Sergio Ramírez
La ley del talión se arraiga en uno de los sentimientos más antiguos de la humanidad, el de la venganza justa, que busca infringir al otro una pena consecuente con el tamaño del daño que ese otro a su vez causó. Si quitas la vida a alguien, tienes que pagar con la tuya. Ojo por ojo, diente por diente, según las sagradas escrituras. Dejas tuerto a alguien, tienes que perder tu ojo. O tu brazo, o tu pierna, o tu mano, según lo hayas hecho. Y si fue la vida la que quitaste a alguien, como el muerto ya no puede vengarse, tocará a un pariente suyo, su hijo, su padre, cobrarse con la tuya. La ley del talión sigue siendo vigente en no pocos países islámicos, como Irán, donde impera la llamada pena de qisas.
Hace poco en Teherán, un tribunal condenó a Majad Movahedí a perder la vista porque había dejado ciega a Ameneh Bahramí, un caso entre dos jóvenes estudiantes universitarios. Ella no aceptó sus requerimientos amorosos, y entonces él, en despecho, le arrojó ácido en la cara, causándole graves quemaduras. Lanzar vitriolo en el rostro de los amantes, fue uno de los recursos más socorridos de los dramas amorosos narrados por los folletines en el siglo diecinueve.
Al ejecutarse la sentencia, el verdugo pondrá en cada ojo de Majad veinte gotas de ácido, suficientes para dejarlo ciego de por vida. Ameneh, compasiva, ha dicho que no quiere que le arrojen el ácido en la cara "porque le parece salvaje".
El amor, que siempre es ciego.