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Tonterías las justas

 

Durante milenios, las ceremonias mediante las que se proclamaban las categorías de padre e hijo, fueron dos: la más antigua, la covada, donde el padre se encama y es objeto de las atenciones que corresponden a quien acaba de parir, y la que vino despues, el alzamiento a la rodilla, donde el hijo es tomado del suelo por el padre y, puesto sobre sus rodillas, lo nombra por primera vez, con lo cual pasa de víscera innominada a persona.

De la primera a la segunda ceremonia hay un ascenso en la dignidad y, sobre todo, el poder del padre, que pasa de estar tumbado y ser objeto pasivo de atenciones, a estar sentado y determinar la conversión en hijo del producto todavía no humano que evacua la madre.

En las familias lingüísticas indoeuropea y semítica, la rodilla ha generado un especial caudal significativo procedente de la ceremonia de alzamiento y puesta de nombre por el padre. No es casual que en latín genu “rodilla” y genus “familia” se parezcan tanto, y lo mismo vale para el griego gony “rodilla” y genos “linaje”, el celtibérico ken “rodilla” y kentis “hijo”, el alemán Knie “rodilla” y kind “hijo”, el anglosajón cneo “rodilla” y ceneodan “nombrar”. Tampoco es producto del azar que el radical hebreo brk esté amigablemente compartido por “rodilla” y “bendecir”.

Las sociedades de covada eran matrilineales, lo cual no quiere decir que en ellas mandase la mujer, sino que lo hacía su hermano o su tío. Pero sí es cierto que el padre o marido no era propiamente considerado miembro de la familia, sino una suerte de huésped distinguido y necesario para su función. 

El nombre vasco del marido es senar, o sea, “macho del complejo familiar”. Para el nuevo concepto de padre con altar en sus rodillas y poder sacralizante en sus palabras, en aquitano y en vasco se tomó como préstamo el término indoeuropeo aita, que significa “ayo nutricio" o "preceptor”, carente de la preeminencia del pater familias, que de entrada era incomprensible en una sociedad de covada. En la Odisea, por ejemplo, Telémaco llama atta al porquero Eumeo, pero no a su padre Ulises; y en la Ilíada, Aquiles se refiere de ese modo a Fénix, pero no a su padre  Peleo.

Otro indicio claro de que aquitanos y vascos eran de covada se ve en la nomenclatura de los hermanos y hermanas donde se marca con -ba la relación referida a la mujer, mientras los varones relacionados con hombre quedan aislados y sin marca, como relacionados con lo irrelevante: arreba es hermana de hombre, neba es hermano de mujer, y aizpa es hermana de mujer; anaia, hermano de hombre, no tiene marca, queda suelto. Y también asoma la covada en la importancia de la categoría iloba “sobrino”, que expresaba la relación de linaje con los tíos maternos, y al llegar la moda patrilienal, se equiparó con la de “nieto”.

La categoría de esposa o señora no existía en la sociedad matrilineal. Para designar el nuevo estatus, el aquitano y el vasco importaron del celta el término andere. También eran de covada los cántabros y otros pueblos hispanos. En el área mediterránea, consta esa información respecto a corsos y ligures. 

Mientras algunos estudios declaraban a finales del siglo XIX que la extraña moda de que el padre impostara ritualmente el parto, con movimientos y gemidos, y el puerperio, con reposo y comidas rituales, e incluso el embarazo, con restricciones dietéticas y reposo, ya no se llevaba en el “Viejo Mundo”, lo cierto es que hasta mediados del siglo XX, como mínimo, se ha seguido constatando alguna forma de covada en todas partes, de Laponia a Sudáfrica y de Borneo a Brasil. También, por supuesto, en Estados Unidos, Inglaterra, Francia o Alemania. 

Las formas más evidentes, como que el hombre, además de acostarse con el recién nacido, le pusiera su camisa y quemara la placenta en una gran hoguera ritual —práctica registrada en el Limousin y en Albacete, que resulta de una plasticidad, no ya evidente, sino envolvente—, han desaparecido antes que otras, más estilizadas, como que la mujer lleve los calzones del padre cuando se acerca el parto, o la obligación de que en éste no falte alguna prenda del marido, sea en la espalda o la cabeza de la parturienta, o en la ventana; incluso el sombrero sobre la almohada era suficiente en los países Bálticos, Alabama y Carolina del Sur. 

