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Mi primer premio Nobel

Antes hubo otros (García Márquez, Paz, Aleixandre) con quienes mantuve amistad o conocimiento, pero lo de Mario Vargas Llosa es como si le hubieran dado el premio a un compañero de clase. No uno cualquiera, claro, sino el más sobresaliente del colegio.

Siempre ha sido así. Es una condena que arrastra Vargas Llosa, la de ser el más listo, el más educado, el que mejor habla, el que mejor escribe... Lo asombroso es que no se haya cansado de ese papel, uno de los más duros que te pueda caer en esta vida.

La literatura americana está plagada de triunfadores que no soportan la carga de ser el mejor y se abaten como débiles junquillos, pero para nuestro regocijo a Vargas no sólo no le aplasta el peso de sus virtudes sino que lo vigorizan. Y eso incluso cuando fracasa, porque sabe que triunfar en todo sin conocer el fracaso es una frivolidad. Por eso su único fracaso, no resultar elegido presidente del Perú, incluso como fracaso es un triunfo admirable.

El otro aspecto destacable ha sido la unanimidad en el reconocimiento. A todos y cada uno de los anteriores nóbeles en español les salió un ejército de ángeles hostiarios dispuestos a amargarles la fiesta. Contra Cela, medio país (yo mismo, por ejemplo) indignado por el patinazo del jurado sueco. Contra García Márquez los que le reprochaban su sumisión a la dictadura cubana. Contra Paz los idiotas que le acusaban de ser de la CIA. Al pobre Aleixandre no le atacó nadie, pero porque era un abuelo adorable. En cambio, ¡no ha dado ocasiones ni nada Mario Vargas para que se revuelvan a morderle varias docenas de rencorosos! Encomiasta de la Thatcher, censor del nacionalismo catalán, látigo de sátrapas tipo Castro, conmilitón de Rosa Díez... Pues ni así. De momento, por lo menos, no le ha salido ni un solo reventador. ¿No es muy sorprendente?

(Nota del día siguiente: Le ha salido uno, pero es un honor. El cómico Willy dice que Mario Vargas es un criminal peligroso)

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11 de octubre de 2010
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Sangría para el pueblo

 

 

 

En materia de matar reyes y progreso de la ciencia médica, nada como los dos siglos del barroco francés. El primer hito fue el imparable lanzazo en el ojo que el capitán Montgommery, de la guardia escocesa, le dio a Enrique II el 30 de junio de 1559, en un torneo amistoso con motivo de la boda de su hija Isabel con Felipe II de España. El rey era muy aficionado a romper un par de lanzas con los amigotes, a pesar de que los astrólogos de corte le desaconsejaban el ejercicio. Por aquel entonces, el tratamiento de las novedosas heridas de bala consistía en colmar cuidadosamente el orificio con aceite hirviendo, y todos los síntomas invitaban a pensar que el agujero dejado por la lanza allá donde estuvo el ojo y que alcanzaba hasta donde reside la sesera debía ser inundado de óleos ardientes, sin miramiento si se desbordaban por la cara o fluían por la nariz entre humazos de chicharrón.

Fue entonces cuando tuvo lugar uno de los puntos de inflexión de la historia de la ciencia médica. El gran Ambroise Paré apartó la sartén humeante que le tendía su ayudante y decidió inventar la medicina experimental. El mundo, se sabía desde los sabios griegos, era una concatenación de causas similiares aunque extravagantes. En las Hipotiposis de Sexto Empírico, entonces recién traducidas al latín y que Paré citaba con gusto, se leían algunas de ellas: “La cicuta engorda a las codornices, y el acónito, a los jabalíes que, además, comen salamandras, así como los ciervos devoran animales ponzoñosos y las golondrinas, tábanos. Si el hombre come hormigas y piojos, padece malas consecuencias; pero cuando el oso enferma, se cura ingiriendo esos mismos animales. La vibora se duerme al contacto con la rama de una encina; así como el murciélago con la hoja de plátano. El elefante huye al galope de la compañía del carnero; el león, de la del gallo; y la ballena, por su parte, del ruido de moler habas.” Quién lo pensara; sin embargo, cuando la causa de las habas molientes se aproximó al efecto de la ballena galopante, el fenómeno quedó probado. 

