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Viajes

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Ciento ochenta

 

Qué lugar. Sin duda el fin del mundo. Un erial pedregoso con matas ralas de sabina al que llegué solo en mi viejo Chrysler 180. Me detuve porque ahí se acababa el asfalto. Y la carretera. Bajé. Paseando, a los pocos metros, descubrí que me hallaba en el borde de una terraza fluvial y, al asomarme, en el fondo de aquel abismo oscuro, creí oír el rumor del agua corriendo entre los paredones calizos, o quizá un manantial junto al grupo de chopos que poblaban un saliente del cortado. Decidí volver al coche y, al girarme, vi que este se movía, aproximándose, me sobrepasaba, y desaparecía tragado por el límite de la meseta. No me inquietó ya que en su interior iban varias personas, muchas personas diría, en animada conversación y con los rostros sonrientes. Sin embargo, por curiosidad, regresé al filo. Había un camino, una especie de cañada, prolongación quizá de la carretera, que descendía trazando curvas inverosímiles, cerradas y contraperaltadas. El Chrysler se había despeñado, nadie podía conducir con éxito por aquella trocha, quedando volcado, cabeza abajo, en la pequeña explanada contigua a la chopera. Esperé unos instantes antes de tomar una decisión y, de repente, empezaron a salir, de manera rápida pero ordenada, a través de las ventanillas, en dirección a la fuente, los risueños ocupantes. Pese a la distancia y a la poca luz me di cuenta de quiénes eran esas personas; se trataba de los componentes del Club de Lectura en el que yo había participado esa misma tarde. Faltaban algunos. Los que estarían atrapados en el amasijo de hierros retorcidos en que ahora, de improviso, se había convertido el automóvil. Entre los ausentes, mi amigo Esteban, carpintero regional, y Yolanda Pilmo, a la que adoraba. Por cierto, también faltaba yo, a mí tampoco se me veía.       

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16 de febrero de 2018
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Necrologías 3

 

Murió Albino. Gigante, indeciso, gafas oscuras perpetuas, se le vio durante años pasear, detenerse agotado, apoyarse en las puertas como si fuera a entrar en las casas, vivaquear por ese lugar difuso que es la plaza España, Las Arenas y la avenida Gran Vía ya saliendo hacia el aeropuerto. Muchos debieron de hablar con él porque quedan testimonios de su pensamiento recogidos en la prensa y en varios libros de carácter ligero y misceláneo. ¿Vivía en...? Puede que en la calle Tarragona, en esa tupida red viaria que la flanquea en sentido descendente, en esas casuchas adosadas a los corrales del antiguo matadero, quizá no en una casa sino en un corral, en el corral que albergara a la ternera Celia, la que produjo las mejores carnes de 1956, las que permitieron que el chef Bartrés ganara el premio al mejor fricandó. Pero ahora ¿aún existen esas cuadras? Puede, pero nadie lo sabe con certeza. Quizá, en la base del más elevado de los rascacielos, dejaron un espacio, una burbuja hormigonada, para mantener en pie un minúsculo habitáculo de ladrillo ¿y adobe?: el cubil de Albino. “¡Qué rancho, devoraba ratas!” sentenciaba un malévolo, también los guardias, acicalados, le acusaban de ladrón: restos no sólo cárnicos, también algún pescado y la extraña fruta con sabor a heces. Hubo dos viajes, sarnosos, una turbamulta de pordioseros, enfermeros, clérigos, hermanas de la caridad. Primero a la Meca blanca, en Roma, en busca de la bendición. Segundo al África negra, a socorrer refugiados. Albino destacaba. Su porte. Su palidez. Su fuerte hedor. Peregrinos entre la guardia pretoriana vaticana. Sanitarios entre ventrudas criaturas y madres multíparas. El periodista juvenil y perplejo define a Albino como protoinventor. Cuenta en su columna del diario gratuito que “les regalaron bolígrafos bicolores y Albino supuso que con el rojo escribiría en español y con el azul en italiano (...) se trata de un genio en ciernes, esa maldición bíblica y real de las lenguas queda solventada con un ligero artilugio que nuestro hombre quiere desarrollar a partir de un souvenir de atrio de iglesia”. África no propició un invento de menor importancia. Albino anticipó a Lovelock y Sartori y comprendió que la solución no estaba en curar negritos sino en evitar que nacieran tantos. Enseñó a la corresponsal del Post una cacerola oxidada de la que colgaban cables al tiempo que le advertía que el dolor en esos países era insoportable y que con esta máquina, con el Detector-Medidor de Sufrimiento, iba a convencer de una vez por todas a las autoridades mundiales para que iniciaran una campaña seria y definitiva de control de la natalidad. “El problema hay que cortarlo de raíz”, repetía, “nada de parches, Albino no quiere ver más mujeres y niños sufriendo”. El fotógrafo Pablo J. Pérez obtuvo, estas Navidades, su última instantánea y sus últimas palabras. Acurrucado en el portal de la Casa de la Papallona, Albino se disponía a afrontar su última noche de vida, abrazado a una bolsa de plástico. “¿Qué llevas ahí?”, le preguntó J. Pérez, a lo que Albino respondió: “llevo un alijo de polvorones”. 

