
Eder. Óleo de Irene Gracia
Rafael Argullol
Delfín Agudelo: Lo más bonito en el terreno particular de la vida es encontrar estos elementos en el nombre de la calle, en los atributos de la calle, en las placas conmemorativas, por ejemplo, que también me parece que en París es algo muy interesante, que permiten esta condición particular de la vida en hacer de la ciudad, de la calle y de la vida sobre todo un espacio interior: es la interioridad absoluta. Caminar París en invierno es completamente diferente a caminarlo en verano, por la misma situación del promeneur que es estar cerrado en sí mismo, el frío y la abrigo. Me parece muy emblemático en toda la función que cumple París en la historiografía de la promenade, que es esa constante búsqueda de sí mismo, del poeta, del caminante, a través de lo que está viendo en la ciudad. Y en eso el azar es fundamental, porque aquél que sale a caminar la ciudad está necesariamente en una situación de búsqueda, está buscando algo. ¿Qué es ese algo? No se sabe.
R.A.:Esto en definitiva es el arte y la cultura. En nuestro momento creo que hay una confusión inducida de lo que es el arte de la cultura tan extraordinario que el elemento primero del arte y de la cultura es orientarse y desorientarse, el elemento primero es una búsqueda, el elemento primero es la curiosidad, la necesidad de descubrimiento, el ponerse en una posición de descubrir. Y en ese sentido evidentemente París mantiene casi diríamos intacto los incentivos que hay al respecto. Si bien es cierto que por toda una serie de hándicaps propios de nuestra época, quizás el flâneur se ha hecho más difícil, al igual que el paseante, por las masas turísticas que también están en lo barrios: por el hecho de que la particularidad de aquellos negocios maravillosamente singulares quizá cada vez es más difícil por la presencia aplastante de las grandes franquicias, de las cadenas, etc. Pero diría que París es la ciudad que aún muestra una mayor resistencia al respecto, es decir, es aquella que aún tiene una gran capacidad para mantener la singularidad, la particularidad, todo ello amparado en un aspecto que ha veces se ha reprochado a los parisinos, quizás con razón en algunos momentos, que es una ciudad segura de sí misma, que es algo muy difícil de encontrar en el mundo, porque las ciudades en general no están seguras de sí mismas. Las ciudad alegan algunos aspectos de su pasado, de su presente, porque las ciudades tienen una gran inseguridad. Nueva York o los neoyorquinos nunca han tenido el lado de seguridad en sí misma que tiene París, porque no hay la antigüedad de París, porque Nueva York está formado además por una serie de convulsiones internas que han hecho que la seguridad en sí misma resida en- y quizás es el encanto de Nueva York-una especie de mundo en ebullición, en continua autocrisis. En cambio en París hay esa seguridad que te ayuda a ofrecerse como enciclopedia universal.