Así era como había que conducirse con la herida del rey. Al parecer de Ambroise Paré, la cauterización con hierros rusientes y aceites socarrantes, pese a su óptima reputación, no correspondía como silimia similibus, ni como contraria contraribus. Ya en su volumen Des monstres había escandalizado Paré a los sabios al recordar que “cuando la princesa parió un niño negro, fue acusada de adulterio, pero se libró gracias a Hipócrates, quien explicó el fenómeno por la influencia del retrato de un hombre negro que estaba junto a la cama.” Se trataba, por lo tanto, de reproducir el fenomenal lanzazo en alguna otra cabeza humana provista de ojos y demás particularidades, y después probar hasta dar con el tratamiento acertado que, salvadas las distancias, también serviría en el agujero de su majestad. Había lanzas y esforzados caballeros, y no faltaban condenados, de modo que pronto dispuso Paré de alguna que otra docena de malas cabezas científicamente alanceadas en el ojo. Había tantas que fue preciso hacer venir de Bruselas a Vésale, el mayor anatomista del momento, para atenderlas a todas científicamente. Cierto es que todos los condenados murieron pese los cuidados médicos, y lo mismo sucedió con Enrique II, al cabo de diez días de atroces dolores, pero la medicina experimental quedó bien encaminada.

Cuarenta años después, Enrique III estaba sentado en su silla perforada cuando el dominico Jacques Clément lo engañó con el viejo capote de ir a enseñarle un papel, y le dio una cuchillada tendida en el vientre. “Me has matado”, dijo el rey, y dio inicio a su lenta y dolorosa agonía, que duró hasta el amanecer. Los guardias celosos trincharon concienzudamente al dominico y luego lo tiraron por la ventana. No se le pudo interrogar, aunque en compensación fue descuartizado y quemado.

Cuando Ravaillac apuñaló veinte años más tarde a Enrique IV, los jueces destinaron al autor del “inhumano parricidio” a ser “atenazado en el pecho, brazos, muslos y pantorrillas; y su mano derecha, que sostuvo el cuchillo con que cometió dicho parricidio, será quemada con fuego de azufre, y sobre los sitios atenazados se le verterá plomo fundido, aceite hirviendo, pez, resina ardiente, cera y azufre fundido, todo junto. Luego, su cuerpo será estirado y descuartizado por cuatro caballos. Sus miembros serán consumidos por el fuego, reducidos a cenizas y arrojados al viento.”

El aceite hirviente no parece tener en este caso un propósito curativo. Se puede concluir que la medicina había progresado en ese campo. Y más que lo hizo, porque cuando Damiens decidió atentar contra Luis XV, dijo haberse encontrado abocado al regicidio al no haber podido obtener de ningún médico que le practicara una sangría. La investigación corroboró que, en efecto, Damiens estuvo alojado en un tugurio donde solicitó con insistencia una buena sangría calmante, como las que los sabios cirujanos hacían al rey y las personas principales. Despechado por la falta de una sangría, de la que tantas cosas buenas había oído, decidió atentar contra el rey, la víspera de Reyes de 1757, cuando Luis XV marchaba en medio de sus guardias, rodeado de los grandes oficiales de la corona y en presencia de su hijo.

Caía la noche y el rey avanzaba entre antorchas para subir a su coche que debía conducirlo al Trianon. De la multitud habitual de cortesanos y ociosos ávidos de ver al monarca, salió un individuo, le dió un pinchazo desprendido en un costado, entre la cuarta y la quinta costilla, se guardó el arma en el bolsillo y retrocedió tranquilamente. Se habría escapado con la mayor facilidad, confundido con la gente, si hubiera tomado la precaución de quitarse el sombrero ante el rey, como todo el mundo. Pero, como se mantuvo cubierto, antes y después de su acción, fue fácilmente identificado.

