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Radio Latina en un vuelo a Lima

 

Ni en el tango sobre volver con la frente marchita, ni en la ranchera que reitera quiero volver, ni en el vals que promete que todos vuelven, nadie, en verdad, regresa. En cada caso se trata de la pesadilla despierta de volver. O sea, de un fantaseo masoquista que pone a prueba el lenguaje y la paciencia. Como dice un cuento de Alfredo Bryce Echenique a propósito del peruano que en París anuncia, “sonriente y optimista” que regresa a su país: “La sonrisa le quedaba muy mal.”  Los mexicanos, en cambio, saben cuando volver: “Si muero lejos de tí.” En “Si vas para Chile,”  el chileno no va. Y el que protesta que se va “pal pueblo,” no ha salido de él. En Madrid, cuando alguien  anuncia “Me voy al pueblo” declara que está harto de la humanidad.

 

Donde quiera que vayas la ciudad estará contigo, o al menos una incierta traducción del poema de Cavafis.

 

La ciudad donde viviste demasiados años, te seguirá.  Dicho de otro modo: camines las calles que sean, serán la misma calle.  Tal vez el poeta dijo que al andar no se hace camino: el camino te hace. Pero el mismo caminito te obliga a caminar de regreso.  La ciudad, en fin, es un cuadrado vicioso.  Pessoa imaginó tal vez 70 heterónimos para leer lo que habría querido escribir, incluso en inglés; alguno abadonó la ciudad; otro navegó por Oriente, y al volver escribió: “Vuelvo a Europa descontento.” O sea, no he salido del discurso.

 

Baudelaire, en cambio, no vió la ciudad con melancolía. Vio desde su ventana pasar al hombre que transporta vidrios (un emblema de la ciudad modernista) y se imaginó la piedra que podría demoler ese espejo. Benjamin anotó que para Baudelaire la ciudad tenía la forma de su mayor mercancía: la prostituta.  (“La mercancía emerge en Baudelaire como el contenido social de la forma alegórica de la percepción. Forma y contenido están unidos en la prostituta, como su síntesis,”  The Arcades Project, pag. 335). En ella el comercio pagaba su dominio urbano. 

 

Me pregunto qué veía Benjamin tras los pasos de Baudelaire, de paseo por los bulevares.  En las galerías de París creyó ver que el lector elegía un libro del poeta y  que la poesía lo reconocía como consumidor privilegiado. No vio el mundo en un libro sino la ciudad en un lector. La prostituta (el comercio), la poesía (el lenguaje) y el lector (el consumidor) armaron, en la imaginación alegórica de Benjamin (que Adorno le reprochó acremente, a nombre de la razón, o sea, de una disciplina académica), esta manera de descifrar un discurso dentro de otro. Esa figura se abre en la trama de la lectura. Y es una nostalgia (irónica) del sentido (improbable).

 

Fui a Soria tras los pasos de Machado y, como a cualquier lector suyo, se me encogió el corazón.  Me temo que el trayecto de sus pasos sería el mismo: de su segunda planta (si fue una segunda planta) a su pequeña aula de francés (habrá leído fábulas didácticas); y a su sillón del Club (discurren los mismos contertulios, o sus nietos, hablando de fútbol). Y al cementerio, donde Leonor comparte una tumba de pobres. 

 

Pudo, por ello, encontrar en la ironía la entonación moderna del español urbano.  Siempre creí que Campos de Castilla es un gran tratado del ritmo no del verso sino de la prosa rimada. Esos campos son una invención de la imposibilidad lírica: una construcción prosaista (la dicción poética ya no es versal, es prosódica); es decir, un discurso de la ciudad.

 

La ironía es la inteligencia del habla española, ajena a la rotundidad, capaz de decir más con menos. Y sabia en el silencio, requerido por una lengua que no había pasado aún por la crítica del lenguaje.  Si Baudelaire era consciente de que se había perdido “el aura del poeta,” Machado es nuestro primer poeta civil.

 

No queremos esta ciudad, sospecho que nos dice. No vale la pena volver a ella.

 

Porque la ciudad del diálogo, que ayudó a fundar a costa de su vida, nos sigue siendo negada por la incólume mentira diaria. Hoy no es la prostituta el emblema de la mercancía y la ciudad. Lo es el lenguaje, su prostitución en el mercado y en la violencia mutua.