 

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16 de enero de 2017
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Necrologías 1

 

El novelista Bruce “Snake” Tenser falleció el pasado 27 de diciembre en el St. John’s Health Center de Santa Mónica, California, a los 83 años de edad víctima de una inflamación intestinal conocida como colitis isquémica. Tenser, noveno hijo de una familia de inmigrantes judíos lituanos, se abrió camino en el incierto mundo de los cantantes adolescentes de su localidad natal -Júpiter, Florida- gracias a la brutalidad de sus baladas. En 1940, recién cumplidos tres lustros, acepta escribir mensualmente, en un diario local, una columna de carácter escatológico. En 1944 crea el detective Farmer McDevlin, personaje que ayudado por el conserje corrupto de un viejo hotel resuelve de modo impecable los frecuentes crímenes de la ficticia ciudad de Atenetia. La década de los cincuenta supone el espaldarazo definitivo a su obra literaria: inicia la publicación, en pulps y fanzines, de historietas protagonizadas por un infrahombre, el pétreo coronel Lawrence, que movido por un intenso odio a la raza humana no deja, prácticamente, títere con cabeza. “Lawrence es un soldado”, sintetiza la propaganda, “que no responde a ningún precepto, su furia aniquiladora se ceba siempre en los más débiles ya que considera, acertadamente, que apenas tienen capacidad de respuesta”. Tenser, gana, en 1964, el premio que concede una asociación de lectores de novelas policiacas vinculada a los rosacruces y que según su agente literario, John Carlino, “aquilata a la perfección la estima que la obra de Bruce despierta en el pueblo americano”. Con The Gin Game (1972) consolida el primer puesto en la lista de autores de novela breve. “Una narración”, se apunta en la contraportada, “de ritmo trepidante, de estilo seco y descarnado, en la que una mujer negra y sorda, Tammy Klinger, de profesión cocinera, recorre Estados Unidos practicando certeras hemorroidectomías a novicias y monjas atrincheradas en monasterios y conventos”. La experta viaja en un Chevrolet blanco y azul del 54 a cuyos mandos, y para cualquier tipo de necesidades, se halla Bruce Tenser apodado “Snake” por la longitud y sinuosidad de su miembro. El éxito de la obra anima al autor, y a su agente, a utilizar de nuevo a los dos héroes en la siguiente entrega: Gunsmoke Miracle (1974). De hecho, en los treinta títulos que vendrán después, se mantiene la misma estructura narrativa al tiempo que, la cocinera Klinger y el agente Carlino, van equiparando sus personalidades hasta resultar, en bañador, indistinguibles.

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3 de enero de 2017
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El abejaruco y el hombre

 

 

Describe Derek Watson en el segundo de sus Viajes Naturalistas (1869) la impresión que le causó un bando de abejarucos volando “entre una espesa calina, a bastante altura, sobre un amplio barranco seco y pedregoso” del sur de España. Parece ser que “la cegadora y blanca luz que impregnaba el cielo y las abruptas laderas” no permitía ver qué aves eran las que producían “un peculiar griterío” y el ornitólogo inglés –poco ducho por aquel entonces en la identificación auditiva- tuvo que esperar, pese al “insoportable calor”, a que a mediodía se disipasen las calinas y así comprobar que se trataba de las “gráciles y multicolores avecillas” conocidas en el mundo científico por Merops apiaster  (Merops y apiaster nombres griego y latino de un ave comedora de abejas). 

