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LECCIONES DE BORGES.- ?Yo no tengo estilo, apenas algunas…

LECCIONES DE BORGES.- ?Yo no tengo estilo, apenas algunas astucias? dice Borges en uno de sus prólogos, y sobre esas astucias enumeradas comenta en esta parte de la entrevista que le hizo Soler Serrano en 1980, luego de que ganara el Premio Cervantes de Literatura. Vale la pena anotar los trucos, simples pero muy efectivos y ejemplificados magistralmente por Borges (en especial el de poner una duda, ejemplificado con la muerte de Quijano en El Quijote).

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16 de noviembre de 2010
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El mar de iguanas

El escritor mejicano Salvador Elizondo continúa siendo casi un desconocido en España porque a pesar de haber visto publicadas cuatro o cinco de sus obras, siempre fueron editoriales relativamente minoritarias las que asumieron el reto de dar a conocer a un hombre que, en muchos aspectos, jugó al despiste y el disimulo. Por poner un ejemplo, el boom de la novela latinoamericana  pasó a su lado y no le alcanzó ni de refilón, probablemente porque él lo quiso así.   En vida tuvo mucho más prestigio que lectores y pese a haber desarrollado a lo largo de los años una labor literaria a  veces desaforada, bastaría otro tomo similar al de Atalanta para recoger todo lo que publicó en vida. Permanecen inéditos 37 cuadernos de unos Diarios escritos a mano y que suman no sé cuantísimas páginas porque los fue escribiendo día a día a lo largo de su vida y hasta pocos días antes de morir-

                En concreto, lo recogido en El mar de iguanas (título inventado a partir de la promesa no cumplida de un libro que debía llamarse así) es lo siguiente: Autobiografía precoz, publicada en 1966, cuando contaba 33 años de edad, y que si no fuera porque suena a juego de palabras, podría perfectamente haberse llamado Autobiografía atroz debido a que está escrita con una lucidez implacable (esa lucidez que lleva a no pasar una, empezando por uno mismo). Y quien sienta curiosidad por saber a qué me refiero recomiendo leer en la página 73 el párrafo central, en el que, en apenas diez líneas, da cuenta de cómo incendió su casa para hacer una especie de borrón y cuenta nueva vital, pero también para reducir a cenizas lo que dejó su esposa al marchar. Y no es menos implacable el arranque del párrafo siguiente, en el que da cuenta de su paso por el manicomio, asunto que también se despacha en cinco o seis líneas. Viene a continuación Ein Heldenleben, un relato sobre las repercusiones en un colegio alemán mejicano de la guerra de Alemania. En conjunto es el más flojo, probablemente porque la historia del Ruso Kirof está contada de forma tradicional y previsible. En cambio, el relato siguiente, Elsinore, significó el afianzamiento definitivo de Salvador Elizondo y resulta muy expresiva la carta de Octavio Paz dándole las gracias por haber escrito ese prodigio. Es cierto que ampos eran compinches en sus aventuras editoriales ( aunque la fama y el mérito se le atribuya generalmente a Paz, Elizondo fue fundamental en el nacimiento y desarrollo de Plural y Vuelta, aquellas revistas que tanta influencia tuvieron en su tiempo). Pero esa camaradería no resta sinceridad a la carta de Octavio Paz, oportunamente recogida en este volumen.

El libro se cierra con una sección llamada Noctuarios, palabra utilizada por Elizondo para diferenciarlos de esos Diarios que él escribía de día, mientras que los textos aquí recogidos destilan un inequívoco sabor nocturno, casi de duermevela a la madrugada, cuando todas las resistencias han sido vencidas durante la lucha por el sueño y la imaginación, como la mano, pueden correr libremente por el cuaderno sin miedo a los fantasmas y las obsesiones que tan diferentes se perciben a la luz del día.

A diferencia de lo que les ocurre a muchas de las llamadas escrituras experimentales, la de Elizondo mantiene una vigencia admirable, quizá porque su formación estuvo más orientada a la lírica que a la narrativa, y su profundo interés por la técnica del montaje en las películas de Einsestein, o su fascinación por la escritura china lo ponen de manifiesto: en uno y otro caso se trata de combinar signos para que su proximidad (como ocurre con la metáfora) cree un ámbito de significación diferente a lo que cada uno de ellos dice por separado, o diferente a lo que dirían dispuestos según un orden más racional (narración). Más que evocar unas vivencias para contextualizarlas en un tiempo evocado (como suele ocurrir en los relatos sobre la infancia), Salvador Elizondo va encabalgando imágenes que, antes o después, estallan en la cabeza del lector. Y pongo un  ejemplo muy evidente: en  Autobiografría precoz  evoca la imagen de su nana, una joven y saludable criatura nazi,  hija del amor de sus jefes  por la naturaleza y los cuerpos, y describe minuciosamente ese cuerpo joven desnudo entre los girasoles y que se ofrece en toda su plenitud a los ojos del niño de seis que años que la contempla, obviamente, arrobado. Pero unas pocas líneas después, y en pleno fervor por su nana y las muchas y maravillosas cosas que ella le enseñaba, cuenta cómo, al ver pasar bajo su ventana a unos desventurados niños judíos, ambos se lo pasaban en grande llamándoles "Perros judíos". Conociendo lo que iba a ocurrir sólo unos pocos años después, a la idílica imagen de la nana, y al grato recuerdo que dejaron en Elizondo los alegres años transcurridos con ella en Alemania, se impone inevitablemente la imagen del Holocausto y todo el texto, o incluso todo lo que uno lee a partir de ese momento, se reordena de una forma muy diferente a lo que parecía al empezar a leer. Pero ya digo que Elizondo escribía desde una lucidez atroz, y que no les pasaba una, ni al mundo ni a sí mismo.     

El mar de iguanas

Salvador Elizondo

Atalanta

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16 de noviembre de 2010
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El juego de las semejanzas

Nada tienen que ver, ni los dos personajes ni los dos sistemas políticos. Uno es jefe del Estado de una República presidencialista. El otro es primer ministro de una Monarquía parlamentaria. Se asemejan, por el lado del sistema, en que ambos ostentan el título de presidente: esa República gira alrededor del sol presidencial, pero esa Monarquía parlamentaria también se presidencializa en su funcionamiento gracias al papel de los partidos políticos y al sistema electoral. Pero también llevan el presidencialismo en el alma: uno más que otro, es verdad, hasta el punto de que se acoge bajo la denominación del hiperpresidente, pero el otro ha pontificado que los ministros están para hacerle la vida fácil y feliz al presidente. Hay cosas en las que no se asemejan en nada, es verdad: uno de derechas, el otro de izquierdas; uno alto, el otro bajo; uno luciendo su tormentosa y variada vida sentimental, el otro su familia y su monogamia; uno frecuentador de ricos y famosos, otro menos expansivo y más reservado.