 

Becektt, otro descreído de la ciudad del Comercio universal, escribió: “Personalmente, no tengo nada contra los cementerios.”  Un heterónimo machadiano añadiría: “Salvo, claro, los cementerios.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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21 de agosto de 2010
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Gómez, Jiménez y Lissavetzky

  

        

            Gracias a Tomás Gómez el verano está siendo muy animado en el terreno de la literatura de intriga política. Gracias a él, Madrid ha saltado a las playas, a las montañas, a las casas rurales, ha empequeñecido la presencia de los controladores aéreos (un sector, siempre con la espada en alto de sus privilegios, del que estamos todos hartos) y está compitiendo con las catástrofes naturales que año tras año componen la cara amarga de las vacaciones. Porque el verano siempre es inocente, infantil y bello hasta que comienza a ser trágico. El cielo y el infierno en una misma moneda. Empieza con las imágenes del verde esmeralda o azul turquesa del mar, con la cerveza helada que nos espera en el chiringuito después de una travesía cansina por la arena, con el dejarse llevar sin pensar en las preocupaciones de todos los días. Rayos dorados que se nos cuelan dentro y se van repartiendo por todo el cuerpo amansándonos como si estuviéramos en otro mundo mejor. El verano empieza con un viaje que nos entusiasma a algún lugar lejano, con las ganas de acabar con la rutina y las obligaciones. Pero la cara amable se acaba cuando llenan las pantallas de los telediarios las imágenes apocalípticas de los incendios, las inundaciones y tragedias que no encajan en unas semanas que tendrían que ser un paréntesis de silencio y de libertad, de pereza, una larga siesta como las de antes,  una tregua cósmica para descansar de nosotros mismos.

            En cambio este año gracias a Tomás Gómez, a su osadía, rebeldía, ambición o lo que sea, se ha comenzado a tejer una historia bastante entretenida en que Trinidad Jiménez nos resulta más rubia y atractiva que nunca y Jaime Lissavetzky sale de las eternas gradas de los eternos partidos en que estamos acostumbrados a entreverle para materializarse ante nosotros como un ser humano que lleva gafas, barba, trajes. Es como si hubiera dejado de ser sólo un apellido sonoro mezclado con los nombres de los deportistas para soltarle a Gómez en su cara que votará a Trinidad Jiménez porque le parece mejor candidata para vencer a Esperanza Aguirre. Gómez no tiene un apellidazo, ni el apoyo del "jefe", pero por arte de magia cada gesto en su contra le favorece. No sé si será porque en verano estamos más sueltos y nos dejamos llevar pero la escena en que la Ministra de Sanidad y Lissavetzky hacen tándem y se confiesan su apoyo sin fisuras dejando a Gómez arrinconado ante los ojos de los votantes, nos resulta antipática. ¿Quién no se ha sentido alguna vez en la vida como Tomás Gómez? ¿Quién no se ha sentido no querido, expulsado del grupo? ¿Quién no ha sido alguna vez el niño que jugaba solo mientras los otros hacían grupo y se reían juntos? ¿Quién alguna vez no se ha armado de valor, se ha puesto sus mejores galas y ha ido a una fiesta sin ser invitado? ¿Quién no ha dicho hasta aquí hemos llegado, yo también quiero estar? ¿Quién no se ha hartado de que le marquen el camino que ha de seguir y que le digan que tiene que conocer sus limitaciones? ¡Qué limitaciones ni qué narices! ¿Y las tuyas?

Seguramente ni Trinidad Jiménez ni Lissavetzky han calculado cómo podría calar en el espectador este momento de patio de colegio por mucho que en algunos medios se hable de Gómez como un hombre de desmedida ambición política. Ambición, lo normal en un político. La cuestión es si al mismo tiempo es un buen servidor público. El caso es que la figura de Tomás Gómez ha pasado de ser indiferente a intrigar, a interesarnos. Me gustaría saber más. Percibimos que hace deporte y que se cuida ¿de cara quizá a un futuro más glorioso? Y nos lo imaginamos móvil en mano controlando el PSM. La palabra "control" se le aplica continuamente y como "la ambición" tampoco le hace daño porque se supone que Gómez hace lo que hace porque controla, lo que no sería bonito es que abusara. Gracias al arrojo de su Secretario General, el PSM ha dejado de ser unas siglas mortecinas y por eso algunos aventuran que todo este juego de poder no será más que una operación de marketing para hacer visible a Gómez. Ni en sueños, el mejor marketing es el que surge de una forma natural, el que se desprende de hechos reales. De todos modos, no es un gran mensaje para los ciudadanos que el PSOE busque el mejor candidato para ganar a Esperanza Aguirre; sería mejor hablar de un buen Presidente para la Comunidad de Madrid. Esperanza Aguirre se alimenta del miedo que se le tiene, bastante injustificado porque si está donde está fue por el famoso tamayazo. Sería mejor dejar de pensar tanto en ella y concentrarse en pensar en Madrid.