 

Camino ya de Londres se detiene en la ciudad de Burgos donde es invitado a una reunión en el Gabinete de Recreo (sic). En el inmenso caserón, la inteligencia local, quizá con mayor afectación que la acostumbrada, discute sobre los últimos y prometedores avances científicos. Terminado el coloquio, “no excesivamente interesante”, y “caminando pausadamente por un sombrío pasillo de la planta baja”, se abre de improviso una pequeña puerta que es rápidamente cerrada por “un individuo que disponiéndose a salir, retrocedió en seguida al ver la comitiva de sabios y respetables ciudadanos”;  pero en el brevísimo intervalo en que permanece abierta, Derek Watson vislumbra “una sala grande donde formaban corros hombres de pie y sentados”. Al día siguiente, domingo, último de su estancia en Burgos, “a eso de las once de la mañana”, y con la excusa de visitar la ciudad, se ausenta de casa de sus anfitriones y se dirige solo al Gabinete de Recreo. Entra en el edificio, preocupado por si no va a encontrar la misteriosa puerta de la noche anterior, pero cuál es su sorpresa al hallar el pasillo iluminado, lleno de gente, y con dos puertas abiertas a una gran sala rectangular donde “numerosos personajes” juegan a las cartas, mientras en un rincón, apoyados en un mostrador, otros consumen bebidas. 

 

Ya había comprobado en un lugar parecido a éste, en un pueblo cercano a la ciudad de Córdoba, como esos “hombrecillos viciosos, jugadores empedernidos, iban y venían de sus casas al casino, cabizbajos, presurosos, con la actitud del honrado tendero que periódicamente frecuenta el prostíbulo”. Pero es que también aquí se repetía un curioso hecho; cuando “los componentes de una partida”, ya sentados, pedían a alguno de los “mirones” que les completaran la mesa, éstos, invariablemente, rehusaban, e invariablemente lo hacían mediante la siguiente fórmula: “no, que he de ir a misa” ó “no, que aún no he ido a misa” ó “no, que me voy a misa”. Sigue Derek: “en seguida me di cuenta de que esa fórmula que con tan mínimas variaciones repetían los asistentes a la sala de juego debía de ser una especie de contraseña que pronunciarían también en otros lugares y que como tal contraseña contendría un mensaje destinado a satisfacer a los que la escucharan”. Nuestro ornitólogo, espoleado tal vez por el vino castellano, estaba a punto de realizar un descubrimiento: el porqué del griterío de los abejarucos entre las calinas, su archifamosa Teoría de la Cohesión de las Aves Gregarias. 

 

 “Vi claro que los hombrecillos viciosos, pese a ser ellos los que mantenían con el gasto de cantina y la comisión de las apuestas el pomposo Gabinete, eran conscientes de su inferioridad ante los sesudos y honorables caballeros de las reuniones científicas”. “La pasión por el juego” era “el pecado nefando” que los diferenciaba expulsándolos a aquella “catacumba” donde, rehusando cualquier invitación a consumarlo, aprovechaban además para proclamar, con notoriedad, su condición de creyentes –este era un país donde las mezclas tanto de razas como de clases sociales no estaban bien vistas-. Los cristianos viejos, como los abejarucos, debían indicar con claridad su presencia a los demás, informándoles de sus credenciales para así sentir el amparo de su grupo social, del bando en vuelo por peligrosos parajes. Ciento treinta y ocho años después el griterío de cohesión entre las calinas, gracias al viril empeño de escopeteros y demás excursionistas, se ha ido perdiendo; de las catacumbas no hay noticia, al menos de carácter oficial, aunque de vez en cuando, según opinión de algunos, todavía retumban... pero serán los ecos.