Pero estas diferencias son menores y ahora son lo que menos importa, porque ambos se hallan hundidos en el pozo de la opinión pública, braceando con más torpeza que gracia para no ahogarse electoralmente. Estas similitudes no son nuevas y es de larga data su señalamiento por los observadores. Pero ahora se han acrecentado con sus últimos cambios de gobierno, salidos en ambos casos de la misma pauta y de semejanzas más que profundas: su juvenilismo, su adanismo, su creencia mágica en el poder hacedor de su palabra, acompañados los dos de una fría capacidad ejecutiva (que viene de ejecución, sumaria, se entiende). Pero no cambian los gobiernos para sustituir las piezas quemadas, responder a nuevas circunstancias y mejorar la acción de Gobierno, sino para subir en las encuestas y poder presentarse a las siguientes elecciones. Hay que decir que en esta semejanza es donde son menos originales: son como todos. Pero sí lo son de nuevo en la forma escogida para remodelar su Gobierno, y ahí llega de nuevo el juego de las semejanzas. Recuperan veteranos de la generación quemada. Se sacan de encima las veleidades de los momentos de la euforia victoriosa: cuotas femeninas o aperturas ideológicas a campos ajenos. Todo lo que parecía esencial se convierte en accidental. Y si parece que regresan al núcleo duro de sus ideas y esencias es para hacer luego las cosas que vienen dictadas desde fuera: por los mercados, sin ir más lejos. Luego, en política internacional, para ir un poco más lejos, son como dos gotas de agua: ambos querían poner los principios por delante, darle duro a quienes maltratan los derechos humanos, y han acabado en un pragmatismo tosco y a veces incluso soez, ante las dictaduras china y rusa uno y el déspota marroquí el otro. Habían tenido ambos semejantes fantasías internacionales, basadas en su capacidad enorme de liarla. La técnica empleada era siempre la misma: primero se inventa una institución u organización internacional, a la que se pueda asociar naturalmente su nombre y su visión de líder global, y luego ya se ocuparán los políticos y los diplomáticos propios ye extraños de decirnos para qué sirve y cómo vamos a gestionarlo. Uno lo ha hecho con el Mediterráneo y el otro con las Civilizaciones, el primero con la Unión Europea y el segundo con Naciones Unidas. Ambos proyectos se hallan encallados: uno ni siquiera ha conseguido arrancar, totalmente averiado antes de dar los primeros pasos; y el otro, varado en su inutilidad, pronto pasará al departamento de los objetos burocráticos olvidados. Ambos fueron elegidos con un programa que se ha fundido como los glaciares con el calentamiento global. Pequeña pero notable diferencia entre tanta semejanza: uno ha cambiado todo su programa 180 grados, mientras el otro ha ido caracoleando y espigando eslóganes y reformas: ahora termino con Mayo del 68, más tarde reformo el capitalismo, ahora me cargo el sistema de jubilación y de pensiones, luego pongo en cintura a los mercados. El resultado es también distinto: en un caso, un hastío oceánico entre sus seguidores; y en el otro, la mayor desorientación y la esquizofrenia del electorado. Son personajes acostumbrados a funcionar sin fusibles: algo de su impopularidad se debe a la concentración de poder que les impide compartir. Lo quieren todo para ellos, también las facturas. Veremos cómo las gestionan uno y otro y como evolucionan a medida que se acercan sus respectivas citas con las urnas.

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16 de noviembre de 2010
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Tercia un catedrático de psiquiatría

Decía en el escrito anterior que el Catedrático de Psiquatría Enrique Baca  se había añadido al epistolario que sobre la exigencia filosófica y la conexión de disciplinas manteníamos José Lazaro, Javier Echeverría y yo mismo. He aquí lo esencial de su escrito:

 "Es señal inequívoca de la madurez la añoranza. Añorar es echar de menos pero también es reivindicar la necesidad de ir a más. Lástima que no se añore cuando se tienen, aún, posibilidades ciertas de que la mera reivindicación pueda convertirse en entusiasta empresa modificadora

La apuesta  por un saber universal despierta un regusto de impaciencia por ponerse a la tarea sin  dilación. Vivimos en un mundo en el que la superficialización de los saberes es producto, quizá, de la insoportable acumulación de los mismos. Y esto ha conducido a lamentables vulgarizaciones que han desprestigiado a los que las intentaron, obscureciendo, en muchos casos, los avances positivos que se contenían en sus trabajos. No hace falta mencionar a Sokal para entender que, en el contexto de intuiciones interesantes y de pensamientos provocativos, se deslizaban basuras de una imprecisión conceptual insoportable, lecturas apresuradas ayunas de la necesaria digestión y  ocurrencias de "mesa de camilla". Los pensadores franceses de la segunda mitad de la segunda mitad el siglo XX saben bastante de esto.
El mundo actual es más complicado que el pasado de la misma manera que, probablemente, el mundo futuro incrementará dicha complejidad aunque solo sea por el aumento cuantitativo de conocimientos. Yo soy un devoto lector semanal de una revista que puede ser considerada como un representativo epítome del progreso del conocimiento empírico de la naturaleza y de los hombres: la norteamericana Science. Como suscriptor veterano recibo en mi ordenador, todas las noches  tres e-mail que me informan de lo que va a salir, de lo que ha salido y de cómo andan determinados datos y debates. Y siento un vértigo de impotencia ante lo que debería saber y no puedo alcanzar.
Por eso cuando alguien pone el acento en la necesidad de que existan personas que piensen y que pensando intenten encontrar, "la intersección de los problemas", abogando inmediatamente por la necesidad de una Filosofía Natural hecha desde la ciencia natural de nuestra época" no se puede menos que estar de acuerdo  y ver en esta postura una empresa a la que están convocados los que poseen la experiencia empírica de la realidad y los que disfrutan de los instrumentos racionales que les proporciona su conocimiento de la historia y del desarrollo del puro pensamiento de los hombres.
Solo falta pues decir (entre la impaciencia y la esperanza) ¿A que aguardamos?
"

Agradezco al profesor Baca este aliento en la apuesta por una filosofía natural, que es quizás ya hora de ir cimentando.