De una encuesta que organizó en 1901 el Ateneo de Madrid sobre nacimiento, matrimonio y muerte, hay un fichero con los testimonios relacionados con la covada (I-C-f-1 y -2) en el Museo Etnológico y Antropológico. Se concluye enseguida que debió practicarse en todas partes de España y no sólo en Cantabria, de donde párrocos enérgicos erradicaron la “indecente” costumbre en la segunda mitad del siglo XIX, según narraba Telesforo Aranzadi (De la “covada” en España) en 1910. 

En las respuestas de la encuesta del Ateneo, se repite el rasgo clásico de comprobarla en el vecino, mientras en casa ya se ha superado: “No existe en Mallorca […] En donde se ve más marcada es en la vecina Ibiza. Tan pronto como se presenta el parto, el marido se mete en la cama con su mujer, tomando tazas de caldo como ella y colocando al recién nacido entre los dos”. El de Menorca asegura que es algo del pasado, aunque “al padre que, en vez de desplegar su actividad se tumba a la bartola, se le aplica el mote de parterot, masculino de partera (recién parida según nuestro dialecto)”. El de Canarias asegura que ya no se practica el acostarse mientras lo estuviera la puérpera “pero continúan haciéndose agasajar al igual que sus mujeres paridas […] comen y beben lo mismo, las mismas veces y durante el mismo número de días”.

A esa encuesta se debe el más expresivo testimonio nunca habido. Es el remitido desde Tamarite, en Huesca. El informante, cumpliendo la preceptiva del género, empieza por asegurar que no se conoce tal cosa en su pueblo, sino “en la montaña de esta provincia a principio del siglo XIX”. Luego anuncia que lo referirá en latín, porque “el hecho es escabroso y no muy pulcro”. Y, por fin, cuenta lo que sigue: 

Geniale ad convivium, mulierum turba vocata

prope lectum venit, quo jacent conjuges ambo.

Tecti ¡pro pudor! apte sindone parato

apicem phali tantum ut vir ostendet queat.

Alia post aliam eumque digito pulsant

Genitor, ave, clamantes, tu genitor, ave.

Es una lástima que esté en latín, porque seguro que las damas de Tamarite o las de “la montaña”, se expresarían  con un desgarro y justeza que nos ha ocultado para siempre ese comedido “¡genitor, ave!”. Pero mucho más es de agradecer que el maestro latinista se haya decidido a contar de una vez para la posteridad que las vecinas invitadas a festejar el nacimiento se acercaban al lecho donde yacían los dos cónyuges, la que en apariencia había parido y el divo, y éste ostentaba todo lo que podía de su maravilla fálica, graciosamente puesta bajo sedoso lienzo, y las visitantes proclamaban su felicitación admirada. 

Esta ceremonia de reconocimiento que busca aplacar al señor susceptible coincide con lo observado en el rito de la covada en la Guayana Británica, donde el divo hacía dieta especial desde el quinto mes de embarazo, permanecía inmóvil en la hamaca durante el parto y los primeros días posteriores, y, mientras la madre volvía al trabajo con el recién nacido en bandolera, él era solíticamente cuidado por todas las mujeres del poblado. En el alto Paraguay, era lo mismo, pero con el detalle de que, cuando la presunta autora de la parte grosera del milagro, regresaba de lavar al niño la primera vez, no podía hablar, sino sólo mirar con recogimiento al divo.

Respecto a la antigüedad y el arraigo de esta apasionante pieza dramática, basta tener en cuenta su representación por los pobladores precolombinos de América. 

El abandono de la covada en España fue un proceso gradual que se inició con los fenicios y los griegos, muy influyentes en los tartesios y los íberos, y continuó con los celtas y los romanos. Con todo, duró hasta el siglo XX, en el que aún se documentan ceremonias reminiscentes de su antiquísima vigencia en toda la Península. 

En algún momento debio quedar claro que, para implicar al padre en esos arreglos convenidos que llamamos familia y sociedad, era preciso recompensarle con una categoría que lo resarciera de su irremediable envidia y complejo de ninguneado. El  apellido paterno proviene de la invención del padre pos-covada —o sea, del que alza al hijo sobre sus rodillas, lo nombra y, en consecuencia, lo reconoce como suyo—, que a su vez es modelo de las religiones y cosmovisiones elaboradas en la última media docena de milenios.