 

 

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1 de noviembre de 2016
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Historias de Formentor y 4

 

La Salamanquesa Común (Tarentola mauritanica) es un reptil de la familia Gekkonidae, de pequeño tamaño, que habita en la Península Ibérica exceptuando el tercio norte. De presencia habitual, en las noches calurosas, en  las fachadas de las casas de campo, al acecho de los insectos que se acercan a las lámparas, fue uno de mis acompañantes favoritos, durante mi infancia y mi adolescencia, en los veraneos en la costa meditarránea. Luego, al trasladar mi residencia a los Pirineos, dejé de disfrutar de su presencia, hasta que en los últimos años, sin duda por el calentamiento global, se le ve en algunas “islas de calor”. Su llegada al norte de España, a bordo de cajas de frutas y verduras procedentes de Andalucía y Levante, debe de ser un episodio antiguo y hasta cierto punto frecuente pero, no ha sido hasta ahora, al subir las temperaturas, cuando ha podido sobrevivir y, quizá, reproducirse. En Baleares, donde la especie no es autóctona, debió de llegar, en tiempos históricos, en los barcos que cubrían las rutas con la península. Llamado dragón o endragón en el ámbito familiar de mi niñez, compruebo que en Mallorca es llamado dragó; habrá que ver, cuando las poblaciones de salamanquesa prosperen en el Pirineo y los humanos necesiten nombrarla, qué apelativo le aplican.     

 

El Hotel Formentor dispone de un huésped muy especial, un ejemplar macho de salamanquesa refugiado durante el día tras un cuadro de una sala próxima a los jardines y que, al atardecer, sale a la busca y captura de polillas y demás invertebrados. Nuestra amistad surgió el año pasado, durante las Conversaciones, cuando él era un individuo minúsculo, recién nacido, pero que ya emitía agudos chillidos (propiedad insólita entre los saurios), lo que me permitió localizarle, imitarle y ofrecerle una mosca moribunda de las que siempre llevo provisión en los bolsillos de la americana. Aurelio Major es un buen amigo y buen poeta del que hasta el momento desconocía cuál era el contenido de los bolsillos de su americana. Aurelio debió de verme cuando yo dialogaba con el dragón y le suministraba alimento y, quizá porque él iba a lo mismo y yo me interpuse, no quiso, en un rasgo de discreción, sorprendernos. Una hora después, se acercó con semblante serio, de alta complicidad, extrajo algo de un bolsillo, lo dejó en uno mío, musitando que, por favor, no lo sacara hasta que él ya volara hacia Lérida. Así lo hice. Era un geco de plástico, una excelente reproducción a tamaño natural de un Geco Enlutado (Lepidodactylus lugubris), fabricada en Méjico, país donde Aurelio Major fundó la Hermandad para la Comprensión y el Uso del Lenguaje de los Gecónidos; ese gesto, la entrega secreta de la figura suponía que yo era aceptado en la Orden, me convertía en miembro, en Hermano, menor por ahora.

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27 de septiembre de 2016
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Comiaces