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16 de noviembre de 2010
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Siri Hustvedt reseñada

carátula del libro Ayer comentamos la entrevista a Siri Hustvedt sobre La mujer temblorosa, publicada en Anagrama. Hoy comento una reseña que apareció sobre el libro en Radar Libros, firmada por Luciana de Mello. Dice la reseña:

La mujer temblorosa es la crónica de esa búsqueda de diagnóstico, esa explicación para sus temblores que no logra encontrar de manera cabal ni en la psiquiatría ni en la neurología ni en el psicoanálisis. Hustvedt ahondará en planteos tan complejos y fundamentales ?y por lo tanto literarios? como son los dispositivos de la memoria, la manera en que el cerebro y la mente se relacionan para dar lugar a esa tan temida división del yo. Y justamente es allí donde reside el hallazgo de estas crónicas del temblor, en su cruce con lo narrado, en sus preguntas irresueltas sobre la naturaleza de la escisión del individuo que sólo logra reunirse con su otra mitad extraviada a través del lenguaje, pero por sobre todo a través de la escritura. Entonces la salida ya no es aniquilar al doble, escapar de él aunque en eso se vaya la propia vida, sino que el sujeto, en un acto de memoria creativa, asume la desgarradora pérdida y la incorpore a su ser narrativo. Y como consecuencia se producen cambios neuronales en su cerebro y en las zonas ejecutivas prefrontales. Hay veces en las que todos nos resistimos a reclamar lo que debería ser nuestro; lo vemos como algo ajeno y no deseamos incorporarlo a la historia que tejemos sobre nosotros mismos. ¿William Wilson y Dr. Jekill & Mr. Hyde fueron entonces una especie de sanación para Poe y Stevenson? Difícil respuesta, ya que ambos terminaron muertos en un estado de salud mental más que deteriorada, pero dejando tal vez una pista de cómo exorcizar la locura del desdoblamiento: escribir, exhibir, purgar al doble. Siri Hustvedt se lanza, intenta juntar todas las partes de ese cuerpo que se rebela para volver a hacerlo propio a través de la palabra. Lo único reprochable en este caso es que no hiciera gala, como es costumbre, de su talento narrativo. Su escritura esta vez se excede obsesionada en los repasos de teorías e historias clínicas. Enfermedad, lenguaje y escritura están constantemente en diálogo en esta crónica científica, así como con sus trabajos anteriores, ya que el tema de la relación entre arte y mente está presente en la mayor parte de su obra. Si bien sus novelas son más cautivantes que este último trabajo, los déficit de un escritor son tan importantes como sus fortalezas más obvias, y en este sentido La mujer temblorosa funciona también como la articulación de su proceso interno de escritura. Como la revelación de esa necesidad de organizar el propio mundo hasta encontrar la llave secreta que nos convierta en sobrevivientes de nosotros mismos.

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15 de noviembre de 2010
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Irvine Welsh en negro

Irvine Welsh Irvine Welsh será eternamente el autor de Trainspotting, aunque él no lo quiera. Por eso esta haciendo una precuela de la novela famosa. Jorge Herralde comentó que solo se animó a editar a Welsh cuando encontró a un traductor que pudo trasladar de manera perfecta todos los modismos del autor y aquel slam de Edimburgo tan complejo, pero protagonista verdadero de sus libros. La nueva novela de Welsh, Crimen, ha sido publicada por Anagrama. Y en El Mundo le hace una reseña Laura Fernández:

Ray Lennox, el soldadito roto, demacrado, pálido, bien afeitado, con su característico flequillo trasquilado en John?s, en Broughton Street, el mismo que deja al descubierto una frente estrecha y abombada, no puede creerse que en Miami Beach haya un monumento al Holocausto. Pero, ¿qué hace un detective del Departamento de Policía de Edimburgo en Miami? Está tomándose un descanso, mientras su novia, Trudi, hace planes de boda. De heco, Trudi va de un lado a otro con una revista llamada ?Perfect Bride? (?Novia Perfecta?) y Lennox se está volviendo loco. No puede dejar de pensar en Britney, la niña que subió una furgoneta blanca y jamás regresó. O mejor dicho, regresó (cadáver) en forma de víctima del temible Mr. Confectioner, un pederasta sin escrúpulos. Así arranca ?Crimen? (Anagrama), la nueva novela de Irvine Welsh. Atormentado por todo el trabajo que no tiene más remedio que llevarse a casa e incluso de vacaciones (si Trudi habla de boda, Lennox no puede evitar pensar que habrá al menos una niña que ya nunca podrá casarse porque no pasó de los siete: Britney), el detective saldrá a la calle en busca de algo que alivie su dolor. El calor fuera es insoportable. Los inviernos en Miami superan los 35 grados. Lennox se está asando. Y bebe una copa tras otra hasta que alguien le consigue polvo blanco. Se suponía que eso no debía pasar. Se suponía que lo había dejado. Pero ahí está, y Lennox ha vuelto. Y las chicas que le han puesto la cocaína en el bolsillo amenazan con llevárselo a casa y no dejar que la fiesta acabe. Fiesta que empieza bien (un presumible trío, la ansiada droga) y que acaba de la peor de las maneras (con Lennox encerrado en la habitación de la hija de diez años de una de las chicas, víctima de una red pedófila). El nombre de la niña es Tianna y Lennox hará todo lo posible para que la historia (de Britney) no se repita. De lectura deliciosamente compulsiva, ?Crimen? es mucho más que una novela negra de tintes lisérgicos: es una destartalada y soleada carretera al infierno que conduce a lo más profundo del alma humana.

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15 de noviembre de 2010
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La muerte tiene un precio

El dolor que la muerte produce a los vivos también está sometido al tráfico de dinero y al abuso, y ésa fue para mí la noticia más luctuosa de los pasados días de difuntos, propicios para recordar y tal vez llevar unas flores a quienes faltan de nuestro lado. Como no pude hacerlo, por culpa de un pequeño accidente que limita mis movimientos, me dediqué a ver por televisión lo que daban sobre la fiesta de Todos los Santos. La primera comprobación de que no todo es santo ese día me vino a través de un extenso y bien hecho reportaje en el informativo vespertino de la Cuatro, con las declaraciones destacadas de un sepulturero casi tan filosófico como el Gravedigger de ‘Hamlet' (pienso que lo que acabo de decir es redundante: ¿acaso no hay que ser muy filósofo para tener un trato constante con cadáveres y cuidar los despojos de nuestros semejantes?). El sepulturero de la Cuatro no hacía retruécanos como el de Shakespeare, pero era igual de contundente: "Ya no vienen tantos como antes", dijo a las cámaras, y no se refería a los que vienen a quedarse eternamente en el camposanto, sino a los que vienen de visita pesarosa o de cumplido. La gente cumple menos, por lo visto, con el ritual de acompañar un rato de un día al año a los allegados que ya no están en vida.

    Sin duda eso se debe en parte al aumento de las cremaciones; muchas personas (un 30% del total de fallecidos, según Cuatro) la prefieren al enterramiento, y su preferencia no está, o no está sólo basada, me parece, en la economía. El precio medio de una cremación es unos 500 euros más barato que el del entierro, que hoy está en torno a los 2.500, pero hay evidentemente razones sentimentales y ecológicas en esa decisión tomada por quien sabe que va a morir o por los familiares al producirse una inesperada muerte; para unos, es una forma de no dejar huella ni espacio, siquiera simbólico, en la tierra, para otros la drástica voluntad de disiparse en la estratosfera o ir a caer al fondo del mar y allí, entre las algas y las espinas, fundirse con la naturaleza del agua.

