Félix de Azúa
El taxi sube por la calle Aribau con suavidad; la sensación es aérea, con el casi imperceptible balanceo de un avión que alcanza los diez mil metros. La noche está particularmente tranquila y silenciosa, no hay nadie por las calles, parece un sueño. Las luces del alumbrado se deslizan con lentitud sobre el asfalto como haces de faro. Es una atmósfera submarina.
Al llegar al cruce de Muntaner con Vía Augusta, sin embargo, se divisa un discreto grupo compacto, apiñado. Estamos detenidos ante la luz roja, los veo a lo lejos. Cuando cambia el semáforo advierto la moto tumbada junto a una ambulancia y dos coches de policía. Unas piernas de mujer, sin zapatos, salen por debajo de uno de los coches. Un grupo de hombres, en pie, inmóviles, podrían ser maniquíes.
Las luces azules giran despacio, las luces amarillas destellan rápidas, nerviosas, las luces del semáforo se abren y se cierran. La ambulancia dispara su sirena pero no emprende la marcha. Nadie se mueve. Parece que algo va a suceder pero no sucede nada. Por un instante imagino que introduzco una moneda y la escena se pone en movimiento. El taxi continúa su camino.
He viajado sin percatarme a los carruseles de mi infancia, a las ferias, a los farolillos azules, amarillos, verdes, rojos, a la sirena del tiovivo que anunciaba el primer giro. A los autómatas del Tibidabo. Quizás a un accidente olvidado.
Se llamaban “atracciones”.
En aquellos años no podía yo entender esa palabra, “atracciones”, y sigo sin entenderla.