El rey conservó la sangre fría, pero no pudo hacer lo mismo con la caliente. El hábil cirujano Hevin, el mismo que se olvidó la jeringa de plomo en el pecho del señor Montagu y lo mató sin merma de su reputación, se apresuró a practicar una sangría al rey herido hasta conseguir que perdiera el conocimiento.

Cuando Luis XV abrió los ojos, el espanto se apoderó de él. Los cirujanos Senac y La Martinière sondeaban la herida, examinaban el cuchillo, y discutían la calidad de los venenos y los simples. Convinieron en que el corte era superficial y, en el caso de que el agredido fuera un particular, podría levantarse ya mismo y asistir al baile. 

Pero se trataba del rey. El cuchillo podía estar envenenado. Se imponía, a modo preventivo, una adecuada puesta en escena: la presencia del notario del reino, los santos óleos, el confesor de Su Majestad y la celebración de un consejo médico.

El regicida inhábil se llamaba Damiens, y era lacayo de profesión. Había servido a jesuitas, jansenistas, magistrados y consejeros parlamentarios. Las habladurías, soflamas, quejas y murmuraciones escuchadas mientras servía la sopa o empolvaba una peluca fermentaron en su pobre cerebro trastornado. El quería una sangría para calmarse, como los grandes personajes. Y no quiso matar al rey, sino recuperarlo para Dios y la nación. Eso dijo, y el examen del arma le dio la razón en ese punto. 

Era una navaja que de un lado tenía una hoja larga y puntiaguda en forma de puñal, y del otro, un cortaplumas de cuatro pulgadas. Era cierto que si hubiera querido dar un golpe seguro y mortal habría empleado el lado del puñal, y no el cortaplumas. También fueron indicios de su demencia su manía con que le hicieran una sangría, el no quitarse el sombrero, y el galimatías entre volteriano y jansenista que escribió en una carta al rey, donde le decía que si se alejaba del pueblo, podrían morir él y sus herederos. 

Para Damiens, el público deseaba, como es habitual, una ejecución aparatosa. París registró una afluencia extraordinaria. Acudieron gentes de provincias y extranjeros como en las grandes fiestas. Los miradores, buhardillas y chapitelas de la Grève se alquilaron a precios de locura. Los tejados bullían de espectadores; hubo cuatro muertos y multitud de lisiados en las caídas y tumultos. 

La tarde del 27 de marzo empezó el suplicio. Primero, le quemaron hasta el hueso la mano derecha, que tenía sujeto el cuchillo. Se tuvo cuidado de repetir el mismo profeso que con Ravaillac, a fin de mostrar que no se trató de un atentado político, sino del acto de un fanático religioso. A continuación, se le atenazó con herramientas al rojo vivo, para luego echar el consabido mejunje derretido en las heridas. Siguió vivo todo ese tiempo con firmeza estoica. Lo ataron luego a cuatro grandes caballos, pero los poderosos animales no consiguieron descuartizarlo tras sesenta intentos agónicos. Hubo que recurrir al hacha para despedazar su cuerpo palpitante, que por fin sangraba. Luego se quemaron sus miembros y las cenizas fueron esparcidas al viento. Su padre fue condenado a la Bastilla y luego al destierro perpetuo. Su mujer y parientes tuvieron que cambiar de nombre para que no quedara rastro de él. Que hubiera tocado y hecho sangrar al rey por un motivo político impresionó a todos de tal manera que, casi un siglo más tarde, Michelet y los tremendos historiadores decimonónicos encontraron profética toda la actitud de Damiens, sobre todo su petición de  que la sangría no fuera privilegio de los grandes y se le practicara con profusión al amado pueblo.

 

 

 

 

 

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11 de octubre de 2010
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Reacciones en torno al Nóbel de Vargas Llosa

Aquí algunos diarios que suelo leer comentan el Premio Nobel a Mario Vargas Llosa.  El diario Clarin dice esto y luego esto también.  En Página 12 recogen algunas declaraciones de Vargas Llosa. En El País el viernes le dedicaron la portada entera, y  luego un especial con el en Manhattan (está dictando en Princeton),  y artículos de José María Guelbenzu,  Héctor Abad Faciolince, Fernando Iwasaki, y Javier Cercas. Además, la locura en Frankfurt después del premio.

