Rafael Argullol
Rafael: Hoy, en mi galería de espectros, he visto el espectro vacilante del cónsul.
Delfín Agudelo: ¿Te refieres al protagonista de Bajo el volcán de Lowry?
R.A.: Sí, me refiero a este personaje tan trágico y al mismo tiempo tan maravilloso desde el punto de vista literario, que ha suscitado una verdadera devoción en una minoría literaria a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. No sé si en estos momentos Bajo el volcán es un libro muy leído; pero lo que sí sé es que va creando continuamente una red de complicidades y una red de fidelidades que hace que de una generación a otra se vayan transmitiendo los lectores. Cuando pienso en el cónsul no puedo dejar de pensar en una encarnación contemporánea del descenso al infiero. En ese sentido pienso que el propio Lowry estableció muy claramente todo un sistema implícito de círculos que marcaban ese descenso infernal, y entre esos círculos evidentemente hay una progresiva caída en el alcoholismo más extremo y paralelamente una progresiva caída en el desamor o quizá más que el desamor, en un amor tan desmesurado que se convierte en inabarcable y prácticamente inaprensible desde el punto de vista humano. El cónsul va dando tumbos por las calles de Cuernavaca, de taberna en taberna hasta llegar siempre al fondo de sí mismo, al límite, a ese límite que le mantiene continuamente asomado en el precipicio. Pero no pienso sólo en esa oscuridad roja que parece rodear al cónsul. También muchas veces evoco la contrafigura de ese descenso, que sería la presencia tutelar del volcán Popocatepetl por el que el cónsul siente una extraña fascinación, ese volcán que se ve majestuoso desde diversas ciudades de México, sobre todo desde Puebla y Cuernavaca. Para el cónsul estas ciudades no dejan de ser el otro laso del infierno, un lugar poblado por ángeles al que quizá nunca accederá, pero que en cierto modo equilibra su propia caída libre en una especie de descenso sin fin.