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Crash

Por 27 de agosto de 2017 Sin comentarios

Jorge Volpi

La primera acción -llamémosla así- fue tan sofisticada como un blockbuster hollywoodense: una siniestra (y brillantísima) mente criminal, el plan concebido con la minuciosidad de un relojero, un grupo de cómplices con las habilidades de Misión Imposible, fanáticos jamás reñidos con las vertientes más prácticas de una conjura internacional, meses de paciente entrenamiento y rencor secular, acumulación de pertrechos y gadgets al estilo James Bond, la irritante mezcolanza de una modernidad rabiosa y la más rancia antigüedad. Una nauseabunda "obra de arte" -por decirlo Stockhausen se hundió en el oprobio- que creó una de esas imágenes inmarcesibles que no podemos dejar de mirar.

            Al convertir aviones de pasajeros en armas de guerra (rehenes transmutados en misiles), Bin Laden y los suyos lanzaron al Occidente tecnológico contra sí mismo: la conquista del aire, sueño ilustrado donde los haya, devenida en pesadilla. Si volar como quien se sube a un caballo o una carreta, práctica tan poco natural para un bípedo terrestre, encarnaba ya un sinfín de miedos -piénsese en Aeropuerto 75 y secuelas hasta la desopilante Serpientes en el avión-, a partir del 2001 los anodinos aeropuertos civiles fueron reconstruidos como fortalezas.

Desechando cualquier presunción de inocencia, a partir de entonces cada pasajero, niños, ancianos y personas con capacidades diferentes -hay que ver con qué celo se registran carriolas y sillas de ruedas-, son amenazas en potencia: se nos invita a desconfiar unos de otros, a denunciar cualquier conducta sospechosa (como si supiésemos lo que esto significa) y se nos desnuda (literalmente) con escáneres cada vez más potentes sumados al manoseo policíaco al que hemos terminado por acostumbrarnos. Una de las mayores consecuencias del terrorismo es la docilidad con que nos sometemos, gustosos o resignados, a estas humillaciones cotidianas.

Como era de esperarse, la maniobra fue tan exitosa y tan rotunda que repetirla se volvió imposible. Conscientes de las dificultades añadidas, los terroristas, tan pragmáticos en lo terrestre en aras de obtener el gozo eterno, rebajaron sus expectativas. Apartados de los aeropuertos -y las academias de pilotos-, optaron por retroceder un siglo y medio y apuntaron hacia el ferrocarril, el gran emblema de la modernidad decimonónica. Luego de Madrid, los islamistas consiguieron que las estaciones de tren, tan olvidadas e inmutables, también se llenasen de cámaras, agentes encubiertos y uniformados, escáneres para pasajeros y maletas.

De nueva cuenta, los astutos agentes de Al Qaeda reinsertados en el ISIS -meras franquicias delictivas- cambiaron de miras. Primero aviones, luego trenes, luego… autobuses. Y otra vez consiguieron redoblar la vigilancia de los paraderos. ¿Qué quedaba después? No se necesita una carrera en los órganos de inteligencia para imaginar que, al final, estarían a su disposición los verdaderos símbolos de nuestra sociedad petrolizada: no los aviones, reservados a las clases pudientes, ni los transportes públicos, cada vez más depauperados, sino los automotores particulares: coches, camiones, camionetas…

Desde hace un siglo, hemos rediseñado (y destruido) nuestras ciudades para regocijo de los automovilistas: millones de unidades en circulación, pruebas fehacientes del individualismo, el libre mercado, la globalización y el neoliberalismo que dominan nuestra era y que, a diferencia de aviones, trenes y autobuses, no pueden ser controlados en modo alguno. El grado cero del terrorismo motorizado: la furgoneta-arma de combate.

Si cada año muere más de un millón de personas en accidentes de tráfico, nuestros vehículos ahora son nuestros mayores enemigos: Christine, la bestia mecánica de Stephen King, con mente islamista. Porque esta vez, como quedó claro en Niza o Barcelona, hay poco qué hacer: cualquiera saca una licencia, compra o alquila un coche y se enlista como fitipaldi-kamikaze. Ante esta indefensión absoluta, quizás se pueda esgrimir una esperanza: el terrorismo pierde su eficacia cuando deja de provocar terror. Las Ramblas rebosantes el día posterior al atentado son la mejor respuesta -acaso la única- a la sinrazón. 

 

Twitter: @jvolpi

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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