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11 de octubre de 2010
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Cola loca

Se gritan de balcón a balcón y en un primer momento pienso que se insultan, pero no. La del edificio de la esquina le dice a la otra señora que han sacado ?cola loca? en la tiendecita de Boyeros y Tulipán. Ambas abren los ojos, gesticulan, ?es que estaba perdida?, ?no había en ninguna parte?, afirman. Me río entre dientes mientras miro la punta de mi zapato, necesitada también de ese pegamento instantáneo que las vecinas anuncian como si hubiera venido carne de res por la libreta. Si llego a tiempo para alcanzar un tubo de la mágica cola, podría pegar la tecla de la computadora que anda dando vueltas por ahí y el timbre de la puerta, que apenas lo escuchamos cuando alguien toca. En medio de mi enumeración de cosas rotas, me da por preguntarme si habrá estadísticas de cuánta cola loca se consume al año en esta Isla. No es un producto básico, pero intuyo que hay una relación entre la necesidad de reparar nuestras pertenencias y el grado de crisis económica que vive el país. Si no, por qué todo el mundo está corriendo detrás de un adhesivo que se anuncia como capaz de recomponerlo todo. Frecuentemente, tengo trozos de goma en los codos o sobre la ropa después de hacer uno de esos arreglos a los que la cotidianidad me obliga. La última vez que me dediqué a esas faenas se me quedaron pegados el índice y el pulgar, hasta que con agua caliente logré separarlos perdiendo un trozo de piel en el intento. En muchas tiendas, cuando abastecen con ese ?cemento de contacto? tal pareciera que hay rebaja de productos. La gente compra decenas de tubos, como si su gran poder adherente pudiera pegar una realidad resquebrajada por la frustración. No somos un pueblo excesivamente austero que no quiere desechar lo inservible, sino que entre nosotros es difícil hacerle caso a la fecha de caducidad que ponen los fabricantes. Cuando se rompe algo rara vez tiene sustituto. Por eso, dejo este post aquí y me voy a comprar mi porción de cola loca, mi necesaria dosis de instantáneo remiendo. Quizás unas gotas me sirvan para juntar los trozos de ese futuro que se nos ha caído al piso, regando añicos por todos lados.

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11 de octubre de 2010
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Mario y la buena niña mala

 

 

Es fácil sentirse bien cerca de Mario Vargas Llosa. He tenido la suerte de compartir historias, comidas, teatros, conversaciones, partidos de fútbol o largas sobremesas. Pero sobre todo soy uno más de esa inmensa tribu que practica un ritual ya bastante antiguo, uno de esa comunidad que recibe placer con la pagana comunión de ser su lector. Un viejo y renovado pecado que cumple ya tantas orgías como penitencias que consiguen hacer perdonar el recuerdo de algunos fracasos. Un gozo en el que no se han instalado las sombras ni en los momentos de mayores desacuerdos intelectuales, sociales o políticos. Su capacidad seductora es tanta que vence toda defensa. Mario está allí dónde toda prevención queda derrotada ante la verdad de sus mentiras.

La alegría de su premio me llegó en una ciudad que no le es ajena, Las Palmas. La ciudad  había recibido un poco antes la buena noticia de su paso adelante en la candidatura para capital cultural europea. Ciudad de artistas, escritores y poetas que celebraba- aunque fuera póstumamente- el Premio Nacional de Poesía a José María Millares, otro navegante. Otro pasajero de un mundo de crédulos en que el poder de la palabra nos puede servir para cambiar de opinión o para cambiar las instituciones. Alegres días de una ciudad que tuvieron su culminación con el premio Nobel al amigo Vargas. Horas en la terraza del Hotel Santa Catalina, con ese toque de lujoso lugar de un burgués barrio limeño o de algún lugar colonial del sur hermoso e injusto, un hermoso lugar para brindar con "piscos en hielo" en la compañía de los amigos cinéfilos de la Asociación Vértigo. Gentes que cada año por estas fechas se empeñan en hacer desaparecer las lejanías entre las dos orillas.