 

           

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

           

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21 de agosto de 2010
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Lesa urbanidad

Del edificio con el número 216 salió un crujido penetrante segundos antes de que las paredes se separaran y se desplomara el techo. La fachada cayó hacia delante a una hora de la madrugada en que no había nadie en la acera. El polvo flotó durante varios días y se pegó en la ropa de los curiosos que iban a mirar y a sacar algunos ladrillos entre el amasijo de vigas, maderas y baldosas. La cuartería de al lado no sufrió demasiado y los vecinos le sacaron provecho al derrumbe, pues les dejó libre una pared en la que podrían abrir nuevas ventanas. Un año después, donde había estado la derruida edificación de dos plantas, se acumulaba la basura de todo el barrio y los paseantes orinaban en los recovecos que formaban las columnas. Los habitantes fueron a parar al albergue conocido como Venus, que está a pocas cuadras de la estación central de ferrocarril. Llegaron allí con la esperanza de que sería una estancia breve entre los tabiques y las sábanas colgadas a manera de paredes. Sin embargo, llevan más de 20 años en las húmedas estancias llenas de literas apretadas. Sus hijos han crecido allí, se han enamorado y procreado  mientras comparten el baño colectivo y la cocina de paredes ennegrecidas por el hollín. En un principio creyeron que los reubicarían en un mejor lugar, pero los huracanes y el deterioro han empeorado el fondo habitacional y miles de personas se suman cada año a la lista de damnificados. Con el tiempo, han olvidado la sensación de abrir la puerta de una casa propia, quitarse la ropa en una habitación sin pensar que decenas de ojos

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21 de agosto de 2010
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I. Una de vampiros

No recuerdo si me lo contó Jon Lee Anderson, o lo he leído en alguna de sus crónicas, pero el caso es que alguna vez entrevistaba en Bucarest al dictador Nicolás Ceausescu y el diálogo llevaba mala fortuna porque aquel hombre desconfiado regateaba las palabras, hasta que al entrevistador se le ocurrió hablarle del legendario príncipe Vlad, conocido como "el empalador", cruel y feroz con sus semejantes, pero que en la historia de Rumanía pasa por un héroe de la resistencia contra los turcos. Esta mención bastó para que a Ceausescu se le iluminara el rostro y empezara a extenderse sobre las hazañas patrióticas de Vlad, con lo que quedaba claro que hablaba de sí mismo. Ceausescu era Vlad, o se creía Vlad, quería encarnarlo.

El conde Drácula, el personaje sediento de sangre, dotado de vida eterna y afilados colmillos, creado en su novela de 1897 por Bram Stoker, es un sucedáneo del viejo príncipe Vlad, el mismo que tras empalar a sus víctimas recogía en un cuenco su sangre para remojar el pan que se comía, y que juzgaba la mejor de las salsas. Drácula, tampoco lo olvidemos, significa diablo. Un diablo sediento de sangre humana.

Drácula dejó hace tiempos las páginas de la novela de Stocker, y entró con sus propias alas a volar en el mundo de los vampiros, siendo él el vampiro por excelencia, un mundo multiplicado por el cine y que cobra hoy una vigencia postmoderna en la literatura de consumo masivo, dígalo sino el éxito de las novelas en serie escritas por Stephenie Meyer, que comienzan con Crepúsculo, destinadas al público juvenil, y de las que se han vendido veinticinco millones de ejemplares en treinta lenguas.

Los vampiros duermen en el día el sueño de los muertos y salen de sus sarcófagos al irse la luz del sol para llevar adelante sus correrías, buscando clavar sus colmillos en el cuello de las doncellas y así convertirlas, a su vez, en vampiresas. Es lo que hemos visto tantas veces en las películas que recrean las hazañas del conde Drácula, desde los tiempos de Béla Lugosi y Boris Karloff, los vampiros más veteranos del cine.