Hay ahora una proposición legislativa que dice querer eliminar la discriminación que supone la imposición automática del apellido paterno en primer lugar, en caso de desacuerdo. Se le podría objetar que, para que el arreglo antimachista resultara más pedagógico —que es la pretensión de fondo—, la madre tendría que poder imponer el apellido de su madre, y no de su padre, aunque, horror, no dejaría de ser el del padre de la madre de la madre, con lo que el enjuague hecho para liberar a las madres del machismo imperante no haría sino recordarlo. Siempre habrá un apellido paterno que se perpetúe—incluso en el sistema portugués donde se transmite en segundo lugar el segundo apellido del padre, mientras el primero, el materno, se ostenta pero no se transmite— porque, después de todo, el apellido es una invención para implicar al padre: en realidad, para crear al padre según la convención vigente.

Pero lo cómico de la cuestión está en la propia ley actual, convenientemente enrevesada por la proposición alfabetizadora. Hoy, para registrar la inscripción del nacimiento en la localidad de domicilio común de los padres, si es distinta del lugar en que se produjo el nacimiento, se exige que la solicitud se formule mediante comparecencia de los progenitores de común acuerdo. Esto se suele hacer con bastante frecuencia, porque la inscripción en una u otra localidad tiene su interés: aparte de los insondables motivos sentimentales y hasta políticos, hay legados testamentarios vinculados a ese detalle, así como multitud de disfrutes y derechos —caza, aprovechamientos, servicios— que también dependen de esa inscripción. Entonces, ¿por qué la bondadosa ley no contempla en este punto el desacuerdo y su definitivo desarreglo mediante la resolución alfabética? 

Lo mismo sucede con la imposición del nombre propio, que puede ser simple o doble, pero no faltón, ni malsonante. Ahora bien, ¿qué pasa en caso de desacuerdo? ¿Por qué no interviene aquí la apisonadora alfabética? En buena lógica legislativa, debiera aplicarse igualmente, así tendríamos al menos tres causas de líos, y no sólo una. Saltan a la vista dos querellas alfabetizables que se han dejado sin explotar y podrían dar juego. Y ya lanzados, nuestros solícitos legisladores podían proponer el orden alfabético para solucionar todos los desacuerdos de pareja, la casa, la custodia, y demás alegrías. Pero, ¿qué digo de pareja? Nada: para todos los conflictos nacionales e internacionales de la humanidad. ¿Litigios por raya fronteriza? Orden alfabético al canto. ¿Que dónde lo buscamos? Pues donde lo haya, en la toponimia, en el nombre de las naciones, las civilizaciones o sus ministros, donde sea, es omnipresente. Qué maravilla, así tenemos el mundo arreglado y podemos pasar a otra cosa

Ya la ley de 1999 introducía una pedagogía de la insidia, no por imponer una de las dos combinaciones posibles, sino por presentarla como solución para casos de desacuerdo —casos que propone y, en definitiva, promueve la propia ley, y eso es lo peor que puede hacer una ley—. Si no se han previsto soluciones alfabetizadoras para las posibles querellas por el lugar de inscripción y por el nombre propio, porque cualquiera ve que el padre y la madre acuden al registro a inscribir un acuerdo en ese sentido, ¿por qué se prevé una querella ad hoc en la cuestión del apellidamiento, y se remata con una necedad asnalfabética, que no hace sino consagrar la propia insidia? Si él se llama Gómez, y ella, Rodríguez, y disienten en el orden, ¿de qué le sirve a ella hacerlo constar? Puestos a legislar el bostezo, casi sería más salomónico ponerle a la víctima del desacuerdo un nombre de oficio.

Proponer la querella con alevosía leguleya, para imponerle una solución desjuiciada, está muy feo, la verdad. Mucho mejor es no fomentar querella alguna. No contemplar el desacuerdo, como se dice en la jerga —y nunca mejor dicho, porque se trasluce que hay contemplación con regodeo—, y que se inscriba el lugar de nacimiento, nombre propio y orden de apellidos, conforme al común acuerdo de los progenitores.


