Sergio Ramírez
El inmenso consorcio industrial y comercial que es la compañía Disney —juguetes, libros y revistas, cadenas de tiendas, juegos de video, discos y videodiscos, estudios de cine, cadenas de televisión, parques de diversiones, hoteles— es hijo de la fantasía del sueño americano. Un muchacho pobre armado de un lápiz puede edificar un imperio empezando por dibujar unos trazos en una hoja de papel. El arte de transformar un ratón y un pato en símbolos de toda una civilización. Dar a las princesas postergadas y engañadas categoría de heroínas de masas, al punto de que sus trajes y atuendos se vuelven deseables, no para los niños, el supuesto mercado de Disney, sino para los adultos, su verdadero mercado.
Es por eso que ahora se anuncia que la compañía Disney, en sociedad con la modista Kirstie Kelly, ha puesto en las tiendas una línea de vestidos de novia que copian los modelos de los trajes de Blancanieves, la Cenicienta, la Bella Durmiente, y demás princesas de fantasía. El reino de los niños grandes. Como la maestra de alta costura anuncia, los vestidos vienen “en satín brillante con faldas amplias y generosos bordados de plata y cristales”. Y dice que el vestido de Blancanieves tiene un toque más conservador que los otros, lo que ella llama “elegancia inocente”.
Estos trajes nupciales cuestan entre mil tres mil dólares a las novias que quieran lucirlos para comparecer delante del altar, aunque se trate, a lo mejor, de la bella casándose con la bestia.