Sergio Ramírez
La ley del Talión sigue viva, y según creemos, desafía todos los conceptos que tenemos hoy en día sobre la justicia, y la retribución del delito. Y siguen vivas también otras formas no menos bárbaras de castigo. En Irán, en la ciudad de Shiraz, el Tribunal Supremo suspendió temporalmente hace pocas semanas una sentencia que condenaba a una mujer acusada de adulterio a ser lapidada, igual que en la historia que cuentan los Evangelios. Es una sentencia legal, prevista en el código penal, pronunciado por un juez de primer instancia, y sujeta a revisión. Mandar a que alguien muera descalabrado a pedradas, depende entonces de un documento judicial rubricado por una autoridad del estado.
No me queda claro si en este tipo de ejecuciones hay verdugos oficiales que lanzan las piedras sobre el condenado, o si cualquiera puede recoger la suya propia y contribuir a que se cumpla la sentencia. Tampoco sé si el supliciado estará amarrado a algún poste para impedir que alce las manos en defensa de su cuerpo, y de su vida, como manda el instinto.
¿Pero acaso la silla eléctrica, la cámara de gas, el pelotón de fusilamiento, la horca, no son también formas bárbaras de hacer cumplir la ley del talión? El estado, que representa a la víctima, se venga del hechor quitándole la vida por un medio más o menos sofisticado, según el desarrollo de los tiempos: de la inyección letal, que es hoy la forma más moderna de matar, al garrote vil, el torniquete que rompe los huesos del cuello, y que se usó todavía en el siglo XX.