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8 de noviembre de 2010
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Perdida la sintonía fina

Saber quien consigue musitar sus consejos al oído del Pontífice Romano es muy difícil. Pero es evidente que Benedicto XVI ha escuchado con atención las recomendaciones llegadas desde Barcelona sobre las lenguas y las culturas de este país diverso, de forma que luego se han traducido en las palabras y en la liturgia, fuertemente impregnada de la mejor cultura musical catalana, en la ceremonia de consagración ayer de la Sagrada Familia como Basílica. Pero no han sido los únicos argumentos escuchados por el Papa en los días previos a su viaje a Galicia y Cataluña. También ha escuchado y ha asimilado argumentos menos sutiles y civilizados, como los que se pueden leer con frecuencia en los medios de comunicación de extrema derecha, mayoritariamente afincados en Madrid. De ahí esta frase como un bombazo, lanzada en el avión de Roma a Santiago, en la que ha comparado la creciente secularización actual con el ?laicismo agresivo? que hubo en España en la década de 1930.

El portavoz del Vaticano, el jesuita Federico Lombardi, ha intentado quitar hierro a estas palabras, hasta convertir la cuestión en un problema de interpretación. Otros, en una peligrosa banalización de la historia, las han querido analizar como un mero y merecido castigo táctico al Gobierno socialista español. No hay que entrar a discutir estos argumentos, que la más sensata evidencia desmienten: el trato económico y fiscal que recibe la Iglesia en España, sin comparación en ningún otro país en el mundo; su extensa red de docencia subvencionada, fruto de una situación histórica excepcional; la presencia de numerosos ministros católicos practicantes en el gobierno; el trato especial, privilegiado e incluso vulnerador de la no confesionalidad del Estado que se expresa en multitud de aspectos simbólicos de la vida pública española; el despliegue de seguridad, medios y autoridades y las numerosísimas deferencias oficiales en estos dos días de visita pontifica. ¿Todo esto es propio de un país con un síndrome de laicismo agresivo propio de los años 30, aquella década turbulenta que terminó en un baño de sangre, sufrido también por millares de religiosos católicos? Todo el mundo reconoce a Joseph Ratzinger su envergadura intelectual y universitaria. Más discutible es su comportamiento como guardián del dogma, aunque no es de cuestiones de este tipo de las que quiero escribir ahora. Y hay de nuevo un mayor consenso, poco exhibido por sus partidarios, sobre su escasa mano izquierda como político y diplomático. Es evidente incluso que en algunas ocasiones, como le sucedió en el discurso de Ratisbona, no ha sabido calibrar muy bien su papel como cátedro propenso a la especulación con su papel como Jefe de Estado del Vaticano y cabeza de la Iglesia Romana. Nadie debería ofenderse aquí por su comparación de la España actual con la España de los años 30, al menos como se ofendieron los musulmanes con sus frases que identifican el Islam con la violencia. Es tan evidente la inexactitud y tan injusta la comparación, que sólo puede anotarse en el capítulo de las maldades de sus consejeros españoles --que el oído del Pontífice no ha sabido distinguir--, útiles para los movimientos tácticos de la Conferencia Episcopal en sus relaciones siempre complejas con el Gobierno. Según la revista Forbes, Ratzinger es el quinto hombre más poderoso del mundo. Nadie va a discutir a estas alturas la importancia de su viaje a España y, sobre todo, a Barcelona, donde la jornada de ayer propulsará el atractivo ya universal que tienen Antoni Gaudí y la Sagrada Familia. Este viaje lo tenía todo para terminar de forma redonda y perfecta. Pero falló la sintonía fina. Funcionó por una vez con el catolicismo catalán, mucho más que con el anterior Papa. A su llegada a Santiago, aseguró que España ?en los últimos decenios, camina en concordia y unidad, en libertad y paz, mirando al futuro con esperanza y responsabilidad?, palabras en directa contradicción con las que había pronunciado en el avión. Si es notable la 'finezza' del escribano de sus discursos, también es bien claro el tosco objetivo político de quien le sopló la comparación infame.

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8 de noviembre de 2010
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Siete maneras de matar a un gato

 

Inevitablemente, llega la enésima salvajada. La novela se abre con la minuciosa descripción de cómo se desnuca un gato que luego es decapitado, desventrado y despellejado a fin de dejarlo listo para ser devorado. "Hace una semana que no como carne", dice el narrador a modo de explicación ante su falta de condena por lo que le está ocurriendo al gato. "Estoy harto [...] de la polenta hervida, del arroz con gorgojos que conseguimos gratis del mayorista de Zavaleta y de las ciruelas que le robamos al portugués Oliveira".

