Félix de Azúa
Por una cruel casualidad, la primera novela escrita por los hermanos Goncourt debía aparecer a la venta el mismo día en que tuvo lugar el golpe de estado de diciembre de 1851. Cuentan en sus Diarios la desesperación con la que ambos corrían jadeantes por las calles buscando en los muros el anuncio del editor con la noticia de su novela. Pero todos los muros de París estaban empapelados con los edictos del directorio y los panfletos y arengas del nuevo régimen. Volvieron a casa vencidos, derrotados, maldiciendo la revolución. Ese día, hundidos y desesperados, juraron odio eterno a Napoleón III.
Los Goncourt, gente irónica y de muy notable inteligencia, eran conscientes de su vanidad, de su frivolidad adolescente, de la profunda estupidez que delata dar mayor importancia a un éxito personal efímero que a una convulsión social que iba a transformar la vida de Francia durante décadas. En sus Diarios, los Goncourt se burlan de sí mismos.
No creo que los actuales jefes de partido, de gobierno, de gabinete, tengan esa ironía. Me los imagino cada mañana lanzándose como frenéticos hermanos Goncourt al recorrido histérico de la prensa en busca de su miserable triunfo cotidiano y desesperados porque los periódicos traen la foto de De Juana Chaos, de una explosión en algún barrio de Barcelona, de una matanza en Bagdad, o las declaraciones de un botarate que quiere legalizar la coprofagia. Y luego, abatidos, derrotados, entregando el dossier al jefe y jurando odio eterno a quien les disputa la primera página.
Me los imagino como adolescentes insensibles a todo lo que no sea el iris de su burbuja narcisista. Me los imagino perfectamente ajenos a lo que está malbaratando nuestras vidas y la de centenares de miles de personas a las que sus triunfos personales nos traen sin cuidado y en cambio observamos horrorizados la decrepitud de una democracia que no tiene ni medio siglo de vida.
Y me los imagino incapaces de entender que a todos los demás nos dan náuseas sus carteles, cuando finalmente aparecen.