
La invención de Caín
Félix de Azúa
Este libro recoge -ahora en una nueva edición corregida y aumentada- los escritos de Félix de Azúa sobre la ciudad, un compendio de crónicas de viaje, reflexiones, observaciones, panorámicas e interiores que conforma una lúcida y bella meditación acerca de ese espacio pétreo que a lo largo de la historia se ha ido convirtiendo en el único hogar del hombre.
A lo largo de estas páginas, siempre con inteligencia y humor, Azúa viaja a Venecia, Múnich, Berlín, Hamburgo, Basilea, Madrid o Sevilla, examina a ciudadanos, políticos y turistas, descubre olvidados rincones, revive calles desaparecidas y, sobre todo, sigue manteniendo un diálogo tenso con la literatura y las artes como máxima expresión de lo humano en el seno de la urbe.
«Cuenta el Génesis que una vez expulsado del seno familiar tras el asesinato de Abel, el fugitivo Caín y su horda fundaron la primera ciudad. Caín quiso construir con sus propias manos aquel paraíso del que sus padres tanto le habían hablado y restañar así con un gesto de soberbia la herida de una expulsión injusta. La invención de la ciudad cainita es coincidente con la invención de la historia.»
A partir de esta anécdota fundacional, Félix de Azúa, con la brillantez estilística que le caracteriza, reúne en La invención de Caín -en una nueva edición corregida y aumentada que ahora presentamos- la mayoría de sus escritos sobre ciudades y ciudadanos, sobre las urbes y sobre algunos urbanitas. A lo largo de estas páginas, siempre con inteligencia y humor, Azúa viaja a Venecia, Múnich, Berlín, Hamburgo, Basilea, Madrid o Sevilla, examina a ciudadanos, políticos y turistas, descubre olvidados rincones, revive calles desaparecidas y, sobre todo, sigue manteniendo un diálogo tenso con la literatura y las artes como máxima expresión de lo humano en el seno de la urbe.
Compendio de crónicas de viaje, reflexiones, observaciones, panorámicas e interiores que conforma una lúcida y bella meditación acerca de ese espacio pétreo que a lo largo de la historia se ha ido convirtiendo en el único hogar del hombre.
«En la ciudad nosotros hacemos nuestra propia ley, una ley sin dioses ni bestias. Tal es el motivo por el que me ha parecido no del todo inútil reunir algunas páginas escritas en el hogar de las ciudades.» Félix de Azúa.
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Munich
Farsa y tragedia de la ciudad de Munich Alemania.
No hay en toda Europa un país que mejor merezca nuestra simpatía: los vicios nacionales germánicos, a saber, la embriaguez, el suicidio y la locura, son, con mucho, más interesantes que otros vicios nacionales como la hipocresía, la crueldad y la usura de los ingleses; la petulancia, frivolidad y charlatanería de los franceses; la trapacería, el clientelismo y la cursilería de los italianos; o la barbarie, el servilismo y la chulería de los españoles. Ahora bien, por desdicha, Alemania no existe ni ha existido nunca, excepto durante el breve reinado de otro tirano loco, uno más de los cientos de tiranos locos que ha dado esta extraña cultura, un demente que se empeñó en construir autopistas y cementerios entre 1933 y 1945.
Puestos a elegir entre las múltiples falsas Alemanias que se atribuyen la autenticidad germana (Austria era, hasta hace un siglo, la auténtica Germania; vino luego Prusia, que en realidad es polaca; más tarde, la Alemania planetaria iba a tener su capital en París; en la actualidad, nadie sabe dónde está Alemania), yo me quedo, sin lugar a dudas, con Baviera. Pero tampoco Baviera me satisface plenamente; lo que en verdad admiro es Munich, capital del disimulo, de la ocultación y del disfraz.
Debo explicarme despacio. Debo comenzar con una identidad algo tópica: Munich es Wagner, como Wagner es Munich; ambos son lo contrario de lo que aparentan; ambos son ejercicios puros de ocultación, máscara y disimulo; ambos representan en grado superlativo los múltiples disfraces de la técnica y del nihilismo; el espectáculo y la escenografía de la nada.
Hasta mi última visita a Munich no había comprendido cabalmente el violento ataque de Nietzsche contra Wagner. ¿Por qué lo acusaba, entre otras cosas, de ser un genio del detalle y de lo minúsculo? ¿No fue Wagner, más bien, todo lo contrario? ¿No fue el titán que movía caracteres sobrehumanos con una potencia hercúlea? La respuesta está en Munich, ciudad que es transposición en piedra de la música de Wagner. Ya Thomas Mann, con infinita malicia, nos había advertido de que Wagner era un artista emparentado con Maurice Barrès, un simulador bajo cuya feroz apariencia se ocultaba un voluptuoso pequeñoburgués ávido de experiencias minúsculas pero embriagadoras; un racimo de nervios alterados cuya sed de lujo, exotismo, primitivismo y estremecimientos estéticos denunciaba un espíritu agotado y un cuerpo exánime. Wagner no es el sobrehumano teutón de la propaganda nazi, es más bien el frágil, perverso y afectado fariseo cuyo nihilismo sólo halla consuelo mediante altas dosis de voluptuosidad.