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La degeneración de los tiempos

 

Goethe tenía la superstición de los momentos históricos. La contrajo yendo de excursión con las tropas tudescas que iban a restablecer el orden monárquico en Francia. La noche del 19 de septiembre de 1792, entre Châlons y Verdun, junto al arroyo de la Tourbe, silbaba un viento asolador y ni la luna ni las estrellas lucían en el cielo. En tan señaladas condiciones, era nuestro héroe el centro de la soldadesca reunión en torno a la hoguera y discurseaba con gran satisfacción de todos sobre el apasionante tema “Venecia y yo”. Fue entonces cuando el marqués de Bombelles, antiguo embajador en Venecia, le estropeó la función al recordar cómo, dos años antes, mientras Goethe andaba hecho un casquivano y se dedicaba a la parranda veneciana, él había previsto el momento histórico que se avecinaba y había meditado hondamente sobre el gran cambio y otras elevadas quisicosas. 

En el instante de recogido silencio que siguió, se hizo patente que el ingrato público otorgaba su favor mudable y tornadizo al marqués clarividente y meditador. Goethe quedó escachado. ¿Qué género era ese del momento histórico? ¿Acaso no los dominaba él todos? 

La noche siguiente, el gran hombre callaba. Completamente solo y entregado a sí mismo, en su pecho ardían nobles ansias de emulación. En la tertulia, como después él mismo anotó “a todos les faltaba reflexión y juicio.” Por fin, alguien interpeló al genio, y fue entonces cuando proclamó: “Aquí y en el día de hoy, comienza una nueva época de la Historia Universal y siempre podréis decir que estuvísteis presentes.” Algunos miraron en derredor por ver si vislumbraban la nueva época, otros no chistaron, y todos comprendieron a quién debían el privilegio de que un momento histórico honrase sus vidas, hasta entonces corrientes. 

Descubierto el primero, todo fue más fácil y, en los años posteriores, fue Goethe testigo de multitud de momentos históricos que  él mismo indicaba didácticamente a la concurrencia. Llegó a ser tan gran fabricante de momentos históricos que los regalaba a la gente vulgar, como hizo con Hölderlin, cuando le llamó “Hölterlein” y le aconsejó que escribiera breves poemas sobre asuntos que tuvieran algún interés para la gente, el 22 de julio de 1797, fecha de fausta memoria en la literatura universal porque Hölderlin empezó a escribir largos poemas sobre asuntos que no interesaban a Goethe.

Una variante de la superstición del momento histórico es la de las cosas interesantes. Consiste en creer en la existencia de entradas de barrera que permiten asistir a las actuaciones de los fabricantes de momentos históricos. Los creyentes enterados se ponen de los nervios solo de pensar en la de cosas interesantes que pueden suceder en su ausencia. Cuando los creyentes son más bien decrépitos y crepusculares, recuentan esas cosas interesantes como quien rebusca calderilla en la entrepierna. Y ante el generoso desembolso de roña y cardenillo, uno se hace cargo de la degeneración de los tiempos. Antes, si se organizaba un momento histórico, digamos el nacimiento de una generación literaria, se quedaba en tal sitio, se hacía la foto y ya estaba. Ahora hay tal bajón en la calidad, que ni a los más avisados les cabe en la barra de favoritos la multitud de momentos históricos llenos de abajo flamantes que tiene cualquier día de labor. Porque, en la hez de la degeneración, los momentos históricos pululan, y los fabrican los periodistas, y los concejales de cultura y festejos. ¡Oh Goethe! ¡Oh marqués de Bombelles!

La persecución de las cosas interesantes recuerda a la persecución del orden, según la descripción de Mirabeau: “Perseguimos el orden, y espero que lo atrapemos”. Mirabeau fue un tremendo revolucionario y lo enterraron en el Panteón, como héroe nacional, hasta que aparecieron los papeles de Luis XVI gracias al cerrajero artista, y se vio que cobraba de Capeto, entonces lo retiraron del Panteón, y ahí le dieron todas.


