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Dictadores con cara de palo

Por 21 de agosto de 2023 Sin comentarios

Sergio Ramírez

En El otoño del patriarca, el dictador arquetípico de García Márquez, que no tiene nombre ni edad, asiste, oculto en el palco presidencial, a un recital de gala ofrecido por Rubén Darío; y, embelesado ante la cascada sonora de los versos de La marcha triunfal, exclama: “¿cómo es posible que este indio pueda escribir una cosa tan bella con la misma mano con la que se limpia el culo?”

 Esta escena imaginaria es una ocurrencia dentro de la novela, porque los tiranos que hemos padecido, y aún padecemos en América Latina en la era postmoderna, ni leen libros ni pierden el tiempo en recitales de poesía. Son, a sus ojos, ocupaciones deleznables.

O, corrijamos: el dictador de García Márquez, al ser arcaico, pertenece a esa especie ya extinta de los tiranos ilustrados que habían leído La nueva Eloísa, y El espíritu de las leyes, y se sintieron atraídos por el mundo sonoro de los poetas modernistas, para volverse luego señores de horca y cuchillo, fieles creyentes de que el poder se conserva a cualquier precio. Y para siempre.

Stalin, aún hoy con muchos devotos en el trópico, que rezan ante su altar, mantenía el ojo fijo sobre los escritores y artistas porque los consideraba peligrosos por naturaleza, y vigilaba que se atuvieran a la obligación de contribuir a la construcción del nuevo hombre soviético, como si se tratara de albañiles. Y como tenía ínfulas de juez de las artes y las letras, asistía a los estrenos teatrales y musicales, oculto en un palco, como el patriarca de García Márquez, y él mismo escribía en Pravda las críticas, bajo seudónimo. Fue así como se largó un furibundo artículo contra la ópera de Shostakovich, Lady Macbeth de Mtsensk, que puso al compositor en la lista negra de enemigos del proletariado.

Pero, volviendo a la lectura, nunca imaginaría a Pinochet, a Videla o a Stroessner, en su tiempo, o ahora a Maduro, a Diaz Canel, o a Ortega, metidos en la cama con un libro abierto hasta pasada la medianoche, ni cerrándolo con un golpe airado, para levantar entonces el teléfono y llamar al jefe de los esbirros ordenándole capturar al escritor díscolo que le ha quitado el sueño, el que al día siguiente será encerrado en una celda de castigo, acusado de incitación al odio, de subvertir el orden público, o de traición a la patria.

En cambio, no hay duda de que leen con fruición los partes de la policía secreta, que enlistan las actividades subversivas, donde da igual el informe de un infiltrado en un grupo opositor, que delata conspiraciones falsas o reales, o el dictamen de un párrafo donde un burócrata de tercera línea llama la atención sobre un libro, no por su contenido de denuncia política, sino por su irreverencia contra el poderoso, burlas o sarcasmos juzgados intolerables.

Los libros, como tales, les preocupan poco, y el hecho mismo de escribirlos no es sino una excentricidad. Un tuit, lo saben bien, es mil veces más peligroso que un libro.

Las ideas políticas se quedan en el encierro de la página y de las exiguas tiradas que cogen polvo en los estantes de las pocas librerías.

Excepto que el burócrata anote en el parte que el autor se burla del tirano, o de su familia, o se hace mofa de su poder. Porque el dictador carece de todo sentido del humor, y entonces se trata ya de un agravio personal que reclama venganza. Cárcel, o exilio.

El silencio que una tiranía impone no permite los ecos de la risa en la caverna. El dictador no aceptará nunca que es un personaje risible. El poder absoluto tiene cara de palo. Sólo sonríe, apenas, ante la adulación.

En este caso, se vuelve al modelo clásico del tirano iletrado. Lejos de las manías ideológicas de Stalin, Somoza, que no pretendía más que enriquecerse mandando, se preciaba de su sentido del humor, buen contador de chistes procaces que era; pero humor no tenía ninguno, porque no aguantaba las bromas a sus costillas en los periódicos, ni en prosa ni en verso, y a los graciosos los mandaba a secuestrar a medianoche para ponerlos, en calzoncillos, al otro lado de la frontera, condenados al destierro por burlarse de la suprema autoridad.

Esta es la ofensa más grave, la que daña la vanidad, el orgullo, o la suficiencia del tirano, porque cuando no s ele toma en serio, pierde el equilibrio. Si lleva el pecho cuajado de medallas, es porque se las merece todas. Si los textos de historia están llenos de sus hazañas de guerra, es porque se trata de hechos reales, no de invenciones. Se merece la posteridad, y vive en ella, y si alguien juzga sus glorias como una bufonada, comete delito de lesa majestad.

Ese es el escritor peligroso, no el que incluye en una novela una parrafada retórica contra las satrapías del tirano, sino el que exhibe sus extravagancias y sus manías, ridiculiza las falsedades de su discurso redentor en contraste con la opulencia de la corte, desentraña la corrupción que crea el estamento de los nuevos ricos a la sombra de su poder, desnuda a los aduladores, y retrata a los serviles.

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Sergio Ramírez

Sergio Ramírez (Masatepe, Nicaragua, 1942). Premio Cervantes 2017, forma parte de la generación de escritores latinoamericanos que surgió después del boom. Tras un largo exilio voluntario en Costa Rica y Alemania, abandonó por un tiempo su carrera literaria para incorporarse a la revolución sandinista que derrocó a la dictadura del último Somoza. Ganador del Premio Alfaguara de novela 1998 con Margarita, está linda la mar, galardonada también con el Premio Latinoamericano de novela José María Arguedas, es además autor de las novelas Un baile de máscaras (1995, Premio Laure Bataillon a la mejor novela extranjera traducida en Francia), Castigo divino (1988; Premio Dashiell Hammett), Sombras nada más (2002), Mil y una muertes (2005), La fugitiva (2011), Flores oscuras (2013), Sara (2015) y la trilogía protagonizada por el inspector Dolores Morales, formada por El cielo llora por mí (2008), Ya nadie llora por mí (2017) y Tongolele no sabía bailar (2021). Entre sus obras figuran también los volúmenes de cuentos Catalina y Catalina (2001), El reino animal (2007) y Flores oscuras (2013); el ensayo sobre la creación literaria Mentiras verdaderas (2001), y sus memorias de la revolución, Adiós muchachos (1999). Además de los citados, en 2011 recibió en Chile el Premio Iberoamericano de Letras José Donoso por el conjunto de su obra literaria, y en 2014 el Premio Internacional Carlos Fuentes.

Su web oficial es: http://www.sergioramirez.com

y su página oficial en Facebook: www.facebook.com/escritorsergioramirez

Foto Copyright: Daniel Mordzinski

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