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20 de agosto de 2010
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Eskups del antiprogre: Islam

Un buen día le dio por el Corán. Sólo él y los salafistas lo leen y creen en toda su literalidad.

Su islamofobia está impregnada de fe: cree como los jihadistas que donde fue tierra de Islam está autorizado el regreso violento de la religión auténtica. En ausencia de comunistas con cuernos y rabo, buenos son los musulmanes con cufias y velos. Unos y otros avanzan con la determinación que dan las instrucciones repartidas por Stalin o por el Viejo de la Montaña.

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20 de agosto de 2010
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El trono de JD Salinger

El WC de JD El pobre J.D. Salinger, tan cuidadoso de su vida privada, aquel que no quería que le saquen ni una foto, ¿qué diría ahora de saber que están subastando su W.C.?

?No pierdan la oportunidad de ser propietarios de un pedazo de historia?, recomienda en el popular portal el negocio, llamado ?The Vault of Forsyth?, que asegura haber comprado el objeto en la antigua casa en New Hampshire del escritor fallecido el pasado enero a los 91 años. Según la descripción en eBay, este inodoro de 1962 fue ?propiedad personal y usado durante muchos años? por el autor de ?El guardián entre el centeno?, que durante décadas guardó celosamente su vida privada y se negaba a conceder entrevistas. Para incentivar la compra, el vendedor también señala que la viuda del escritor ?heredó todos sus manuscritos con la idea de publicarlos. Quién sabe cuántas de esas historias se concibieron y pasaron al papel mientras Salinger estaba sentado en su trono?. Como prueba de la autenticidad de la pieza, presenta una carta de la actual propietaria de la antigua casa del escritor en que se da fe del origen del inodoro.Desde el fallecimiento de Salinger el pasado 28 de enero, han aparecido cartas y otros documentos que han rasgado el velo de misterio que rodeó buena parte de su vida, aunque el objeto puesto hoy a la venta es por ahora el más curioso.

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20 de agosto de 2010
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Borges después de Borges

Jorge Luis Borges A pesar de que muchas veces Borges dijo que los libros había que leerlo sin conocer nada sobre el autor, al parecer no consideraba esa opción para sí mismo. Eso si le creemos a Jean Pierre Bernes, biógrafo de Borges, autor de J.L Borges: La Vie Commence (J.L. Borges: La Vida Comienza), el retrato de su amistad con el autor argentino , quien dice que tiene muchas revelaciones dictadas por el propio autor y que solo publicará después de muerto (de esa manera, quizá, se protege de que la viuda Kodama no lo mate ya mismo). Dice la nota en Ñ:

¿Qué pensaba Borges de sí mismo? ?Ninguna falsa modestia?, dice con una sonrisa cómplice Bernès. ?Una vez que pasaba revista a la literatura universal, le pregunté: ?Y en la lengua española, entre Cervantes y usted, ¿a quién incluiría?? Me miró y me respondió: ?Creo que la lista no sería muy larga??. El editor aseguró también que Borges tuvo una vida alternativa, una juventud en la que tomaba alcohol y se drogaba. ?Me habló un poco de eso. Estoy escribiendo ahora, pero son cosas muy privadas, las publicaré después. Me contó tantas cosas?? Bernès se refirió a la reedición de las Obras Completas de Borges en La Pléiade, que le causó una disputa legal con María Kodama: ?Sólo sé que Borges estaría muy contento. Cuando entró en La Pléiade, me dijo: ?¡Por fin voy a codearme con mis amigos!? ¿Quiénes eran? ?Montaigne, Dante, Shakespeare y Cervantes?, me contestó?. Sobre los conflictos con la viuda, silencio: ?Ya no quiero decir ni una sola palabra sobre Kodama?, advirtió Bernès. Y dejó trascender que está escribiendo otro libro donde ?contaré muchas cosas?, pero que ése lo publicará ?sólo después de muerto?. ¿Más libros? Sí. El traductor deja claro que posee material inagotable sobre el escritor, mucho del cual aún está por publicarse. Mientras tanto ahora, en esa casa del sudoeste de Francia, Bernès cuenta anécdotas sobre su amigo. Anécdotas que de alguna manera apoyan su trabajo. ?Siempre me decía que no se sabía nada de la intimidad de Dante, de Shakespeare, de Cervantes, pero que quería que se supiera de él?, dice Bernès. ?Decía que la gente pensaba que había escrito ficciones, pero que en realidad su obra era autobiográfica, por lo que para comprenderlo, había que conocerlo. ?Por eso me decía que tomara notas, que escribiera?. 

