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El huevo y la gallina

Por 1 de febrero de 2006 diciembre 23rd, 2020 Sin comentarios

Félix de Azúa

Hay una carrera hacia los orígenes que ninguno de los contendientes ganará jamás, pero que tiene gracia porque ilumina sobre ciertos nudos del cerebro que sueltan chispas cuando hay sobrecarga.
Las teorías sobre el origen de la música son innumerables pero últimamente se han multiplicado gracias al interés que despierta en la ciencia cognitiva. No hay acuerdo. Que es una imitación del grito de los animales (Geissmann), que tiene una función biológica similar al chirrido de las cigarras (Richman), que facilita los rituales del celo (Miller & Merker), que es resultado y memoria del cuidado materno (Dissanayake)…
La teoría que más éxito tiene y ha tenido es la que de Rousseau a Merker supone anterior el canto al habla. Primero empezamos a entendernos con gritos y aullidos (de horror, de deseo, de hambre, de amenaza, de aviso, de placer) y poco a poco fuimos articulando las emisiones hasta convertirlas en magníficas catedrales sintácticas.
Para cualquier aficionado, no obstante, es evidente que la música cantada imita al habla. Numerosos compositores, como Janacék, han construido todo su arte vocal sobre las peculiaridades de un idioma. Y lo que nos ha llegado de la música arcaica no hace sino imitar las bases rítmicas de los hablantes. Los modos griegos, por ejemplo, o la respiración de los neumas gregorianos. Incluso el estridente maullido de algunas músicas chinas es similar a la entonación hablada, como comprobamos cada vez que vemos películas con banda original.
¿Primero cantamos y luego hablamos, o fue al revés?, no lo sabemos. Esa carrera no la va a ganar nadie. Puede que el lenguaje derive de la música o que la música imite al habla, el caso es que ambos se construyen mediante la lucha de dos fuerzas opuestas, el ritmo (el sistema métrico) y la altura tonal que ordena secuencias y sitúa notas en una escala (la melodía).
Una estructura fija y otra abierta. Una parte de razón y otra de pasión. Orden y arrebato. Danza y canto. Apolo y Dionisos.
Tiene gracia, como digo, que la severa ciencia cognitiva confirme al teórico de la dinamita ideológica, al lírico Friedrich Nietzsche.

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Félix de Azúa

Félix de Azúa nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Ha publicado los libros de poemas Cepo para nutria, El velo en el rostro de Agamenón, Edgar en Stephane, Lengua de cal y Farra. Su poesía está reunida, hasta 2007, en Última sangre. Ha publicado las novelas Las lecciones de Jena, Las lecciones suspendidas, Ultima lección, Mansura, Historia de un idiota contada por él mismo, Diario de un hombre humillado (Premio Herralde), Cambio de bandera, Demasiadas preguntas y Momentos decisivos. Su obra ensayística es amplia: La paradoja del primitivo, El aprendizaje de la decepción, Venecia, Baudelaire y el artista de la vida moderna, Diccionario de las artes, Salidas de tono, Lecturas compulsivas, La invención de Caín, Cortocircuitos: imágenes mudas, Esplendor y nada y La pasión domesticada. Los libros recientes son Ovejas negras, Abierto a todas horasAutobiografía sin vida (Mondadori, 2010) y Autobiografía de papel (Mondadori, 2013)Una edición ampliada y corregida de La invención de Caín ha sido publicada por la editorial Debate en 2015; Génesis (Literatura Random House, 2015). Nuevas lecturas compulsivas (Círculo de Tiza, 2017), Volver la mirada, Ensayos sobre arte (Debate, 2019) y El arte del futuro. Ensayos sobre música (Debate, 2022) son sus últimos libros.  Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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