      Todo lo que deseo para mi propio entierro es no ser enterrado vivo, dijo Lord Chesterfield, expresando un temor recóndito que Edgar Allan Poe recogió turbadoramente un siglo después en alguno de sus relatos y ahora aparece en la reciente película de Rodrigo Cortés ‘Buried'. Ni el noble ‘wit' británico Chesterfield ni el conductor norteamericano de camiones caído, tras una emboscada en tierras de Irak, en ese cajón de madera donde nos angustia durante hora y media, le dan importancia al modo de ir vestido a la última cita que los seres humanos apalabran, casi siempre sin querer, con la muerte. Me impresionó, así, saber a través de ese reportaje de Cuatro que la creciente industria para-funeral (mil millones de euros cambian de mano cada año) está lanzando catálogos de ropa ‘chic' para aquellos que van a ser incinerados; el tejido arde sin resistencia, los botones son de madera, y las cenizas mezcladas del cuerpo y la vestimenta van a parar, otra novedad, a unas urnas biodegradables hechas de arena y proteínas naturales. El lado sostenible del tránsito final.

    Y El País se ocupaba hace poco del grupo ASV de Servicios Funerarios, creado para proporcionar a sus clientes (vivos) la posibilidad de tener escrita la biografía de un ser querido muerto, glosado y rememorado en una publicación como las de verdad, bien encuadernada y adornada de fotos y mementos. La justicia poética en el más allá de las editoriales y los suplementos literarios.

    Lo más macabro, sin embargo, de todo este comercio lo supe el martes 2, el antiguamente llamado Día de los Difuntos, gracias al noticiero de Pedro Piqueras en TeleCinco, donde se informaba con todo detalle de las iniciativas que algunos desaprensivos están tomando para vender sus ‘parcelas' fúnebres, se supone que desahuciando antes los restos de sus propios difuntos. El programa filmaba con cámara oculta (aunque borrando el rostro de los negociantes) una oferta ante la puerta principal del cementerio de la Almudena, y como la ley, naturalmente, no permite esta siniestra compraventa, los propietarios de columbarios, tumbas y panteones lo disfrazan de cesión amistosa, después de recibir en metálico el precio acordado. El nicho mediano estaba en el mercado a dieciocho mil euros.   

     Hay tanto dinero negro en juego que ya se ha llegado a la fase del blanqueo de sepulcros.

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15 de noviembre de 2010
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No queremos una guerra

En la crisis se desconecta lo global y lo local. Cuando pincha la globalización, todo es repliegue. Y vísceras. Echémonos a temblar. Las campañas electorales toman el propio ombligo como centro. Eso es el Tea Party. En esto se puede convertir cualquier campaña, también la catalana, si se sobrevuela el mundo real y se instala en la virtualidad de los prejuicios y de las ideas recibidas. Por ejemplo: echar la culpa de la crisis, los recortes, la delincuencia y el lucero del alba al extraño, a su identidad, su lengua, su religión, incluso a su rostro. O echársela a Madrid. O a su contrario. Pincha la globalización y el poder económico y político se desplaza a velocidad de crucero en dirección a Oriente. Cuanto más ensimismada es una campaña electoral, mejor expresa estos cambios que sitúan la política local de espaldas al mundo. China, Turquía o Brasil quedan lejos, demasiado lejos. El mundo bien conectado e interdependiente, por el contrario, no es tan solo potencialmente más sabio, sino también más libre. Nos ocupamos más unos de los otros y menos de nosotros mismos. No es tan fácil la técnica brutal del cuarto oscuro: se encierra a una población indómita en su territorio, sin luz ni taquígrafos, y se procede. Así las gasta el nuevo mundo multipolar de arrogantes naciones emergentes y soberanas. Pekín, en Tíbet y Xinjiang; Israel, en Gaza; Rusia, en Chechenia, y ahora, Marruecos, en el Sáhara. No sabemos nada de lo que sucede allí dentro, donde los saharauis están solos con los policías y militares marroquíes. Basta repasar la prensa internacional para darse cuenta de que si no son los periodistas españoles los que van al Sáhara apenas va nadie. Por eso somos el mismo diablo para las autoridades marroquíes. Es un conflicto excéntrico, pequeño y molesto para la centralidad de la política europea e internacional. También para la centralidad de la política catalana. Los jóvenes saharauis que se han manifestado estos días gritan que quieren una guerra. ¡Por favor! Querrán decir que quieren ser derrotados y morir. Han escogido un enemigo temible, que tiene a Washington de su parte. Francia entera es un lobby marroquí, que nunca fallará al monarca alauí. Y España está perfectamente atrapada por un mecanismo de disuasión de débil a fuerte que tiene dos piezas cruciales en Ceuta y Melilla, y una ristra de políticas obligatorias en seguridad, inmigración, antiterrorismo y narcotráfico. Mejor habrían ido las cosas para los saharauis si se hubieran podido apuntar, como los independentistas catalanes, al programa gradualista: con 'llibertat, amnistia i estatut d?autonomia' su combate sería el de la democracia marroquí. Imbatible. Y después ya se verá, como aquí. De momento esta guerra que todavía no ha empezado se ha cobrado ya algunas bajas. La más visible se llama Mohamed VI. Se acabó cualquier esperanza. Ahora es candidato a un digno lugar en la galería de déspotas impenitentes al lado de su padre, Hasán II. La segunda se llama Zapatero, y subsidiariamente, Trinidad Jiménez, la recién estrenada ministra de Exteriores: peor, imposible. Pocos países pueden permitirse el lujo de situar la defensa absoluta de sus principios por encima de sus intereses. E incluso quienes lo hacen es porque apenas los tienen. Nada más cómodo y simpático que criticar la realpolitik desde la oposición o la irrelevancia. Tan patética como la actuación del Gobierno es la del portavoz popular, Esteban González Pons, del brazo de los actores de la ceja, los amigos de siempre del pueblo saharaui. Pero esta nueva pinza no resta patetismo a la reacción de Zapatero, incapaz de hilvanar una frase matizada, una idea moralmente digna y valiente en la que se condene la actuación de este monarca brutal sin hipotecar la comunicación y la capacidad de influir sobre Rabat. Cuesta recuperar la conexión cuando se corta. Cada crisis se encadena con la siguiente. Y se intensifica el círculo vicioso. Vamos a ver la dimensión del cuarto oscuro y hasta dónde llegan los desperfectos, humanos y políticos, en Marruecos y aquí, en la escena española. Y en la catalana. De seguir así, el 'efecto Rubalcaba' quedará amortizado en cosa de días. Montilla y los socialistas catalanes estarán mesándose los cabellos.

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15 de noviembre de 2010
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Degas y Picasso coinciden en el burdel

Picasso sintió fascinación por la visión de Degas del mundo femenino, desde las escenas de baño al ambiente espeso de las prostitutas. El Museo Picasso de Barcelona muestra el voyeurismo de dos maestros.  