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19 de agosto de 2010
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La religiosa

Entonces, unos minutos antes del último suspiro, la muerte, como una religiosa que os hubiera cuidado en lugar de destruiros, asiste a vuestros últimos instantes, coronando de una aureola suprema al ser ya para siempre gélido, cuyo corazón ha cesado de latir. (III, 704)

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19 de agosto de 2010
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Historia médica

En la literatura más antigua, los médicos eran giróvagos, profesionales vagabundos que patrullaban las ciudades, como el Fary, o acechaban las encrucijadas, que eran los consultorios de la antigüedad, donde se exponían los enfermos por si algún transeúnte tenía alguna sugerencia al respecto. Pero esa trabajada reputación de seriedad se vino abajo después del Renacimiento, cuando el médico se convirtió en un personaje cómico. Primero los creadores de la Commedia dell'arte, y luego Lope, Tirso y Molière, les dieron una oportunidad, y otra, y aún otra más, y los muchachos jamás defraudaron, eran el perpetuo descongojo.

Cuando Molière murió haciendo de enfermo imaginario, los médicos de Luis XIV decidieron tomarle el relevo literario y crearon el Diario de la Salud del Rey, obra compuesta en sesenta años por media docena de manos, y monumento magnífico que la tontería complacida se hizo a sí misma. El boticario Homais, el dúo Bouvard y Pécuchet, o Prudhomme el satisfechísimo de conocerse, son animalitos literarios inspirados en sus páginas.

Si se lee el Diario, no tarda en imponerse la convicción de que Luis XIV estuvo enfermo toda su vida y que necesitaba todo un ejército de médicos, apoyado por varias escuadras de boticarios y cirujanos, armados con toda suerte de venenos e instrumental pinchante y cortante. El rey sufría fiebres púrpuras y verdosas, retorcijones de estómago, náuseas, vapores, cólicos, vértigos, ántrax, fístulas, glándulas esquirrosas y grangrena en la sangre, según aseguraba la numerosa tropa de científicos a su servicio.

Desde su nacimiento hasta su muerte, Luis XIV tuvo cinco primeros médicos, verdaderos dignatarios de la corte, que compraban muy caro su puesto, y cuya sustitución era una crisis revolucionaria con mayor trastorno que la renovación de media docena de ministerios. El rey era la presa única e indivisible de cada uno de esos señores y su séquito. El primer médico del rey, que se hacía llamar “arquiatra”, estaba asistido por un primer médico ordinario, y éste por un segundo médico ordinario, más ocho médicos de cuartel y uno sin cuartel, y ocho médicos consultores. Junto a ellos, un primer cirujano, un cirujano ordinario, ocho cirujanos de cuartel, dos cirujanos dentistas, cuatro boticarios y cuatro ayudantes de botica. El rey resistió a los cuidados de todos ellos durante más de setenta años.

La labor del primer médico consistía en entrar a las siete y media de la mañana en la habitación del rey para examinarlo, mirarle la lengua, palparle el pulso, hacer un primer peritaje de las evacuaciones y decir qué autorizaba como primer desayuno. Luego, no se alejaba jamás de su real cliente, atento a sus más íntimos detalles. Aparte de su pensión y gratificaciones, el primer médico se alojaba en el palacio de Versailles, y su fortuna consistía en poder acercarse de continuo al rey, con lo que podía pasarle recados, y obtener favores para los parientes y amigotes.

Jacques Cousinot, primer médico por orden de antigüedad, se murió en 1646, y apenas pudo disfrutar del rey un par de años. Vautier, el segundo, ejerció sus funciones implacables durante catorce años. Antes, estuvo doce años en la Bastilla por haber intrigado para echar a Richelieu. María de Médicis, la abuela del rey, sólo quería ser atendida por este Vautier, que entraba y salía de la Bastilla para hacerle la preceptiva visita. Se había graduado en Montpellier, donde regían los eméticos antimoniales, el láudano y la quina, productos horrorosos y tóxicos, a los que se oponía la facultad de París.