                En vista de semejante apertura, y teniendo en mente el título de la novela, el lector se prepara para lo peor, es decir, las restantes  ejecuciones que vendrán. Y vienen, salvo que las victimas no son gatos sino seres humanos, muchos de ellos adolescentes, como el narrador, el Gringo, o su compinche, el Chueco. Hasta que, ya decididamente alarmado por los acontecimientos, el lector decide averiguar qué relación tiene con la realidad eso que le está contando el Matías Néspolo que se esconde detrás del narrador.

                Y resulta que Zavaleta, la barriada del sur de Buenos Aires donde está situada la narración, no sólo existe sino que ostenta el desgraciado estigma de ser uno de los lugares más peligrosos de la capital argentina. Basta dar un pequeño repaso a la crónica de sucesos del barrio para recolectar un repertorio de muertes violentas y salvajadas varias que el lector avezado, o sea, aquél que haya pasado de las cien primeras páginas, le sonarán extrañamente familiares: niños drogados, adolescentes que roban y matan a cambio de prácticamente nada, adultos que viven del tráfico y la prostitución, policías corruptos y, muy de cuando en cuando, un destello de humanidad, un gesto reconocible como perteneciente a un universo racional, una reflexión que podría surgir de una conciencia moral. Pero ya digo que son como destellos fugaces  que surgen muy de cuando en cuando de la negrura de un acontecer en el que lo primordial es llegar vivo a la noche, y una vez alcanzada tan efímera meta, arreglárselas para emerger de ésta vivo y con los arrestos necesarios para afrontar una nueva jornada en la que no se vislumbra la menor esperanza,

                Aun a riesgo de desorientar aún más al lector acerca de lo que va a encontrar según vaya pasando páginas y saltando de un capítulo a otro, he considerado indispensable hacer esta advertencia preliminar porque al mismo tiempo también creo indispensable decir que se trata de una muy notable novela y que en Matías Néspolo apuntan los rasgos que distinguen inequívocamente a un futuro  gran narrador. Asimismo considero indispensable hablar muy elogiosamente del ritmo, la tensión y el interés que suscitan las peripecias del Gringo, el Chueco, el Jetita o el Gordo Farias y su muy atractiva hija Yanina, por no hablar del resto de personajes muy bien perfilados que entonan este cántico coral surgido de la miseria y la desesperanza asumidas y, por ende, irredentas. Desde el primer encuentro con ellos los sabemos condenados a sufrir encontronazos brutales dentro de ese espacio que, como lo describiría Beckett, es lo bastante grande como para permitir dar vueltas y moverse por su interior, pero no lo suficientemente amplio como para  no saber que tiene límites y que éstos son infranqueables. Y tampoco se precisa una gran perspicacia para caer en la cuenta de que esa descripción valdría asimismo para cualquier  infierno. Lo cual hace más meritorio, y resalta aún más el  notable manejo de unos recursos narrativos indispensables para mantener durante más de doscientas páginas la ficción de que no se trata simplemente de una historia de perdedores que pierden (faltaría más), o de una situación en la que, si no hay escapatoria, si la partida está jugada de antemano, entonces se trata únicamente de asistir a una agonía. Y no. Teniendo en cuenta las muy considerables distancias que los separan en el tiempo, el espacio y, sobre todo, en sensibilidad, leyendo Siete maneras de matar un  gato es imposible no reconocer destellos del Baroja de La lucha por la vida, por la misma razón que leyendo La Busca, Mala hierba o Aurora roja es imposible no reconocer destellos de los Dickens, Balzacs y Dostoievskis que precedieron al ilustre panadero. Pero ya digo que es preciso dar un considerable salto atrás porque, así de sopetón, Matías Néspolo es un habitante tan inconfundible del Buenos Aires barriobajero y canalla que incluso se ha considerado necesario incluir al final un pequeño glosario porque la mitad de las veces resulta difícil entender de qué hablan él o sus personajes.