No sé si fue el azar o la dolorosa necesidad lo que intervino para que la exposición Picasso ante Degas del Museo Picasso de Barcelona sea en realidad una exposición sobre las mujeres. Cabe decir que en ella se accede a dos juicios adicionales sobre la aparición de la mujer moderna, ya que ambos, Degas y Picasso, pertenecen al siglo XIX, por mucho que el segundo se diga la figura más valiosa de la pintura del siglo XX. Cuando digo "la mujer moderna" me refiero al prototipo revolucionario que accederá a la vida autónoma, usará su propio dinero y será dueña de su vida amorosa, a cambio de convertirse en la segunda fuerza de trabajo después del proletariado y en mercancía sexual absoluta. Cualquiera que se dé una vuelta por los quioscos de prensa, los comercios de DVD o las agencias de publicidad constatará que junto a las mujeres que trabajan hay una gigantesca cantidad de mujeres que están siendo trabajadas.

Una exposición sobre dos miradas masculinas sobre la femineidad es algo inusual. En nuestros días, cualquier posición pública sobre el mundo femenino ha de ser cosa de hembras. Si la expresa algún macho será de inmediato fulminado por meterse en un ámbito donde es indeseable, está mal visto, y carece de conocimientos. ¿Cómo va un hombre a decir algo relevante sobre las mujeres? Solo las mujeres pueden hablar de las mujeres. De los hombres más vale no hablar.

Sin embargo, dos artistas como Degas y Picasso pueden permitirse una exposición en la que aparece su entendimiento del mundo femenino porque son de una época en la que la mujer actual comenzaba a hacer eclosión. Desde luego, Picasso vivió su vida sexual en términos patriarcales y Degas apenas tuvo vida sexual. Son, por tanto, dos valiosos testigos sobre algo que podríamos llamar "la prehistoria de la mujer de hoy".

En el recorrido de la muestra pueden separarse cuatro ámbitos. Es muy notable, primero, la fascinación que ejercen sobre ambos pintores las mujeres bajo la luz artificial. En ese inicio emancipatorio se desvela la alianza entre sociedad nocturna, invento de finales del siglo XIX, y mujeres. Dicho de modo resumido: es de sospechar que sin mujeres, en la modernidad no habría habido vida nocturna. La noche había sido un tiempo exclusivo de hombres, fueran guerreros, salteadores, sabios, criminales, monjes o políticos. Ni siquiera la prostitución necesitaba iluminación, como puede observarse en la pintura flamenca, donde aparecen tabernas y prostitutas a la luz del día, o bien, si es de noche, reducidas a la alcoba con velón.

El segundo aspecto es el de las mujeres en tanto que divinidades menores, antecedente de las actuales modelos, actrices y cortesanas mediáticas. Se reúnen aquí algunos de los centenares de maravillosas pinturas y pasteles de Degas sobre el mundo de la danza clásica y también sus equivalentes picassianos. La figura heroica de las mujeres eternizadas en una postura, a la manera antigua, cristalizan en esa turbadora escultura llamada Joven bailarina de 14 años en cuarta posición, uno de los mejores ídolos del moribundo siglo XIX.

Quizá el capítulo más emocionante, sin embargo, es el que documenta aspectos de la vida íntima de las mujeres, con dos actividades dominantes, la higiene y el peinado. Una vez más será la agudeza de Degas, su ojo implacable, el que adapte ese universo antiquísimo a su condición moderna. Al cual se añaden las producciones de Picasso inspiradas por Degas.

Finalmente, el mundo cerrado, asfixiante, del burdel, ilustra sobre las mujeres como mercancías y el valor incalculable que adquirirán en la economía moderna, tanto por medio de la prostitución como de la publicidad y los medios de entretenimiento masivo. También instruye sobre la paradoja de una sexualidad sin fertilidad adoptada masivamente a partir del siglo XX. Los hombres que figuran en estas piezas, atraídos en enjambre hacia los sexos abiertos de las mujeres, parecen nubes de insectos desnortados que se precipitan en mortíferos simulacros de genitividad. Tantas toneladas de semen infecundo cautivaron a Degas y a Picasso hasta hacer del burdel un templo que, como veremos, tiene algo de cenotafio.

Aunque se llevaban casi sesenta años, el clasicismo de Picasso, uno de los últimos pintores con educación académica rigurosa, lo aproxima a Degas, pero hay otro factor de mucho mayor calado, y es que ambos eran extraordinarios dibujantes. Picasso sintió desde muy joven la virtud que le unía al viejo Degas: ambos pensaban dibujando. Ni el uno ni el otro se caracterizaron por sus ideas, su intuición teórica, su interés por la literatura o la música. Eran, por así decirlo, cerebros vacíos que leían el mundo mediante el dibujo. No hay datos que nos permitan saber qué pensaban. Degas fue antisemita durante el affaire Dreyfus, y Picasso fue estalinista. Es todo lo que sabemos, pero es poco, porque Picasso no tuvo recato en recibir, tratar y comerciar con nazis, así como Degas nunca actuó de antisemita. La unidad de visión en algo tan particular y enigmático como el dibujo los emparenta en profundidad. Basta comparar dos admirables estampas del comienzo de la exposición, ambas ejercicio de academia sobre relieves en yeso, sendos caballos montados por jinetes sin estribos. Por paradoja, el de Picasso es más sensual, más ochocentista, más romántico que el de Degas.

La moderna vida nocturna y la iluminación artificial van de par, una es origen de otra. A la novedad de un cromatismo chocante, frío en las calles iluminadas por el gas, casi siempre fúnebre en los cafés, caliente y sombrío en los teatros, se une la nueva fauna de esos ámbitos. Si hoy ciertos sociólogos han visto en los "no-lugares" el índice de nuestra actualidad, los cafetines y teatruchos del París fin-de-siècle eran los que la determinaban entonces.

Ya Rusiñol y Casas, hacia 1890, habían imitado de los franceses este nuevo paisaje urbano. Diez años más tarde, Picasso insiste en lo mismo, pero tomando como escenario el barrio chino de Barcelona, lo que en realidad es enteramente distinto. Los nocturnos de Degas, aunque muy anteriores (de 1878 es la espléndida Chanteuse de Café), coinciden con el malagueño en otro orden de cosas. No es solo la novedad lumínica y espacial lo que le interesa, sino también la fauna humana tan literaria que allí se reúne, la bohème del ochocientos. Es otro aspecto romántico que se mantiene vivo en Picasso y que le hace mirar con nostalgia al pasado una y otra vez.

