Rafael Argullol
Mientras la luz de agosto
se derrama, pródiga, por la tierra,
¡qué delicia saborear el primer higo!
El paso de los años no desgasta la sensación,
y su dulzura siempre nos sorprende,
un puro regalo que apenas merecemos.
Porque, en efecto, nada debe al hombre
la solitaria higuera que ha crecido
en medio de la árida dureza de los campos
o entre las ruinas de casas abandonadas.
No ha habido siembra ni abono ni cultivo,
y la mirada humana ha contemplado con indiferencia
la seca desnudez de su ramaje invernal.
No ha habido hacia ella ni amor ni temor,
las fuerzas que siempre nos ocupan.
Y sin embargo, la higuera,
más justa que nosotros,
acude puntual a la cita con sus dones
y nos concede su roja voluptuosidad.