A la mañana siguiente, con nuestra suave resaca de piscos, nos acercamos a un sorprendente y hermoso lugar prehispánico de Gáldar que llaman "Cueva pintada". No hace mucho tiempo que fue visitado por Mario Vargas Llosa. Se interesó por la vida de aquellos antepasados de la Edad Media  que habían dejado la huella de sus vidas, de sus ritos y de sus policromadas pinturas. Y compartió su tiempo con los trabajadores y expertos en aquél lugar dónde vivieron unos trogloditas, nuestros semejantes, nuestros hermanos. Allí permanece el recuerdo de su visita en fotos con gorra de visitante a esos restos de lejanos habitantes prehispánicos. Y allí sigue su recuerdo fotográfico, sonriente y amable, en el recuerdo de todos los que conservan, cuidan y limpian los restos de esas vidas pasadas.

De todos menos de uno. De una. Ya no mirará su fotografía una de las trabajadoras de la limpieza. Ya no volverá esa mujer madura, presumida y preocupada por mantener su cuerpo moreno y sin grasas. Nadie se volverá a encontrar a la sonriente mujer de la limpieza que cada día limpiaba la foto de Vargas Llosa que sonríe desde las estanterías del laboratorio. Era una chica soltera, querida por sus compañeros, por su familia y por su perro. Todos la llamaban Yaiza, ese nombre prehispánico que eligió para borrar un pasado que no quería recordar. Todos la llamaban Yaiza menos la prensa, la policía y la burocracia mortuoria. Ellos se empeñaron en decir que era un hombre, un varón con otro nombre, con otra identidad y con otro sexo. Yaiza también perdió después de muerta. Yaiza, la que nunca olvidó la visita de Vargas Llosa, la que quitaba el polvo de su foto, la que hubiera querido ser como esa protagonista de sus "travesuras de una niña mala", era ahora ese "hombre ahogado en la costa". Yaiza, sin su perrito, con su secreto, su desnudez y su fatalidad, volvió a ser un "varón fallecido en Arucas".

Tenía cuarenta y cinco años, se bañaba y tomaba el sol a escondidas, avergonzada de ese sexo que nunca quiso, de esa parte masculina con la que nunca estuvo conforme. Estaba acostumbrada a buscar los lugares solitarios de la costa, las calas escondidas, los riscos dónde nadie se acercaba por temor a las olas. En un lugar de esa costa, cerca de su trabajo, de su casa, de la ciudad y su perro, cerca del mar dónde soñaba su viaje a Tánger, su próxima operación, su cambio de sexo para que nadie dudara que ella podía ser Yaiza, que ella podría ser una traviesa mujer madura y mala como de esa novela de Vargas Llosa. No pudo ser, el día que Vargas Llosa tuvo el Nobel, la mañana neoyorquina dónde Mario Vargas Llosa tuvo que cambiar la planificación de su día. Ese día no pudo escribir sobre el joven estudiante, el violinista suicida porque sus homófonos compañeros se habían burlado de su homosexualidad. Ese día fue también el último de Yaiza, que murió por huir de las risas, de las burlas de los que no entendían que su sexo no era el que parecía. Que ella, de verdad, siempre quiso ser como esa niña mala. La buena de Yaiza creía que el paraíso estaba en la otra esquina. Que se fue como en ese poema de Padorno, "cuando el mundo desconoce tu rostro y se hunde silencioso en el mar" 

Una historia que tengo que contar a Mario Vargas Llosa.

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10 de octubre de 2010
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Mario pasionario

 
 

El Premio Nobel hará que la obra de Mario Vargas Llosa sea, por fin, leida más allá de la política. Los que nos hemos peleado con sus ideas neoliberales nos sentimos reivindicados por el Nobel, que libera su obra literaria como tal. Como yo fui amigo suyo en su época izquierdista, cuando vivíamos en Barcelona, y nos perdimos de vista durante su época neoliberal, estoy feliz de poder recuperarlo, ya que su obra estuvo siempre a la izquierda de él mismo. Después de todo, hemos coincidido en la crítica de estos tiempos de corrupción y violencia, y compartimos el compromiso con los derechos humanos. Ya hace un par de años que finalmente nos reconciliamos.