Para muchos espectadores, el mundo del ballet clásico, tal y como lo construye Degas, ha de parecer una antigualla algo cursi. Estos tales han de loar la suprema técnica del pintor, pero prescindir de otros valores. Sin embargo, es posible ver en estas figuras fantasmagóricas, quemadas por una luz irreal, suspendidas en un instante inseguro, uno de los últimos aspectos totémicos de la figura femenina. Aunque los sociólogos del arte hablan de la promiscuidad de las bailarinas, del carácter venal de las jovencísimas rats, creo que es una reducción innecesaria ver en estos soberbios pasteles y óleos una estampa de la vida sexual parisina. Muy al contrario, a mi entender, Degas quería dar cuenta de la transfiguración que se produce cuando bajo una luz potentísima e irreal, el cuerpo de una adolescente se hace escultura viva, muchas veces con el vientre y el pubis envueltos en una nube de tafetán o seda amarilla, blanca, verde, azul, que convierte su zona genital en un estallido lumínico. ¿Sexualidad en las bailarinas de Degas? Sin duda, pero no la de Afrodita, sino, en todo caso, la de Melusina.

Sobresale entre estas peligrosas muchachas la escultura mistérica de la niña de 14 años en la cuarta posición, idolillo más cercano a las terracotas de los arcanos etruscos que a la pederastia. En ella y en sus cientos de variantes, apenas vistas en vida de Degas, hay un enigma que requiere un tiempo del que ahora carecemos. Ella desdice, desde su intangibilidad, a las bailarinas de Picasso que solo le interesaron en 1918 tras su matrimonio con Olga Khokhlova y los decorados para Diagilev. Dibujos a lo Ingres en los que las bailarinas aparecen como ocas grotescas de rostro imbécil, aunque hay una posibilidad de que la figura de la izquierda de Les demoiselles d'Avignon sea reelaboración de la niña en la cuarta posición (Kendall).

Relacionadas con esta idolatría femenina y sin duda la parte más religiosa de la misma, se exponen en Barcelona abundantes estampas de vida íntima que remiten a tópicos famosos: la moza que lava su cabello en el arroyo, el niño que arranca una espina del pie, la sirvienta que sostiene el espejo del ama. Una vez más, la potencia lírica de Degas recuerda un topos clásico y lo trae a la modernidad. Los cuerpos desnudos que se lavan los pies, los muslos, los grandes senos, las axilas, los glúteos, las vulvas sonrosadas, en cuartos cerrados, sobre un barreño de estaño o de rústica tabla, son cuerpos que nos niegan. Estas mujeres absortas en su purificación no admiten injerencias. Degas dibuja en ángulos a veces sorprendentemente fotográficos, como si solo osara acceder al gineceo por medio de un ojo mecánico. No hay invitación alguna a la lujuria, a pesar de que algunos expertos (Cowling) creen ver en estas piezas una excusa de voyeur. A mi entender, es todo lo contrario, aquí las mujeres rechazan cualquier acceso masculino, afirman su capacidad, como las bailarinas, para ser entes autónomos y admirables, pero sin someterse a la predación sexual.

Donde sí hay sexo y de modo oceánico es en nuestro último apartado, el burdel. Aquí las mujeres aparecen encarnando su futuro papel como materia mercantil de primer orden en la vida moderna. Este es el aspecto con mayor desarrollo comercial y social en nuestros días. Sin embargo, hay que hacer de inmediato una corrección. El burdel era un espacio del romanticismo con caracteres enteramente distintos a las actuales empresas de prostitución. Hasta que los hombres liberaron sexualmente a las mujeres, muy entrado el siglo XX, el burdel era lugar de iniciación de todo varón de la burguesía. La prostitución callejera pertenecía al proletariado. Muchas mujeres casadas que al cabo de un par de años repugnaban la copulación conyugal veían en el burdel una espita de alivio que las libraba de la imposición marital. Las autoridades cívicas, además, creían que era un modo de evitar la violencia doméstica y el crimen sexual que comenzaban a extenderse. De modo que las escenas de burdel de Degas y Picasso hay que verlas como el complemento espacial de todo lo anterior. Aquí sí estamos en el refugio nocturno propiamente masculino. Este no es un ámbito sagrado, sino estrictamente profano.

Aunque no del todo. A poco que se observen con detenimiento los increíbles monotipos de Degas, imitados sumisamente por Picasso, se verá que también en este reducto masculino la dominación física es claramente femenina. Ellos mandan porque pagan, ellos se pavonean entre mujeres desnudas que abren sus piernas y exhiben sus grandes culos, pero no hay que ser muy agudo para ver que las auténticas propietarias de la sexualidad son las rameras, las cuales incluso muestran en alguna estampa la tierna dedicación al macho bigotudo que tendría una madre con su hijuelo.

Es especialmente estremecedor el último capítulo de la exposición, los terroríficos grabados de Picasso llamados Suite 347 y Suite 156. El artista estaba al borde de la muerte, la cual le tomaría entre sus muslos un año más tarde. Y escribo "muslos" porque el final de Picasso nos devuelve a esa sacralidad del sexo que en sus últimos años se le mostró en su abismal hondura. A partir de 1958, el pintor había comprado hasta 12 de los monotipos sobre burdeles que Degas había mantenido fuera de la luz pública y que solo se vieron a su muerte. Al principio, y con la habitual frescura, imitó tan solo el aspecto, digamos, sureño y levantino del burdel, su ludibrio, la juerga de toreros y señoritos. Poco a poco, el burdel se fue haciendo más sombrío. Al acercarse la muerte, las potentes hembras que atacan con sus sexos abiertos o que humillan a los ridículos machos con sus enormes cuerpos toman el control de los grabados. Y entonces sucede algo milagroso. En esos burdeles donde Picasso desea morir devorado por las grandes madres hay un testigo, un caballero perfectamente vestido, serio, sereno, que observa la escena o toma notas en un cuaderno desde un rincón del grabado. Es Degas.

Última encarnación del espíritu, Picasso sitúa en su tumba genital al impasible, al inaccesible, al estrictamente ocular Edgar Degas, el artista que alcanzó a ver, quizá por última vez, a las divinidades femeninas en su monstruosa adaptación a la vida moderna.

 

Publicado el domingo 14 de noviembre de 2010.

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15 de noviembre de 2010
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La fábula de Cristo

 

Al séptimo día fue elegido papa Giovanni de Médicis, hijo de Lorenzo el Magnífico, quien escogió llamarse León X. Tenía treinta y siete años. Era algo asombroso, teniendo en cuenta las costumbres del pasado. Pero, por primera vez, los cardenales jóvenes se habían puesto de acuerdo para elegir a uno de ellos. Fue una especial amargura para el cardenal Riario, quien había tropezado ya en cinco cónclaves con el obstáculo de ser “demasiado joven”.

León X tuvo una carrera difícil, a los siete años era protonotario y a los trece, cardenal. Muy amante de los bufones, sus favoritos eran el dúo Querno y Fetti, quienes hacían de vate beodo y fraile tullido, aunque lo eran. Como apenas tenía vista, usaba catalejo o lupa, según fuera el asunto. El rey Enmanuel de Portugal, con buen criterio, le regaló un elefante y un rinoceronte. También gustaba de la caza, lo mismo corredora que de altanería; se valía de una lente gorda y nunca se preguntó cómo era que tenía tan extraordinario tino con el falconete: los criados siempre le traían pieza por tiro. Hizo decir que era ingenioso, así como músico e intérprete de varios instrumentos. Y también que ennobleció al violín, hasta entonces artefacto callejero y pedigüeño. Era obeso y paticorto. Despreciaba a las órdenes mendicantes y prefería a los efebos.

