Sergio Ramírez
Por esos caminos culinarios que recorro con alegría, a veces con timidez, y otras con el temor reverente que se tiene siempre por lo desconocido, he aprendido a preparar también sabias variantes del gazpacho andaluz, por ejemplo, porque la cocina, como la escritura, es invención, cuando no asunto de intuiciones, y siempre materia de sabias proporciones.
Y por esa afición que tiene mucho de nostalgia por el cocinero que no fui, es que suelo expandirme en pláticas sobre cocina, que es un disfrute de la lengua como la comida misma es un disfrute del paladar, con lo que todo queda en la boca. Cuando llegó a mis manos hace años el Gran diccionario de cocina de Alejandro Dumas, obra de un novelista portentoso que no despreciaba su faceta doble de gourmant y de gourmet, comelón y sibarita, me dije: ¿por qué no? Y estoy a punto de terminar uno sobre los alimentos de Nicaragua, que tiene más de 3.000 entradas.
La cocina es un asunto del paladar, pero también del olfato y del ojo, con lo que se vuelve una fiesta de los sentidos. Y de muchas maneras nos ayuda a saber quiénes somos, y de donde venimos. El gastrónomo francés Brillat-Savarin dejó en su libro ya clásico Fisiología del gusto, una juiciosa sentencia para los siglos: "dime lo que comes, y te diré quién eres". Porque es verdad. Sabiendo lo que comemos, sabemos quiénes somos.