 

En literatura soy de un optimismo permanente. Ceo que el ejemplo de MVLL como artista apasionado fomentará la lectura pero también el culto de la literatura, que él  encarna como pocos, y sin el cual no se puede llegar muy lejos. Espero, por lo pronto, que la nueva literatura peruana sea, por fin, tomada en serio por los lectores del español, más provinciano que nunca ahora que nos hemos vuelto globales. La clase política y gerencial que desgobierna el país (no olvidemos que, casi como en una novela de Mario, la corrupción actual es exactamente el otro lado del mito del mercado libre), confío que por fin acuda al menos a la Feria Internacional del Libro, en Lima, donde han exagerado su ausencia. En todos los paises civilizados las autoridades públicas asisten a las Ferias y hasta el Rey de España compra un libro. En el Perú, no han asistido nunca. La presidenta Bachelet fue a Lima a inaugurar el pabellón chileno de la Feria pasada, que el nuestro ignoró, una vez más, sin rubor

 

Hace tiempo que he propuesto que la obra de MVLL se puede leer como una arqueología del mal. Su famosa primera linea de Conversación en la Catedral ("en qué momento se jodió el Perú") se puede traducir bien a cualquier habla nacional ("en qué momento se chingó México," por ejemplo, o “en qué momento se corrompió Cataluña”) porque corresponde a la genealogía del origen del mal-estar. Aunque viene de más lejos, esa visión deriva, en América Latina, de Octavio Paz y su noción agonista de que somos hijos de una "violación," histórica y existencial. De modo que la frustración nos define por un mal de origen, que nos destina al fracaso. Esta visión catastrofista, muy fuerte en los años 50, fue contestada puntualmente por el utopismo de los años 60, pero la frustración de los proyectos nacionales pronto nos devolvió al escepticismo. Aunque Mariátegui recomendaba escepticismo de la inteligencia y optimismo de la voluntad, lo cierto es que los peruanos tenemos una excesiva intimidad con el descreimiento. Hasta la palabra “yo” nos resulta un énfasis del español. Pero la obra de Vargas Llosa es, además, un exorcismo. No sólo la ilustración de la debacle social y política sino su purgación, sacrificio y conjuro. Funde el agudo análisis de Voltaire a la furia descarnada de Dostoyevski. Su radical escepticismo tiene fuerza política porque denuncia el poder corruptor que, como en el gran realismo del siglo XIX, es intrínsico a la sociedad misma. En la novela española no hay todavía una visión equivalente del mal, donde en lugar de una deuda de origen podría haber un presupuesto original.  Isaac Rosa, José Ovejero, Juan Francisco Ferré, Manuel Vilas están en ello, pulsando las entrañas del monstruo barroco, a punto de quemarse las manos.

 

No es casual, por ello, que MVLL haya elaborado la tesis de que todo artista es hijo de un desgarramiento. Esa extraordinaria deuda de origen define al escritor, que busca saldarla con renovado entusiasmo por la agonía de la purga. Los escritores felices, concluímos, no escriben buenas novelas; en cambio, los desdichados des-dicen el decir de que estamos mal-hechos.

 

De allí el extraordinario regusto en la derrota irredimible de personajes magníficos, cuyas heridas y cicatrices configuran su verdadero cuerpo heroico. Estos personajes viven el arrebato de su propia derrota, hasta convertirse en esperpentos deshumanizados. Se diría que MVLL ha explorado el asombro del dolor, que nos abre la mirada al horror despupilado de una verdad intolerable. Se trata de las estaciones de la pasión, sin consuelo ni promesas, del peregrinaje del hombre (el "hombre pobre" vallejiano, desamparado de los discursos reparadores), una y otra vez caído en su viacrusis social. Si en el lenguaje de Vallejo, Dios agoniza; en el de Vargas Llosa se ha ausentado definitivamente, y somos, como en la obra de García Márquez, “huérfanos de nuestros propios hijos.”