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22 de noviembre de 2010
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Reseña de "Los infinitos"

John Banville La novela Los infinitos de John Banville ya llegó a una segunda edición. El autor ha sido todo un éxito desde que ganó el Booker con la maravillosa El mar. Los elogios han empezado a caerle ya. Esta es la reseña en Babelia de José Maria Guelbenzu. Pero ojo, que los que esperen una nueva versión de El mar pueden verse afectados con esta historia sobre libros y autores. Dice la nota:

Esta es una novela distinta. Una novela que ha de irritar a muchos y parecer fascinante a otros. Me encuentro entre los segundos. Lo que sí necesita es un lector amante de la literatura y dispuesto a aceptar novedades de concepción y estilo. Creo también que es una de las novelas del año.

En el libro se unen dos mundos: el de los mortales y el de los dioses. Uno de estos últimos, Hermes, es la voz narradora. La mirada de Hermes se tiende sobre la familia Godley en un momento en que el patriarca, Adam Godley, Sr., un reputado científico, se encuentra en coma a pocos pasos de su muerte. Junto a él se encuentran en la casa familiar de Arden (¿un guiño a Nabokov, este nombre?) su segunda mujer, Ursula, alcohólica; su hija Petra, medio autista, y su hijo Adam, Jr., junto con su esposa, la bella Helen. También forma parte de la casa Ivy Blount, de origen aristocrático reducida al estado de criada; Duffy, un campesino analfabeto, y dos visitantes: Roddy Wagstaff, pretendido cortejador de Petra, pero que en realidad ronda a Adam, Sr., con la intención de ser su biógrafo, y Benny Grace, un gordinflón desaliñado, descalzo y ladino, que también parece ser una encarnación del dios Pan. Con estos mimbres construye Banville una cesta insólita donde cabe una historia mínima y vulgar de relaciones familiares entre individuos afectados por problemas comunes al resto de los mortales que son contemplados por unos dioses inmortales y aburridos de su inmortalidad. La novela, por tanto, y la vida con ella, se mueve entre la muerte y la eternidad. Mientras Hermes relata las pequeñas pasiones de los humanos siente a la vez pena y cierta envidia de ellos por el hecho de que lo que a sus ojos son pequeñas reyertas y dificultades sean, precisamente, lo que da viveza y entretenimiento a sus actos, algo de lo que los dioses carecen, como carecen del horizonte de finitud de aquellos. Todos los dioses soportan mal la eternidad y su único entretenimiento es jugar con el destino de los humanos, sin beneficio para ellos ni para los humanos, aunque ellos lo hacen por divertirse, por pasar el rato, mientras que los mortales lo pagan con el dolor. Cuando Zeus, el padre de Hermes, despierta de su siesta, dirige su apetito sexual hacia Helen, la mujer de Adam, Jr., y, valiéndose del ardid de posesionarse de la voluntad de Roddy, la lleva junto al bosque y la besa apasionadamente ocasionando una pequeña catástrofe entre los mortales; después, como un niño con un juguete usado, lo aparta y vuelve a su estado de aburrimiento al comprobar que las envidiadas pasiones no son para los dioses.

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21 de noviembre de 2010
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La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

 

En su vigésima aparición pública, Editorial Redonda ofrece a sus fieles La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre, de Robert Southey. Este Southey fue el más maldito de los llamados poetas lakistas, y su máxima desgracia fue tener que competir por los favores del público con dos pesos pesados como William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, quienes, obviamente, lo aplastaron con su fama y, por qué no decirlo, su gigantesca talla literaria.

Para escribir este libro que Redonda ofrece ahora en traducción de Soledad Martínez de Pinillos , Southey se basó en Noticias historiales de  las conquistas de Tierra Firme en las Indias Occidentales, de un franciscano llamado fray Pedro Simón, quien a su vez se basó en un manuscrito guardado en los anaqueles de la orden y que fue obra de otro franciscano llamado Pedro de Aguado, quien lo había escrito  basándose en los testimonios de testigos y protagonistas de los hechos narrados, así como en otras crónicas contemporáneas.