Como no se había inventado la circulación de la sangre, ésta era nueva y pura de manera incesante, y se creaba en el hígado a partir de la alimentación, de ahí fluía a los órganos, donde se convertía en humores, vapores y otros inconvenientes. Para arreglarlos se empleaba el sistema terapéutico Diafoirus, consistente en sangrar y purgar, y luego purgar y sangrar, hasta la extinción total del paciente.

William Harvey dijo a final de siglo que no era posible que la sangre se produjera nueva cada día a partir de los alimentos, porque sobrepasaba en abundancia a los ingeridos y a los que pudieran ser requeridos para la nutrición. Pero esta teoría se consideraba una mala ficción inglesa.

Daquin y Fagon, que ocuparon en cuarto y quinto lugar la plaza de primer médico, diferían en relación al temperamento del rey. Para el primero, era adusto y bilioso, para el segundo, linfático. Eso llevaba consigo todo un cambio de régimen, con nuevas listas de alimentos prohibidos y un horario diferente para las purgas y sangrías.

En 1685, el rey fue sometido a una operación de cirujía dental. Le arrancaron  los dientes que le quedaban en la mandíbula superior izquierda. De paso, junto con los dientes, le derribaron medio paladar. Total que, como escribió Daquin, “se produjo un agujero por el estallido de la mandíbula arrancada junto a los dientes, que luego se carió y causaba derrames de purulencia y mal olor.” Los alimentos y las bebidas se iban por agujero del paladar perforado y se le sobraban por la nariz. De todos modos, como no tenía dientes, salía todo bastante entero. También evacuaba tal y como tragaba. Los partes de evacuación en el Diario así lo decían: “Su Majestad evacuó muchas materias crudas e indigestas, y, entre otras, muchas trufas totalmente sin digerir.” Entre lo que se le sobraba por la nariz, y las sangrías y purgas continuas, la bulimia era la única manera que tenía el rey de sobrevivir al encarnizamiento de sus médicos.

La enteritis y dispepsia crónica también era patrimonio real. Las “evacuaciones rojas” como se solían llamar, eran continuas, pero a los médicos les parecía bien. No sólo redoblaban las purgas, sino que a la menor elevación de la temperatura, sangraban al paciente. Y le hacían tomar antimonio a carretadas. Como consecuencia, según Daquin, “el rey padece vapores que ascienden del bazo y del humor melancólico del que llevan la marca por la pesadumbre que imprimen y la soledad que hacen desear. Estos vapores se deslizan por las arterias al corazón y al pulmón donde promueven palpitaciones, inquietudes, flojeras y sofocos. De ahí se elevan al cerebro donde, agitando los espíritus de los nervios ópticos, causan vértigos y vahídos, y, golpeando además el principio de los nervios, debilitan las piernas […] las venas que retienen ese humor melancólico le impiden correr por las vías naturales y, por su estancamiento, le hacen calentarse y fermentar y, a causa de esa tempestad, los vapores  malignos han de ser disipados mediante sangrías.”

Vallot, que ocupó en tercer lugar la plaza de primer médico del rey, y la retuvo valientemente durante veinte años, basaba su reputación en haber salvado a su paciente de una muerte segura mediante una ingesta masiva de antimonio. Durante el reinado de este médico, parece que Luis XIV se resistió a alguna sangría: “no habiendo podido hacer consentir al rey otra sangría, me concedió sólo una purga, y tras haberlo purgado, tuve que dejarlo reposar algún tiempo.”

Para espabilar y quemar un poco su paladar perforado, el rey necesitaba toda un inferno de especias y pimenterías que le hacían luego bailar las entrañas. Por orden del médico, durante la noche debía sudar bajo una montaña de edredones, y durante el día se le sometía a “fusiones” en baños calientes para fundir los diversos humores.

La anestesia y la desinfección eran la misma cosa, y se aplicaban mediante el “botón de fuego” que era un instrumento de hierro que se ponía rusiente y se aplicaba en las heridas. Cuando le arrancaron el paladar y reventaron la mandíbula, le aplicaron catorce veces el botón de fuego, hasta que les pareció que el agujero quedaba curioso.


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19 de agosto de 2010
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