 

Aunque muchos de sus lectores hemos lamentado sus ideas políticas, hay que decir que Mario no sólo ha sido un formidable antagonista, cuya obra, está a la izquierda de su política; si no que ha mejorado el debate apasionado por las ideas y las certezas de la pasión. Al final, más allá de las posturas de la hora, esa vehemencia recorre su vida pública tanto como su escritura. Quizá, en una figura barroca de la agudeza, se pasó al otro lado de su obra para tolerar los demonios que la dictan. 

 

En una época corrompida por el egoísmo, diezmada por la mediocridad de los lenguajes al uso, cuando ya no se reconocen valores sin precio, la obra de MVLL es un fuego de la tribu, que alumbra esta noche negra del mundo en español.

 
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10 de octubre de 2010
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Devaluaciones competitivas

En las crisis, nada más fácil que fastidiar al vecino. Convertir al país de al lado en un mendigo es el camino más sencillo para sentirse grande y creer que se sale de la miseria. Con la salvedad de que el vecino a su vez intentará suministrarnos la misma medicina, en lo que se convierte muy pronto en una espiral inacabable de muy mal acabar. Tan mal que en los años treinta condujo a la Segunda Guerra Mundial.

La política de perjudicar al vecino se aplica sobre todo a la moneda y a las devaluaciones competitivas. Pero algo de estas prácticas podemos observar también en otros ámbitos. Hay gobiernos europeos que expulsan a ciudadanos de terceros países y dirigen los flujos de migración hacia los otros socios. Si llegara a producirse la emulación, a la que ya están contribuyendo Berlusconi y Sarkozy, en poco tiempo podríamos convertir Europa en un infierno. Esta espiral apela a los más bajos instintos y convoca a los peores sujetos para hacerse cargo de algo tan delicado y moralmente exigente como el cumplimiento de la ley y el mantenimiento del orden. Adicionalmente, además de perjudicar al vecino, produce vergonzosas rentas electorales a las que muy pocos políticos son proclives a renunciar. El caso más curioso es el de la política antiterrorista. El Gobierno de Estados Unidos ha advertido a sus ciudadanos de que, en caso de viajar a Europa, especialmente a Reino Unido, Francia y Alemania, tomen precauciones ante la posibilidad de un ataque terrorista. La alarma, muy verosímil, tiene al parecer su origen en la actividad de terroristas salidos de la zona fronteriza entre Afganistán y Pakistán. Pero lo sorprendente ha sido cómo han reaccionado los Gobiernos: el alemán, con escepticismo respecto a la necesidad de una advertencia tan genérica ante la que poco pueden hacer los ciudadanos. El de Reino Unido ha señalado el peligro de viajar a Francia y Alemania. Y Francia ha hecho lo propio respecto a quien viaje a Reino Unido. No se conoce con detalle el objetivo de estas alarmas. Hay expertos norteamericanos en seguridad que las consideran extremadamente interesantes, pues contribuyen a cambiar la cultura de seguridad de unas sociedades como las nuestras que deberán convivir durante años con peligros terroristas. Estos expertos aconsejan que personas y familias hagan planes de contingencia y cuenten con kits de supervivencia ante eventuales ataques. Otros, en cambio, denuncian que la alarma sobre la seguridad amplía los márgenes de actuación en Afganistán o de acción policial. Y como se ha visto, otros más las aprovechan para barrer su rellano y echar la suciedad escalera abajo sobre los otros inquilinos. Conclusión: hay competencia entre los europeos por devaluar, es decir, por echar a perder unos valores de los que podíamos estar orgullosos hasta ahora.