Es decir: alguien (en este caso la imposible pareja Ursúa-Aguirre) protagoniza en 1560 unos hechos tan notables que, años después de ocurridos, un historiador los recoge con la máxima precisión posible, aunque su esfuerzo sólo se verá recompensado cuando, en 1627, otro franciscano edite su propia historia basándose casi por completo en la de su predecesor. Más de doscientos años más tarde, otro cronista por afición, esta vez de nacionalidad inglesa, retomará la historia de Aguirre vista por aquellos dos franciscanos que hablaban de oídas y dará su propia versión, que es la que nos llega ahora traducida al castellano.

En cuyo caso parece legítimo preguntarse: después de tantas manipulaciones por parte de los historiadores primitivos o modernos, y después de varios pasos de una lengua a otra para terminar regresando a la original, los hechos y los hombres que los protagonizaron, ¿tienen algo que ver con la verdad?

Por descontado que sí. Y el relato (porque es más un relato que un libro de historia) continúa siendo fascinante incluso para quienes hayan leído algunas de las crónicas originales y las versiones que hicieron entre otros, Ramón J. Sender (en novela) y Torrente Ballester (para teatro). Y también continúa siendo fascinante para quien todo el rato tenga que estar luchando contra la imagen contrahecha y sobreactuada de Klaus Kinski  en la película de Werner Herzog.

De entrada, la época resulta fascinante porque cuando Ursúa recibió el encargo de descubrir y conquistar un lugar totalmente imaginario llamado  El Dorado la conquista de América estaba terminando y el soldado heroico que conquistaba tierras en nombre del rey y almas para la mayor gloria de Dios ya pertenecía al pasado. Los guerreros que no habían querido o sabido reciclarse en colonos (por ejemplo Aguirre, que todavía soñaba con amasar una fortuna a punta de espada) se habían convertido en peligrosas hordas de semiforajidos dispuestos a engancharse en cualquier aventura por disparatada que fuera con tal de que les permitiera hacer lo único que sabían hacer, o sea, manejar armas. Ya nadie creía estar cumpliendo una misión histórica y trascendente, y los mundos que restaban por conquistar estaban más allá de la línea que señalaba el imperio de la ley y el orden. Y en ese territorio sumido en la tiniebla, ocurrían cosas muy misteriosas con los valores generalmente aceptados. Lope de Aguirre, justamente llamado "El loco" y con no menos justicia conocido asimismo como "Traidor", era un homicida que mataba o hacía matar por ansia de poder, porque le asedian los demonios o, sencillamente, por el placer de hacerlo. Pero de pronto, cuando  traspasó la línea de no retorno al asesinar a Pedro de Ursúa y proclamar públicamente su desafección al rey,  descubrió el poder de cohesión y la fuente de fidelidad que entraña toda muerte injustificable - y cuanto más sanguinaria y cruel e injustificable sea una muerte más cohesión y fidelidad genera - ya no pudo dejar de matar y ordenar matar porque la transgresión era  el único vínculo de unión entre sus hombres y él.  Curiosamente, en ese disloque de valores que se producjo en el caos de traiciones y ambiciones desmesuradas que era América, incluso un homicida y saqueador confeso, como era Lope de Aguirre, podía escribir al rey y, en nombre de su propia escala de valores, reprochar al monarca que no reaccionase frente a la flagrante corrupción del clero y echarle en cara el desgobierno de las provincias que otros habían ganado para él arriesgando sus vidas. Dicho lo cual, y de no ser porque su suerte ya estaba echada, Aguirre hubiera proseguido su sanguinario deambular. Y quede claro que estuvo en un tris de salirse con la suya y regresar victorioso a Perú.

 

La expedición de Ursúa y los crímenes de Aguirre

Robert Southey

Editorial Reino de Redonda

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21 de noviembre de 2010
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La rebelión de las clases medias

Hay una rebelión en marcha. De las clases medias contra los poderes establecidos. Su enemigo es el nuevo mundo incubado por la globalización, que acaba de romper la cáscara con la crisis económica. La caída de rentas, el desempleo, la pérdida de ventajas sociales y el horizonte de un bienestar decreciente que sufren europeos y norteamericanos se corresponde con la aparición de unas nuevas clases medias globales en los países emergentes, con una voracidad consumidora y una actitud ante el futuro tan ambiciosa como sus homólogas occidentales en el momento de su ascensión.

