Rafael Argullol
Delfín Agudelo: Mi pulso reciente, contemplado como capitalidad creativa, consiste en precisamente su calidad de atemporalidad: la ciudad de los encuentros, la ciudad del azar. En esa medida, el azar es un elemento inmarcesible y al serlo así, jamás va a privar a aquél que fue sujeto de un encuentro de la creatividad. Ahora bien, es una creatividad que está enmarcada en esa misma poética que genera París.
R.A.: Esto está muy bien visto. En general cuando se debate en nuestros días sobre la capitalidad cultural de una ciudad o el hecho de que en nuestros días no hay claramente dibujada una capital cultural del mundo, por lo general los medios de comunicación, los sociólogos o los estudiosos aluden a muchos datos de infraestructuras, datos estadísticos, pero en cambio olvidan ese elemento al que tú has aludido y que es absolutamente central: en el fondo la creatividad de una ciudad se mide por su capacidad de ofrecer una gran densidad de encuentros en medio del azar. Yo creo que la ciudad más desolada creativamente es aquella a la que tú te acercas, a la que te adentras, y tienes la completa convicción, luego contrastada, de que allá no puede ocurrir nada, de que allá no puede haber ningún encuentro especial, ninguna singularidad: que el azar de ninguna manera se puede mostrar generoso. En cambio, por el contrario, donde existe aquella densidad posible de encuentros a la que he aludido, entonces evidentemente nos hallamos ante un escenario de gran creatividad.
Si siguiéramos este criterio deberíamos descartar muchos prejuicios. Por ejemplo, es muy posible que ciudades en las cuales pensamos poco como capitales mundiales de creatividad, como pueden ser actualmente Estambul, o como podría ser Calcuta, sean ciudades en las que efectivamente exista una creatividad subterránea porque ofrece eso. Y en esa dirección creo que París, a lo largo de los siglos, ha logrado asentar, casi diríamos con estratos geológicos, esa capacidad para que el visitante llegue a tener una especie de duelo muy intenso con el azar; no un duelo débil y flojo, sino muy intenso. Claro que podríamos hablar de infraestructuras y de influencias, y en ese sentido naturalmente en el siglo XIX París jugaba un papel mucho más desnivelado respecto a otras ciudades del mundo, en cuanto a esa creatividad cultural; y quizás en la segunda mitad del siglo XX ese papel ha correspondido a Nueva York, y ahora o nos alegramos o nos lamentamos por tener que decir que en el fondo hay una especie de visión poliédrica, una pluricapitalidad: no hay ninguna ciudad que sea efectivamente determinante en el sentido del presente, donde esté alojada la industria editorial o cinematográfica, donde esté sobre todo alojada la gran creatividad de artistas. No hay probablemente ninguna que destaque de manera extraordinaria sobre las demás, como lo habían hecho París, Londres o Nueva York en el pasado. Pero creo que deberíamos acostumbrarnos a medir lo que llamamos creación a partir de esos otros criterios, criterios mucho más vivos, que están mucho más presentes en la vida secreta de las ciudades, y en nuestra propia vida secreta cuando nos internamos en ella