Ni en el tango sobre volver con la frente marchita, ni en la ranchera que reitera quiero volver, ni en el vals que promete que todos vuelven, nadie, en verdad, regresa. En cada caso se trata de la pesadilla despierta de volver. O sea, de un fantaseo masoquista que pone a prueba el lenguaje y la paciencia. Como dice un cuento de Alfredo Bryce Echenique a propósito del peruano que en París anuncia, “sonriente y optimista” que regresa a su país: “La sonrisa le quedaba muy mal.” Los mexicanos, en cambio, saben cuando volver: “Si muero lejos de tí.” En “Si vas para Chile,” el chileno no va. Y el que protesta que se va “pal pueblo,” no ha salido de él. En Madrid, cuando alguien anuncia “Me voy al pueblo” declara que está harto de la humanidad.
Donde quiera que vayas la ciudad estará contigo, o al menos una incierta traducción del poema de Cavafis.
La ciudad donde viviste demasiados años, te seguirá. Dicho de otro modo: camines las calles que sean, serán la misma calle. Tal vez el poeta dijo que al andar no se hace camino: el camino te hace. Pero el mismo caminito te obliga a caminar de regreso. La ciudad, en fin, es un cuadrado vicioso. Pessoa imaginó tal vez 70 heterónimos para leer lo que habría querido escribir, incluso en inglés; alguno abadonó la ciudad; otro navegó por Oriente, y al volver escribió: “Vuelvo a Europa descontento.” O sea, no he salido del discurso.
Baudelaire, en cambio, no vió la ciudad con melancolía. Vio desde su ventana pasar al hombre que transporta vidrios (un emblema de la ciudad modernista) y se imaginó la piedra que podría demoler ese espejo. Benjamin anotó que para Baudelaire la ciudad tenía la forma de su mayor mercancía: la prostituta. (“La mercancía emerge en Baudelaire como el contenido social de la forma alegórica de la percepción. Forma y contenido están unidos en la prostituta, como su síntesis,” The Arcades Project, pag. 335). En ella el comercio pagaba su dominio urbano.
Me pregunto qué veía Benjamin tras los pasos de Baudelaire, de paseo por los bulevares. En las galerías de París creyó ver que el lector elegía un libro del poeta y que la poesía lo reconocía como consumidor privilegiado. No vio el mundo en un libro sino la ciudad en un lector. La prostituta (el comercio), la poesía (el lenguaje) y el lector (el consumidor) armaron, en la imaginación alegórica de Benjamin (que Adorno le reprochó acremente, a nombre de la razón, o sea, de una disciplina académica), esta manera de descifrar un discurso dentro de otro. Esa figura se abre en la trama de la lectura. Y es una nostalgia (irónica) del sentido (improbable).
Fui a Soria tras los pasos de Machado y, como a cualquier lector suyo, se me encogió el corazón. Me temo que el trayecto de sus pasos sería el mismo: de su segunda planta (si fue una segunda planta) a su pequeña aula de francés (habrá leído fábulas didácticas); y a su sillón del Club (discurren los mismos contertulios, o sus nietos, hablando de fútbol). Y al cementerio, donde Leonor comparte una tumba de pobres.
Pudo, por ello, encontrar en la ironía la entonación moderna del español urbano. Siempre creí que Campos de Castilla es un gran tratado del ritmo no del verso sino de la prosa rimada. Esos campos son una invención de la imposibilidad lírica: una construcción prosaista (la dicción poética ya no es versal, es prosódica); es decir, un discurso de la ciudad.
La ironía es la inteligencia del habla española, ajena a la rotundidad, capaz de decir más con menos. Y sabia en el silencio, requerido por una lengua que no había pasado aún por la crítica del lenguaje. Si Baudelaire era consciente de que se había perdido “el aura del poeta,” Machado es nuestro primer poeta civil.
No queremos esta ciudad, sospecho que nos dice. No vale la pena volver a ella.
Porque la ciudad del diálogo, que ayudó a fundar a costa de su vida, nos sigue siendo negada por la incólume mentira diaria. Hoy no es la prostituta el emblema de la mercancía y la ciudad. Lo es el lenguaje, su prostitución en el mercado y en la violencia mutua.
Becektt, otro descreído de la ciudad del Comercio universal, escribió: “Personalmente, no tengo nada contra los cementerios.” Un heterónimo machadiano añadiría: “Salvo, claro, los cementerios.”