El desplazamiento del centro de gravedad del planeta transfiere poder económico y político, pero también capacidad para imponer pautas y valores. Las clases medias chinas están más ocupadas en el glorioso enriquecimiento que les prometió Deng Xiaoping que en la defensa de los derechos humanos y las libertades públicas. Las de los países islámicos, incluidas democracias como Indonesia y Turquía, sienten más preocupación por la llamada difamación de la religión, que identifican con la libertad de expresión occidental, que con la discriminación, e incluso, el maltrato de la mujer que todavía practican en sus familias patriarcales, apoyándose en muchas ocasiones en textos religiosos. Ya no cuenta aquella clase obrera que inspiró a Marx. Las clases medias urbanas son ahora los sujetos de la historia. Los regímenes que quieren asegurar su estabilidad se basan en un pacto que garantiza la prosperidad de estas clases que ahora marcan el paso del mundo. Este pacto se está agrietando en las sociedades europeas y norteamericana, donde los partidos e ideologías que lo han cementado durante los últimos 60 años no consiguen hacer pasar sus mensajes y encuadrar a sus antiguas clientelas. Lo expresa el populismo rampante, que se moviliza en la contención de la inmigración, la lucha ideológica contra el islam y la protesta contra los partidos e instituciones que hasta hace bien poco habían asegurado la prosperidad y el futuro. Las clases medias occidentales se rebelan contra una pérdida de poder que sufren directamente. Pero su actitud tiene algo de suicida. No quieren inmigrantes, cuando necesitan mano de obra cualificada y abundante para asegurar el futuro de sus economías y sistemas sociales. No quieren musulmanes, cuando la única posibilidad de organizar sociedades plurales en paz y democracia es aislar a los violentos y a los ultras de la gran masa de creyentes. No tienen apego a lo público, cuando han sido el mercado y la desregulación los que las han dejado a la intemperie. En Europa reniegan de la unidad europea y en Estados Unidos coquetean con el aislacionismo o el belicismo, pero su única salida es una fuerte alianza transatlántica que compense el naciente desequilibrio del mundo sin caer en una nueva guerra fría.

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21 de noviembre de 2010
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Las mandarinas vienen en barco

Es una bolsa de malla, una redecilla tejida de color rojizo con cinco mandarinas en su interior. La ha traído ?desde Europa? un lector que descubrió dónde vivo gracias a las pistas dejadas en el blog. Después de brindarle un vaso de agua, ha sacado los cítricos de su mochila ?con cierta vergüenza? como si viniera a regalarme algo demasiado común en esta Isla, más común incluso que el marabú o la intolerancia. No se explica entonces por qué agarro el paquete y hundo la nariz en cada fruta. Unos segundos y llamo a gritos a mi familia para enseñarles los anaranjados redondeles que ya comienzo a pelar. Hundo las uñas en la cáscara y me huelo los dedos. Tengo una fiesta de resina sobre cada mano. Un reguero de hollejos llena la mesa y hasta el perro se entusiasma con el sabor que tiene alborotada a toda la casa. ¡Han llegado las mandarinas! ¡Ha vuelto ese aroma casi perdido, esa textura extraviada! Mi sobrina celebra la aparición y tengo que explicarle que una vez estos frutos no vinieron en barco ni en avión. Evito confundirla ?porque sólo tiene ocho años? con la historia del plan citrícola nacional y de las grandes extensiones en la Isla de la Juventud donde las naranjas y toronjas eran cosechadas por estudiantes de otros países. Tampoco le menciono las triunfalistas cifras lanzadas desde la tribuna o los jugos Tropical Island que comenzaron siendo fabricados con la pulpa extraída de nuestras cosechas y ahora saben a siropes importados. Pero sí le cuento que cuando llegaba noviembre o diciembre, todos los niños de mi escuela primaria olíamos a mandarinas. ¡Qué días aquellos! En que nadie tenía que traernos desde un lejano continente lo que nuestras propias tierras producían.