Siete maneras de matar a un gato

Matías Néspolo

los libros del lince

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8 de noviembre de 2010
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"Creo que Bolaño lo sabía todo"

Alberto Fuguet Una entrevista extensa a Alberto Fuguet le hizo Martín Pérez en Radar Libros. Ahí se comenta sobre todo la novela Missing, pero además toda su obra, la esperanza McOndo y su carrera cinematográfica. Y entre los temas, uno muy interesante es la relación que Fuguet tiene con algunos escritores latinoamericanos fundamentales para su obra, como Vargas Llosa, Bolaño, Fogwill y sobre todo Andrés Caicedo. Dice la nota:

Alberto Fuguet puede asegurar no haber conocido, antes de recibir la elogiosa frase que ilustra la portada local de su última novela, a Fogwill. ?Fue algo sorpresivo y agradable. Sobre todo porque no tenía acceso a él y no lo conocía. Lo que me hace creer que existe una hermandad cósmica entre escritores?, asegura el chileno, al que Fogwill celebra en Missing, asegurando que es una gran novela verdadera, cuanto más ficción, más verdadera. ?Fuguet está parado todo el tiempo tambaleándose sobre los hombros del mejor Bolaño?, asegura el escritor argentino. Si alguien debería haber defendido a la generación de Zona de Contacto en Chile, ése era Bolaño, ¿no es cierto? ¿Los conocía? ?Estoy especulando, pero creo que Bolaño lo sabía todo. Supongo que lo que no le cerró fue el vínculo con El Mercurio. Pero lo que hizo Bolaño fue conquistar una Zona propia: llamaba por teléfono a alumnos míos, no hablaba con los editores, sino con los pasantes. Así que en vez de defenderlos, los atacó. ?No fue tanto. En mi caso, habló en contra y a favor. Por mi personalidad paranoica, estaba esperando el golpe, pero cuando habló en contra fue muy tangencial. Y se cargó explícitamente a Donoso, Edwards, Skármeta, Neruda, Mistral, Eltit, Sepúlveda, Isabel Allende y Marcela Serrano. Yo creo que estaba esperando que saliese Las películas de mi vida para opinar. Edmundo Paz Soldán me dijo que estaba muy curioso. Y en una de sus últimas entrevistas, que hace poco se conoció, habla bien de mí y dice que siente muchas cosas en común. El archivo dice que Fuguet salió muy temprano a celebrar a Bolaño, cuando recién había aparecido La literatura nazi en América. ?Pero enseguida llegaron los bárbaros a abrazarlo, y se lo llevaron?, explica. ¿Los bárbaros? ¿Querrá decir la academia? ?Sí, ésos?, confirma. Para Fuguet, sin embargo, es un escritor que forma parte de un supuesto canon McOndo, que incluye a Manuel Puig, Cabrera Infante, Ricardo Piglia y, por supuesto, a Mario Vargas Llosa. ?Creo que el Nobel ayuda a terminar de cerrar la polémica?, se ufana quien dice haber quedado afónico la noche del premio, ya que lo llamaron de todos lados para opinar. Pero la posición política de Vargas Llosa más que cerrar, reabriría la polémica. ?Podemos estar discutiendo horas sobre eso, pero yo creo que Vargas Llosa no es un fascista. Es un freak, un psicópata al que le gusta provocar. Pero está totalmente en contra de las dictaduras y sus libros van a seguir creciendo con el tiempo. De ese canon McOndo también forma parte Andrés Caicedo, orgullo personal de Fuguet, que de aceptar la tesis de su reinvención, asegura que arrancó más bien con una compilación de artículos periodísticos titulada Apuntes autistas, que reúne todos sus fanatismos (que incluso abre con el artículo publicado en la revista peruana Etiqueta Negra, que disparó Missing). Y luego con el libro de Caicedo, del que muchos dijeron ?asegura? que era una pérdida de tiempo. Pero, justamente, de esas pérdidas de tiempo es que están hechas las carreras literarias. Si se bromea con Fuguet diciendo que con Caicedo, al contrario de Bolaño, nadie se lo sacó de las manos, su respuesta es bastante seria. ?Uno de mis orgullos es que no he escuchado en el Hemisferio Sur ni una palabra negativa contra Caicedo. Todo el mundo lo abrazó, lo admiró y lo respetó. Ni siquiera nadie lo trató de joven, que por aquí es una de las peores acusaciones. El verdadero triunfo de McOndo, a mi gusto, fue el reconocimiento unánime que recibió Caicedo.?