Existe (o existía) un vasto lugar, un territorio abrupto e inaccesible, en el oeste de la provincia de Salamanca, al norte aproximado de Ciudad Rodrigo, que hoy aparece, en mapas y planos, como un  despoblado, como un espacio en blanco a salvo de símbolos que indiquen algún modo de intervención humana. En 1962, un grupo de investigadores alemanes lo recorre. Habían entrevistado en un hospital de Sigmaringen al último oriundo vivo de Comiaces, una aldea ya entonces borrada de los catastros, y que según J. H. H., era la capital de lo que hoy denominaríamos una comarca o subcomarca. Este hombre, arrastrado por el flujo migratorio, llega a Alemania a mediados de los  cincuenta y lleva hasta su muerte –a los sesenta y cinco años, a los pocos días en que es descubierto para la ciencia- una vida placentera: residente en las cloacas, nutrido de miasmas, sin la necesidad de hablar con nadie (parece estar más cerca del dominio infuso de la lengua alemana que del recuerdo de la lengua española que sólo balbucea incorporando, eso sí, elegantes alaridos y elocuentes gestos). Tratado por un equipo de psicólogos y antropólogos de la universidad de Stuttgart, se logra fijar el punto exacto de procedencia y precisar algunos datos biográficos  pese a la obstrucción manifiesta del consulado español que sólo quiere su urgente repatriación para su internamiento en un manicomio. Dado el cariz de las revelaciones, se organiza un viaje, con el pretexto, ante las autoridades españolas, de acompañar el cadáver hasta su enterramiento en la aldea. No vamos a describir las peripecias de la prospección sino los resultados. Antes de ser embalsamado se le practica la autopsia confirmándose la naturaleza ósea de la protuberancia situada en la nuca. En las ruinas de Comiaces –así como en las de otros cinco núcleos de población próximos-, en los desvanes de lo que pudieron ser viviendas, hallan varios objetos de madera toscamente tallada que invocan a tamaño natural la naturaleza de un cordero con dos cabezas de diferentes dimensiones siendo, una de ellas, no siempre la mayor, de apariencia humana. En la ladera de un cerro, que equidista de los poblachos, encuentran el gran corral donde, según J.H.H., se encerraba a las criaturas mixtas que sobrevivían al parto y que eran visitadas alternativamente por las mujeres –¿sólo sus madres?- para alimentarlas, y por los hombres para satisfacer su apetito venéreo. Sin mucho esfuerzo se sacan de la paja y el estiércol varios esqueletos, todos bicéfalos, presentando el mismo abanico de posibilidades que presentaban las esculturas: la cabeza humana y la de aspecto ovino alternan en su desarrollo, pero siempre situadas una detrás de otra. Incluso hallan algo de piel adherida a los huesos de las piernas, una especie de lana que les conferiría porte de oveja, acentuado por la postura cuadrúpeda; vencido el cuerpo por el peso de las testas haría incómoda la marcha bípeda. En 1980 se publica un trabajo en Francia, sin resonancia académica alguna, acerca de las oleadas de singularidad morfológica en humanos: se citan los casos de anancefalia en los Pirineos y de bicefalia en el oriente portugués; siempre en espacios de tiempo superiores al año e inferiores a los diez y sin aparente periodicidad. Para Portugal 1896-1904, 1920-1922, 1931-1932, 1939-1946, y para los Pirineos 1828-1837, 1900-1902, 1910-1915. Afectan, dentro de esos espacios, al 50% de los nacimientos, aunque, en su mayoría, el grado de desarrollo de la malformación es bajo, dependiendo, la esperanza de vida, de ese grado de desarrollo: los bicéfalos perfectos no alcanzan nunca los 12 años, teniendo en cuenta que sólo el 25% de los concebidos superan el parto.  

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18 de febrero de 2016
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Restaurante Sánchez

 

Cuenta Roberto de Robertis, en su relato “Lamer los costados”, que acostumbraba a detenerse en la ciudad de Albricia cuando viajaba a Puerto Lagos y a otras localidades de la costa. Parece que en Albricia mantenía amistades del colegio y del instituto, de los años en que vivió en casa de sus abuelos al fallecer sus padres en un accidente de tractor. Roberto gustaba de reunirse con sus condiscípulos en el bar de Joe el Maestro y luego comer, de forma reposada y larga, en el viejo restaurante de los hermanos Sánchez. Una de las veces, quizá ya una de las últimas en que paró en Albricia, sucedió que durante la comida alguien encontró un diente de rata en el interior de un ñacle, un tipo de empanadilla de harina de centeno rellena de huevo duro y carne vacuna picada. La vez siguiente, quizá la penúltima en que paró en Albricia, alguien encontró los huesos de la pata delantera derecha de un topillo pero, ante su asombro, la reacción general fue celebrarlo, coger la pata y guardarla en un bolsita de tela que parecía llevaban ya dispuesta. En su último viaje, Roberto fallecería de un accidente de tractor a las pocas semanas, fue invitado a visitar el Museo de Zoología Sánchez, una institución creada con los fondos suministrados por los pupìlos del restaurante Sánchez y cuyo fin era mostrar los esqueletos, perfectamente montados, de las más características especies de la fauna regional.      

 

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3 de diciembre de 2015
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