Y fue el más claro modelo de la preceptiva que estableció Matarazzo, el cronista de Perusa: “La magnificencia de un gran señor se echa de ver en sus caballos, perros, halcones y demás volatería, además de sus bufones, músicos, poetas y demás animales extraños que posee.” Pocos años después, su sobrino, el cardenal Ippolito de Médicis, se distinguió también en el apartado de los animales extraños, con una colección de bárbaros, comedores de cosas imposibles, y perorantes en lenguas inextricables, que mantenía en su corte y mostraba a las visitas.

Una de las obligaciones tediosas que León X hubo de atender fue la conclusión del concilio de Letrán, en cuya octava sesión se dogmatizó la inmortalidad del alma, contra los desvaríos de los neoaristotélicos, panteístas y excépticos arábigos. Votó en contra el obispo de Bérgamo, diciendo que los teólogos no debían ocuparse de cosas profanas. Como cierre del concilio, se quemó públicamente el Tractatus de immortalitate animae, de Pietro Pomponazzi, profesor de medicina en Padua, quien aseguraba haber comprobado que el alma se muere.

A falta de grandes guerras, la vida en la curia era regalada como no lo había sido desde hacía muchos pontificados. Solo hacía falta ser del bando mediceo. Cuando Giuliano de Médicis, hermano de León X, se casó con Filiberta de Savoya y fue sabido que proyectaba vivir en el palacio Belvedere, el cardenal Bernardo da Bibbiena, uno de los literatos pensionados por el pontífice y autor de La Calandria, le escribió: “Alabado sea Dios, porque aquí no nos falta más que una corte de damas”. Pero tal cosa era impensable en alguien tan rígido e inconmovible como León X en su inclinación por los mocitos.

El cardenal Marco Cornaro decidió dejar en las crónicas romanas una hazaña de ardua superación. A fin de que León X se regocijara de que en su pontificado se hizo un dispendio memorable, dio un banquete de sesenta y cinco selectos platos, cada cual servido con una cubertería nueva, siempre de plata y oro, que sus eminencias tasaban con ojo experto. Durante el ágape, brotaban de las sorprendentes y audaces edificaciones pasteleras, ruiseñores, bufones, poetas y niños cantores, para regocijo de los miembros del sacro colegio.

De entre quienes odiaban a León X, hubo uno que no pudo esperar más y se puso a tramar contra su vida. Era el cardenal Alfonso Petrucci, carcomido de rencor porque el papa no tenía en cuenta lo que su padre, Pandolfo Petrucci, tirano de Siena, hizo para que los Médicis volvieran a tiranizar Florencia, y lo que él mismo porfió en el cónclave para que el Espíritu Santo lo elevara al pontificado. En pago de tanto beneficio, León X había privado de la tiranía sienesa a su hermano Borguese Petrucci, que la poseía pacíficamente y conforme a derecho, para dársela a su primo, el obispo Raffaelo Petrucci.

Lo más insufrible para el cardenal Petrucci, hermano del tirano legítimo pero depuesto, era que sin la tiranía se hallaba privado de las riquezas paternas e impedido para sostener, con el esplendor debido, el rango de cardenal. Concibió el designio de apuñalar al papa, empresa atractiva por el precedente y escándalo que causaría en la cristiandad, pero peligrosa y difícil. Se inclinó por el veneno administrado por mano ajena, expediente menos vistoso, pero más seguro para el patrocinador. Hacía falta un cirujano de prestigio. El elegido fue Battista de Vercelli, hábil cirujano que ejercía su arte en Florencia. La cirujía era pretexto obligado porque León X tenía una fístula anal, que los mejores prácticos atendían continuamente, y, si un especialista renombrado pasaba por Roma, era invitado a explorar aquella región papal.  A fin de conseguir que Vercelli llegara hasta León X, había que celebrar su habilidad para que fuera llamado a Roma. Y, al mismo tiempo, tantear al cirujano para ver si colaboraría, o si haría falta decirle que al papa sólo se le atendía con instrumental especialmente bendecido que se le proveería cuidadosamente envenenado.

Estos planes los urdía el cardenal Petrucci por carta, con su secretario Antonio Nino. Desde que ideó la conjura, se retiró a Sovana, donde su hermano Lattanzio era obispo. Su retirada no era por cobardía, sino por su seguridad. El papa, que también tenía miramiento por la suya, hizo interceptar las cartas y comprendió que se urdía un complot contra su bella vida. Hizo llamar a Petrucci, para tratar el sostenimiento de su rango cardenalicio y la concesión de algún beneficio más productivo, porque había deliberado que su mérito soprepujaba en demasía sus ingresos. Le otorgó un salvoconducto y le hizo llegar, por medio del embajador de España, palabra papal de que lo respetaría.

Confiando en esa garantía y curioso por la golosina, Petrucci se presentó ante León X. Fue detenido en el acto y aherrojado en el calabozo Marroco, el más hondo, negro y chapoteante de Sant’Angelo. Hijo y hermano de tiranos, olvidó que la más elemental tiranía prescribe el caso omiso a los salvoconductos. El embajador de España protestó que dar palabra al embajador era darla al rey, y el papa respondió que el salvoconducto era para el cardenal Petrucci, pero no para el envenenador convicto de crimen de lesa santidad y depuesto del cardenalato de quien ahora era cuestión.

De paso, León X ordenó la detención y encarcelamiento del cardenal Bandinello de Sauli, que había sido uno de los artífices de su elevación pontifical y miembro de la célebre familia de banqueros genoveses.

También fueron detenidos el secretario Nino, el cirujano Vercelli, que seguía en Florencia, y Pocointesta da Bagnacavallo, capitán de la guardia del difunto tirano Pandolfo Petrucci y del tirano derrocado Borguese Petrucci. Todos fueron interrogados, con meticulosa tortura judicial, por el procurador fiscal Mario Perusco. Una vez levantada acta de la confesión del crimen indudable, el cirujano, el secretario y el capitán fueron descuartizados en el Campo de’ Fiori. 

En Siena, el obispo Raffaelo Petrucci, tirano de la rama advenediza, aprovechó para empezar a demostrar su legitimidad y preparación para el cargo. Así, coincidiendo con los ajusticiamientos de Roma, y a fin de que los sieneses no tuvieran que desplazarse, hizo ejecutar a Leonardo Bentelli y sus hijos Guido y Giulio, quienes le habían ayudado a llegar al poder, derrocando a su primo Petrucci. Lo hizo porque preveía que se hubieran vuelto en su contra, de haberse consumado la conjura contra el papa, y este, aplaudiendo tanta previsión, lo nombró cardenal.

