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El tendero y su hijo el abogado

Por 15 de junio de 2023 Sin comentarios

Sergio Ramírez

 

Para los tiempos en que comienza esta historia en mi pueblo natal de Masatepe, yo tenía 56 primos hermanos, y el empeño constante de mi padre, Pedro Ramírez, era que me convirtiera en el primer abogado entre aquella multitud familiar; porque como solía martillar a la hora de las comidas sentado a la cabecera de la mesa, yo a su derecha, como privilegio de hijo mayor, él sólo había logrado llegar hasta el cuarto grado de primaria, y eso era bastante en una familia de músicos pobres. Mi abuelo Lisandro, maestro de capilla del templo parroquial, compositor de misas de gloria y de himnos religiosos, y también de valses y otros aires profanos, había formado su orquesta, la orquesta Ramírez, repartiendo lo instrumentos entre sus hijos al no más hacerse adolescentes, violines, cello, flauta traversa, clarinete, y sólo mi padre se había negado a aceptar el suyo, el contrabajo, por tequioso de transportar, y abrió una tienda de comercio frente a la plaza, esquina con la iglesia parroquial.

De modo que crecí convencido de que ser abogado era mi destino, sin ponerme a pensar si aquella profesión me gustaba o no, y cuando me bachilleré, a los diecisiete años, mi padre mismo me llevó hasta León, un largo viaje cambiando autobuses, a matricularme en la Facultad de Derecho, y me instaló en la pieza de estudiantes donde debía vivir, con un catre de campaña, un baúl, una mesa de pino y una silla playera como únicas pertenencias.

Muchas cosas ocurrieron en esos cinco años desde el mediodía en que entre por primera vez al aula de la facultad, caliente como un horno, donde se hacinaban más de cien estudiantes llegados de otros pueblos tan lejanos como el mío, todos pelones, porque los mayores le metían las tijeras a la fuerza a los novatos, y había que raparse; y todos con la ilusión propia, o inducida paternalmente, de hacernos abogados.

El aula se fue despoblando, porque muchos se veían obligados a regresar a sus pueblos, sus ilusiones derrotadas. Y, tiempos de agitación aquellos, el derrocamiento de Batista en Cuba alentaba al derrocamiento de los Somoza, y el foco de resistencia y de protesta era la universidad.  A las pocas semanas de empezados los cursos sobreviví a una masacre perpetrada por el ejército de la dictadura contra una manifestación de estudiantes, en la que yo participaba, un 23 de julio de 1959; y eso de ver la muerte de cerca a los diecisiete años, porque mataron a cuatro universitarios, dos de ellos mis compañeros de banca en el aula, forjó de un golpe mis convicciones, y dio forma a mis ideales.

Y ocurrió también que me hice escritor. En 1963, un año antes de graduarme, publiqué mis primeros cuentos en un pequeño libro, y me presenté en Masatepe para entregárselo a mi padre, antes que el título de abogado, temeroso de su reacción, porque si quería para mí una profesión rentable, y de prestigio, de la que sentirse orgulloso, la de escritor no lo era en la Nicaragua de entonces. En la de ahora es, además, un oficio peligroso, que te puede llevar a la cárcel, o al exilio, o a convertirte en apátrida, ya está visto.

Ahora lo veo fulgurar en mi memoria aquella tarde de un sábado, sentado en su silla mecedora en una esquina de la tienda. Saca los anteojos del estuche, y repasa las páginas de mi libro. Luego alza la vista, y me dice: “bueno, ahora tenés que escribir una novela”. Lejos de cualquier reproche, había orgullo en sus palabras. Fue la entrañable complicidad de un tendero iletrado con un muchacho que antes que abogado quiere ser escritor a toda costa. Para él un cuento era un primer escalón que debía llevar a otro superior, el de la novela. Yo he aprendido que se trata de dos géneros distintos, cada uno con su propio grado de dificultad, pero la suya no era sino una voz de aliento.

Al año siguiente presente mi examen público para obtener el título de abogado en la universidad, y mi padre estuvo presente en la ceremonia de graduación, cuando recibí también la medalla de oro como mejor estudiante de la carrera, la que conservó hasta su muerte. Y en Masatepe hizo cantar el tedeum de Eslava en la iglesia parroquial, mis tíos frente sus atriles con sus instrumentos, y sacó de la tienda estantes y vitrinas para convertirla en el salón de la fiesta a la que invitó a medio pueblo.

Había cumplido mi compromiso con él, aunque no del todo, porque no instalé nunca mi oficina de abogado, ni abrí mi protocolo de notario, ni litigué jamás en los tribunales, ni sostuve ningún alegato en estrados. No había nacido para el oficio.

Mi padre murió en 1981, a una edad que ahora yo he sobrepasado, y lo he recordado cuando la fiel y servicial Corte Suprema de Justicia de Nicaragua me ha despojado de algo que sólo a él debo, mi título de abogado y notario. Es como si en esa resolución llena de galimatías, en la que, tras ordenar la anulación de mi título, me ordenan devolver en el término de la distancia bajo apercibimiento de ley, mis sellos de abogado, de los que nunca dispuse, y mi protocolo de notario, que nunca llegué a abrir, intentaran borrar los sueños del tendero que quiso ver a su hijo abogado, el primero con un título universitario entre sus 56 primos.

Pero entre él y yo, todo está a salvo.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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