantasmas tuvieran linaje, aunque no todos cuerpo presente. La población armenia diezmada en Turquía, los miles de oficiales del ejército polaco fusilados entre marzo y abril de 1940 por la policía de Stalin y arrojados en fosas secretas del bosque de Katyn tuvieron menor suerte, o más tiempo de penalidad. Y en España, por la indecisión administrativa de unos gobernantes bienintencionados y la mala voluntad de quienes gobiernan ahora, siguen mal enterrados, aunque sepamos sus nombres, muchos muertos del bando derrotado en la guerra civil.
Los desaparecidos del siglo XXI no tienen un mismo origen territorial, una comunión genética, ni son en su mayoría víctimas de la represalia de un enemigo. Mueren en el trayecto de sus ilusiones perdidas, y su identidad, su rastro y su cuerpo se los tragan las aguas para siempre. Tanto tiempo ha tardado Europa en afrontar esta forma letal de escamoteo de las personas, tanta desavenencia y torpeza hay en los remedios que se buscan para paliarla, que se diría que el género humano -y quiero decir el género humano que tiene país y gobierno estable, ciudad, casa, nombre, documentos- ya se ha acostumbrado a ver caer en la nada la vida de los otros.
Querría, después de la breve plegaria por los seres desaparecidos en la tragedia, hablar del melodrama de las cosas que faltan. Las cosas que faltan nos faltan a menudo porque nosotros, afortunados longevos, las sobrevivimos. El bar mal alumbrado donde tiraban con arte la cerveza, el taller de la costurera diligente que rehacía la ropa que no queremos tirar, el cine de tu barrio, que cerró y sigue cerrado, el cine de las grandes arterias de la capital, que cerró y se multiplicó en almacén multinacional. ¿Hay que lamentarse tanto de esas pérdidas? Hace unos días di un paseo nostálgico por una tienda, quizá la más hermosa que hubo, a punto de cerrar para siempre en el Paseo de Gracia de Barcelona. Nunca adquirí muebles ni baterías de cocina, ni siquiera mesas de futbolín, mi deporte predilecto, en Vinçon, pero conservaré mientras no se caigan a pedazos, ellos o yo, cosas allí compradas: la estilográfica cónica, las gafas de leer leves y trasparentes, las zapatillas de andar por casa, que son como una estufa sostenible para mis pies, siempre propensos a tener frío. Cada vez que iba a Barcelona me paseaba por Vinçon, que si no tenías dinero para lo más caro te permitía las chucherías inigualables y algo mejor y gratis: ver el talento y el buen gusto aplicado al comercio. También nos acostumbraremos a prescindir de ese maravilloso museo donde lo útil no molestaba a lo superfluo. Lo malo es cuando empiezan a desaparecer las cosas en las que uno cree, las que fundan el mundo que uno sueña, las que sin su existencia nos dejarán menos contentos y más tontos.
Hace poco menos de siete años recibí una carta de Albert Rivera, que conservo, en la que este entonces recién destapado político me agradecía un artículo, ‘La guerra de las lenguas’, publicado en Libération, dentro de una de serie regular de ‘Cartas desde Madrid’ que yo mandaba al periódico francés y en el que, sin nombrar a Ciutadans, me hacía eco de ciertas iniciativas contra un nacionalismo excluyente. Era una carta modesta, llena de cordura, que agradecía mi equidistancia en el enrevesado mundo de las confrontaciones identitarias, y en la que Rivera, dándose por aludido, celebraba que yo diese voz a esas voces. Ahora su partido, al que no he votado, ha aparecido en tromba y se deja oír, casi tanto como Podemos, reformando ambos el patrón de nuestra política municipal y autonómica. Rivera me sigue pareciendo un hombre valeroso, lo que no es poco, pero los valores que Ciudadanos empieza a condonar en su apoyo al PP son terriblemente decepcionantes. El PP tiene un presente y un pasado que, al menos de momento, marca nuestro futuro; Wert se ha ido, pero no sin antes haber perpetrado en la LOMCE un dispositivo en el que, al lado de la segregación escolar por sexos y el enaltecimiento de la catequesis como una de las bellas artes, se instaura la desaparición casi completa en el bachillerato de las clases de literatura. Esta purga de duradero efecto (si no se corta con un antídoto parlamentario en otoño) yo la siento como una agresión y tendría que merecer una respuesta armada, es decir militante, de los escritores, los editores, los traductores y enseñantes concernidos, del mismo modo que lo hicieron las gentes del cine y el teatro con el aumento del IVA. Nadie que no sea un fanático de Rajoy podrá negar que el poder que este ejerce y deja ejercer practica el desprecio a las artes. Y el odio a los artistas. La connivencia o el silencio de Ciudadanos allí donde -gracias a ellos- gobierne un PP anti-social y anti-cultural será, mientras los hechos no demuestren lo contrario, motivo de complicidad, y un baldón imborrable del partido de Rivera.
Un caso. En Málaga, un alcalde moderado del PP, Francisco de la Torre, ha mantenido durante once años un Instituto Municipal del Libro que era, en mi experiencia de escritor, seguidor de sus homenajes y lector de sus publicaciones de altísima calidad y exigencia (Edgar Neville, Cocteau, Hemingway, María Rosa de Gálvez, el rescate de la memoria española de Jane y Paul Bowles, entre otros), todo un ejemplo. Pues bien, acaba de anunciarse su fin por razones financieras y a resultas del pacto con el que Ciudadanos le ha dado la alcaldía al PP, poniendo entre otras condiciones la "extinción", así se ha dicho, del citado Instituto. La educación, la sanidad, el empleo, la igualdad, pero también la cultura, son las prioridades de este tiempo que se anuncia nuevo, y por los niveles de cumplimiento en esos campos mediremos, aquellos ciudadanos que no militamos pero votamos, la verdad del cambio en el ‘patchwork’ electoral de España. El primer objetivo es hacer que afloren las cosas que han desaparecido en los brutales ajustes y recortes. El segundo, si estos nuevos ediles no colman el ansia mayoritaria de renovación, hacerles desaparecer cuanto antes del mapa de la política.