Al inicio del consistorio siguiente a las ejecuciones, Raffaelo Sansoni Riario, cardenal decano, camarlingo de la sede apostólica, primero del sacro colegio por sus riquezas, la magnificencia de su corte y la dignidad del cargo que ocupaba desde hacía cuarenta años, fue detenido y conducido a Sant’Angelo. La implicación de Riario se dedujo de las torturas a los descuartizados y a los aún bastante vivos cardenales Petrucci y Sauli. Su santidad León X ordenó que les inquirieran curiosamente a quién preveían papa, una vez asesinado él mismo. Pero los interrogados no decían nada bueno, o gritaban mucho, o decían muchos nombres a disparate; cosas todas confusas y de poca satisfacción. Hizo, entonces, que les preguntaran si les parecía que Riario, y todos dijeron que sí, que tiene tantas letras como no, pero parecía más acertado.

Una vez así espantado el sacro colegio, el papa pronunció un bello sermón donde se quejó de que su vida hubiera sido amenazada con tanta crueldad y maldad por quienes, por su dignidad y su lugar eminente en la curia, debieran verse más obligados que nadie a defender la apostólica sede. Se lamentó de su infortunio con tanta convicción, que varias eminencias comenzaron a sollozar, por si acaso. Siguió León X deplorando que no le hubiera servido de nada haber concedido y conceder tantos beneficios a cada uno de ellos. Aquí, sus claros ojos cegatos recorrieron los sitiales y hubo quien temió que requeriera falconete o escopetón con lente. Añadió que otros cardenales habían cometido el horrible sacrilegio. Si confesaban tal crimen antes de levantar la sesión, usaría su gran clemencia. Pero, una vez levantado el consistorio, tiraría de severidad y justicia contra todo implicado en la maldad.

Ante tales palabras, Adriano Castellesi da Corneto, el adinerado cardenal poeta que todos los otoños invitaba a su santidad a su coto de Corneto y hacía que le sirvieran los mejores gamos y ciervos con tiro entre los ojos, el dueño del bello palacio en la Via Alejandrina, el estudioso humanista, dios unos pocos pasos y cayó de rodillas ante el trono pontifical. Y casi al mismo tiempo, pero un poco después, porque se sentaba unas varas más lejos de su santidad, el cardenal Francesco Soderini hizo lo propio.

Ambos dijeron haber oído al cardenal Petrucci hablar en muy feos términos de su santidad, mea culpa, mea culpa, que eso es horrible pecado de omisión sicofante, pero que amar, amaban a su santidad, hasta la adoraban, y bien que les pesaba que se hubiera cometido tan gran sacrilegio, pero que nada más lejos de sus pensamientos.

Cuando la sentencia pontificia se pasó a limpio, fue leída al consistorio. Petrucci y Sauli eran privados de la dignidad cardenalicia y remitidos al brazo secular, que sabría ocuparse. Esa misma noche, en las negras honduras chapoteantes del Marroco, Alfonso Petrucci fue estrangulado. A Bandinello Sauli, una vez bien maduro de espanto, se le conmutó la pena de muerte por prisión vitalicia; y poco después, una vez que el genovés Banco de’ Sauli hubo pagado a León X una fuerte suma, aún mayor que la prestada por el mismo banco a Carlos VIII, el rey botarate, para que invadiera Italia, el papa le dejó salir de prisión y lo restableció en el cardenalato. Pero salió muy pachucho y solo vivió un par de días. 

Quiso León X que se dijera cómo procedió con mayor mansedumbre con Riario, en consideración a su prestigio, su autoridad y la angosta amistad que los unía desde antes que su santidad lo fuera, cuando la memorable conjura de los Pazzi, en que nació tierno afecto entre ellos. De modo que le indultó graciosamente el último suplicio, que le correspondería si su santidad mirase sólo por preservar la autoridad que confiere la severidad, y le restituyó la dignidad cardenalicia, el título de camarlingo y el voto activo en el cónclave, mediando un solo pago a la vista de ciento cincuenta mil ducados, cantidad mareante que algunos descreían que nadie pudiera juntar, más otros ciento cincuenta mil, en el caso de que cediera a la tentación de abandonar Roma.

En cuanto se deshizo de aquellos cardenales, y se hizo con su dinero, pensó León X que el sacro colegio le quedaba un tanto despoblado y desafecto. Para remediarlo, impartió treinta y un nuevos capelos rojos, en una sola mañana. Era una hornada sin precedentes y el consistorio accedió por miedo, y por si acaso. Entre los nombrados estaba Alfonso, infante de Portugal, que tenía siete años, en pago del detalle que tuvo su padre con el elefante y el rinoceronte. También estaban los hijos de las hermanas del santo padre.

León X murió en su villa de Magliana, a dos leguas de Roma. De tanta exploración y sajado de su reconocida fístula, vino una fiebre séptica, que los médicos diagnosticaron benigna. En efecto, no duró tres días.

Y, a lo que íbamos, Pietro Bembo, humanista, literato y secretario del papa, y también cardenal molto papabile en su tiempo, aseguró haber recogido de labios de León X estas palabras: 

Quantum nobis nostrisque ea de Christo fabula profuerit, satis est omnibus saeculis notum

que valen como decir: “Es cosa notable cuánto provecho sacamos de esta fábula de Cristo que da abasto para todos los siglos”. 

Cabe que fuera una invención de Bembo, ya se sabe que los literatos se perecen por esas chucherías. El otro día anduvo el papa por la comarca mediática y hubo motivo para que se agitaran los aprovechadores de la “fábula de Cristo”. Una redactora jefa aseguró en la tele que ella se emburkaría para entrevistar a un clerizonte iraní y se empaquetaría de monja budista reptante si tuviera que hacer lo mismo con el Dalai Lama, todo ello por respeto, ahora bien, se apresuraba a declarar al papa persona non grata porque “no mantiene la pobreza original que tuvo la barca de san Pedro”. También televisaron a un líder comunista diciendo que todo lo del papa le parecía una maniobra de distracción de “este gobierno, que nos quiere vender el milagro de los panes y los peces”. Barca de san Pedro, panes y peces… ¡qué pías comparaciones! ¿De qué fábula las sacarían? Y lo mejor fue un teólogo exclaustrado con pompa mediática, que aprovechaba el micro para predicar que la figura del papa “es un esquema medieval insostenible”. ¿Puede haber algo más medieval que un teólogo rabiando por ser papa en lugar del papa? Es como el visir Iznogud, que quiere ser califa en lugar del califa. Estos anticlericales españoles, con su fijación por la fábula de Cristo, y su discurso hiperclerical, por no decir curil y monjil, ¿no serán agentes vaticanistas?

 

 

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15 de noviembre de 2010
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