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20 de noviembre de 2010
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Se viene lo nuevo de Auster

carátula del libro Sunset Park, la nueva novela de Paul Auster, aparecerá el 23 de Septiembre, y en El Cultural adelanta las primeras páginas. Pero antes nos anuncia el tema:

El autor neoyorquino se mueve ahora en las difusas fronteras morales de las relaciones de adultos con menores. Miles Heller, de 28 años, vive con Pilar Sanchez, de 16, después de haber desaparecido de su vida anterior. Tras abandonar la universidad y despedirse de sus padres, trabaja en una empresa de mudanzas que se dedica a vaciar las casas desahuciadas.

Para leer las primeras páginas pueden ir a este enlace.

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20 de noviembre de 2010
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Banksy por dentro y por fuera

Hace unas semanas, de visita en Nueva York, me quedé en el hotel Carlton Arms. Este hotel, que alguna vez fue el favorito de los travestis que trabajaban en el vecindario, se ha ido convirtiendo en un museo de arte urbano: todos los pasillos y habitaciones están pintados por grafiteros célebres como Banksy, BilliKid y CERN. No tuve la suerte de que me tocara la habitación pintada por Banksy, pero sí pude apreciar de cerca el corredor en el que el artista de Bristol había desplegado toda su creatividad. Me deslumbraron unos personajes que parecían sacados de un dibujo animado psicodélico: cowboys con lenguas largas, mujeres verdes con tres senos, reyes prisioneros y buitres de cuellos retorcidos.    

Mi curiosidad por el Carlton Arms había sido despertada por Exit Through the Giftshop, el "documental" de Banksy que acababa de ver en la cinemateca de Cornell. Quería saber más del "street art" (Liliana, mi pareja, había visto dos veces el documental y fue la primera en derrumbar mi escepticismo). Me conmovió la historia de Thierry Ghetta, el francés que, fascinado con el arte urbano, se pone a documentarlo todo a través de su cámara filmadora. Gracias a su primo, el grafitero Space Invader, Ghetta conoce a Banksy, quien le sugiere que él mismo se convierta en artista. En el documental, asistimos a esa transformación: el ingenuo Ghetta termina de gran "street artist", elogiado por los poderosos de la crítica y de Hollywood.

Aunque Banksy defiende en las entrevistas la autenticidad del documental, está claro que Exit Through the Giftshop es un "mock-umental". Banksy nos cuenta por un lado la historia del arte urbano y por otro comenta con acidez acerca de la forma arbitraria en que los popes de la crítica dictaminan qué es arte y qué no. Nos reímos de Ghetta, pero es una risa incómoda: Banksy, aquí, está confesando que el artista callejero es también parte del mercado, del sistema que él mismo critica. Banksy ha dicho en una entrevista que "el street-art no es como otros movimientos artísticos, no recibe subvenciones ni está patrocinado por los ricos. Por eso sería una vergüenza que acabara como cualquier otro arte: atrapado en las vitrinas de un museo o en las paredes de las casas de los que nunca tendrán problemas de dinero". Sin embargo, eso es lo que está ocurriendo y lo que también sugiere el "documental".

Banksy es el grafitero politizado que ha intervenido en Disneylandia y Gaza y Cisjordania, pero no hay que idealizarlo: él es también un hombre muy rico gracias a los coleccionistas de sus obras. Algunos se escandalizaron ante su reciente "intervención" de un programa tan venerable como Los Simpsons, pero que este programa se haya mantenido relevante gracias a su crítica burlona y despiadada del sistema no significa que esté fuera de éste (precisamente de eso trata la intervención de Banksy). Bansky trabaja después de Duchamp y Warhol y en el fondo sabe que cualquier tipo de movimiento subversivo artístico será cooptado por el mercado. El desafío consiste en mantener la legitimidad para criticar el sistema al mismo tiempo que se acepta que no hay nada fuera del sistema.      
      