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10 de octubre de 2010
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Mario Vargas Llosa: Un Nobel largamente postergado

La literatura de Mario Vargas Llosa ha causado varios giros esenciales en mi vida. El primero fue hace 17 años, en un verano con apagones y crisis económica. Bajo el pretexto de conseguir ?La guerra del fin del mundo?, me acerqué a un periodista expulsado de su profesión por problemas ideológicos con el que todavía comparto mis días. Conservo aquel ejemplar de carátula deshecha y páginas amarillentas, pues decenas de lectores descubrieron con él a ese autor peruano censurado en las librerías oficiales. Después vino la universidad y mientras preparaba mi tesis sobre la literatura de la dictadura en Latinoamérica, apareció su novela ?La fiesta del chivo?. La inclusión en mi análisis de aquel texto sobre Trujillo no fue del agrado del tribunal que me evaluaba. Tampoco les gustó que entre las características de los caudillos americanos yo resaltara justo aquellas que también ostentaba ?nuestro? Máximo Líder. De ahí que por segunda vez un libro del hoy Premio Nobel de Literatura marcó mi existencia, pues me hizo darme cuenta de lo frustrante que resultaba ser filóloga en Cuba. Para qué necesito un título ?me dije? donde se anuncia que soy una especialista en el idioma y las palabras, cuando ni siquiera puedo unir frases libremente. Así que Vargas Llosa y su literatura son responsables, de una manera directa y ?alevosa?, de mucho de lo que soy ahora: de mi felicidad matrimonial y de mi aversión a los totalitarismos, de haber renegado de la filología y de acercarme al periodismo. Me estoy preparando desde ahora, pues temo que la próxima vez que un libro suyo caiga en mis manos su efecto durará otros 17 años o volverá a significar el portazo a una profesión.

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8 de octubre de 2010
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VivAmérica con mala pata

Estoy invitado al Festival VivAmérica 2010, llegué a Madrid el lunes 4 por la tarde, un día antes de mi intervención (¿sueñan los escritores con ovejas eléctricas?), cómodamente instalado en mi hotel en la calle Recoletos después de un viaje realmente bueno. Dormí unos instantes, me duché, me preparé para ir a Casa de América y me resbalé con el agua sobre el parquet. Mi rodilla izquierda recibió el impacto y la rótula se desprendió de mis huesos, tenía la pierna partida en dos. ?Se acabó el Festival para ti? me dijo el sujeto que me atendió de primeros auxilios. En el Hospital me confirmaron la premonición: no hubo festival, solo el techo del hospital luego de una operación que duró dos horas, las visitas de los amigos de Casa de América y de Madrid, y el dolor agudo de las primeras 48 horas, que ahora ha cedido apenas.  Lo peor de todo es que mi voz interior me decía que no viajase, que todo iba a salir mal, pero como soy un necio, y tenía ganas de encontrarme con mis amigos, decidí viajar y así me fue. Nunca más dejaré de oír a mi voz interior. Nunca más dejaré de hacer caso a mis intuiciones y jamás, jamás volveré a creer en esa aquellos oráculos que pronostican éxitos cuando lo único que hay en mi destino es una cirugía a la rodilla y frustraciones, frustraciones y más frustraciones. 

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8 de octubre de 2010
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Adiós a la verdad

Adiós a la verdad ha titulado Vattimo su último libro. Pero, realmente, ¿estuvo antes la verdad aquí y ahora se muda? Más bien podría decirse que con la verdad no se va a ninguna parte y si ahora, supuestamente, se borra del mapa habremos alcanzado por fin el territorio perfecto. Todas las utopías se basaban en una imaginación conscientemente irreal. Todo lo irreal no es mentira pero si la mentira niega la realidad no puede negarse su  parentesco.

El pasado jueves se celebró en el Círculo de Bellas Artes de Madrid una jornada sobre "La mentira y el autoengaño en la sociedad actual". El título es francamente anacrónico. No ha existido sociedad sin mentiras pero además poblada con las mismas mentiras que actualmente. Las mentiras son eternas precisamente para no incurrir también en ellas Dios mismo se vio obligado a decir escuetamente "Yo soy el que soy". Si hubiera añadido alguna explicación, por pequeña que fuera, se habría caído con todo el equipo. Habría caído con todo el equipo en el enredo de la verdad-verdadera y, en consecuencia, en la mentira y sus mentes. El máximo índice de la inteligencia divina radica, sin duda alguna, en no hablar, no hacerse ver, no dejarse tocar, no existir. En estas condiciones,  la verdad resplandece.

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8 de octubre de 2010
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