(Revista Qué Pasa, 19 de noviembre 2010)

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19 de noviembre de 2010
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I. Fulgores de azufre

Me tocó inaugurar en Buenos Aires el Congreso Internacional organizado por el Foro de Periodistas Argentinos (FOPEA), en la Universidad de Palermo. El tema del encuentro fue "Volver a las fuentes. Cómo narrar  historias a las audiencias del siglo XXI". Hablé de esa frontera a veces tan invisible que hay entre la escritura de ficciones, que es la del novelista, y la de realidades, que es la del periodista, un tema que siempre me apasiona. Y les dejo algunas de esas ideas:

  En la mente del escritor se arman escenarios simultáneos, que tienen la misma calidad instantánea, y en muchos sentidos somos prisioneros de esos escenarios. No puedo huir de las visiones de la realidad. Lo que siempre tendré en mis manos es un modelo para armar, con piezas sorpresivas que me entrega esa misma realidad que llega desde la vida turbulenta y desde las imágenes que reflejan esa turbulencia. Pero también el pasado me entrega piezas que no puedo desdeñar, y que reclaman ser parte de lo que tengo que contar.

América Latina resplandece en las historias que contamos con fulgores de azufre. Es un repertorio anormal el que se abre frente a nuestros ojos, entre la atrocidad y el delirio, pero de alguna manera planeamos como aves de presa sobre ese paisaje extraño, por anormal, lleno de historias que contar, muchas de ellas determinadas por el poder. Siempre me digo que si viviéramos en países de equilibrios institucionales, de respeto permanente a las leyes, de garantías ciudadanas, y donde imperara la justa distribución de la riqueza, y la miseria no fuera un escarnio, ni imperara la corrupción, nos quedaríamos en la cesantía, o tendríamos que buscar otro oficio.

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19 de noviembre de 2010
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Retorno a Saint Julien le Pauvre

El pasado día 7,  domingo lluvioso y frío  marcado por   manifestaciones de resistencia política contra  leyes impuestas por el mercado, pero que algunos consideran tan intocables como las leyes naturales, he asistido de nuevo a  la ceremonia cantada según el rito maronita de Saint Julien le Pauvre, pequeño templo situado  en un cuidado jardín, en la cercanía del Sena y frente  a Nôtre Dame, y al que me refería ya aquí hace un par de años. En el transcurso de la ceremonia volví a experimentar el sentimiento de que en ciertos contextos la palabra Dios es tan sólo expresión de un impulso por trascender la finitud, que en  humano alguno puede ser erradicado:  no un impulso  por salvar la  propia individualidad, sino  por reconciliarla con lo que constituye la entidad mismo del hombre, de espaldas a la  cual vive, siendo casi lo de menos que al deseo de tal reconciliación aparezca como búsqueda de un dios. 

Volví a experimentar que el espíritu laico que vincula la idea de absoluto exclusivamente a la obra de arte (en general  al descubrimiento en la naturaleza humana de propiedades emergentes no explicables mecanicamente por sus componentes -todos los efectos poéticos del lenguaje por ejemplo) se halla más cerca de un Peguy o de un Pascal que de los pontífices de las    construcciones ideológicas hoy imperantes,  que tienen los rasgos  de las religiones, pero que no dan lugar a la erección de catedrales.  Me ratifico en la idea de que no es  necesario asumir ningún postulado irracional para hacer propia la tesis de que "en el principio está el verbo". Pues principio para los seres de razón es aquello que arranca a las cosas a la insignificancia del orden ciegamente natural, es decir les otorga significación. Repudiar todo lo que proceda de las oficinas  vaticanistas o las análogas de otras confesiones, declarar el carácter de narcótico de las esperanzas, reivindicar la necesidad de subvertir las miserables condiciones sociales existentes...para todo ello es un acicate  asistir la modesta y conmovedora ceremonia  maronita de esta pequeña iglesia parisina.

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19 de noviembre de 2010
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