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8 de noviembre de 2010
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Más Fabio Morabito

Fabio Morabito en Argentina Pero dos entrevistas no son suficientes. La Revista Ñ consigna la presentación de los dos libros de cuentos de Fabio Morabito en Argentina, editados por Eterna Cadencia, y lo hace a través de frases citables en un almuerzo, entradas enciclopédicas digamos. Ahora está en la Patagonia. Volverá el martes 9 de este mes a seguir conversando con sus lectores en la librería. Aquí algunos ítems:

LOS INSATISFECHOS. Un escritor es el que, en rigor, no sabe escribir. Nadie sabe escribir, pero un escritor es el que se da cuenta y convierte eso en un problema. El escritor norteamericano E. L. Doctorow cuenta una anécdota sobre la vez que tuvo que escribir un justificativo de la ausencia de su hijo a la escuela. Lo escribió muchas veces, porque quien es verdaderamente escritor, hasta cuando escribe algo banal se enfrenta al problema del lenguaje. No resiste un mal adjetivo, un problema sintáctico, una coma mal puesta. En cambio quien solamente redacta, no pasa por ese problema. Redacta de manera clara, comunicativa. Esa es la gran diferencia, entre ser alguien que lucha contra el lenguaje y siente una gran insatisfacción, y la redacción que simplemente sirve para fines prácticos.   PROBLEMAS. Cada vez más hay obras de escasa calidad. Pero un escritor sigue enfrentándose a los mismos problemas a los que se han enfrentado todos. Cambia el estilo, cambia la forma de comunicación, por supuesto. Pero el compromiso artístico ?escribir con cierta originalidad, cavar en profundidad ? eso no cambia. AQUÍ, LATINOAMÉRICA. Cuando un libro atrapa, qué nos importa si el autor es mujer, hombre, viejo, joven, exitoso, desconocido, checo. Me considero latinoamericano porque estoy aquí, y por la lengua. A mí me dio gusto el premio a Vargas Llosa porque en muchos sentidos representa un tipo de escritura que ya ha caducado, y no todo lo que él ha escrito a mí me interesa. Me parece que si esta literatura de aspecto decimonónico se puede sostener, ¿por qué no? Una parte nuestra necesita todavía un tipo de secuencia y de narración más tradicional. No es como con otros Premios Nobel que uno se pregunta: ?Caramba, ¿por qué se lo dieron a Dario Fo, un excelente actor y un escritor mediocre? Pero ojo, porque la nueva literatura, a veces puede tener los visos exteriores de mucha modernidad y los contenidos pueden ser terriblemente añejos, con imaginarios muy desfechados. ETERNO EN SU CADENCIA. Uno tiene que saber de qué está hecho. Yo no soy Vargas Llosa ni García Márquez. Yo pertenezco a una franja numerosa de escritores que también hacen literatura seria pero que no viven de la literatura. Eso es muy importante para decir: ?Bueno, ¿qué espero yo de un editor??Un trato personal: simplemente, que no sea un gran fábrica de libros, sino donde sienta que hay respaldo y afinidad. El editor es el primer lector oficial. Yo creo que los grandes editores han sido siempre capaces de mantener eso. Sentirse en casa. Las editoriales chicas tienen la ventaja de prestarle más atención a cada escritor.

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7 de noviembre de 2010
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LA ESTACION DE LOS ENCUENTROS de Peter Elmore

RESEÑA SIN PLUMAS Por: Luis Hernán Castañeda EL ARTE DE LEER No sería inexacto decir que ?La estación de los encuentros? (Lima, Peisa: 2010), el libro más reciente de Peter Elmore, es una antología de las notas y artículos sobre literatura que su autor ha venido publicando en revistas literarias y suplementos culturales peruanos a lo largo de los últimos veinte años. Sin embargo, para hacerle justicia al libro es necesario añadir que su valor no reside, únicamente, en su condición de almacén de textos previos, donde algunas líneas dispersas de la ya extensa obra de un lector agudo se encuentran, por primera vez en un mismo índice, y son reunidas para urdir un tapiz de tapices. De hecho, ?La estación de los encuentros? ofrece algo de ello, pero también es, y a mi juicio antes que lo anterior, un producto superior a la suma de sus partes. Estamos, pues, ante un libro orgánico, complejo y autorreflexivo, una colección de ensayos que, lejos de asumir los protocolos de la investigación académica, está dentro de la obra de Peter Elmore, el escritor. Por tanto, puede ser leído como una obra de análisis y de interpretación de textos ajenos, pero también como un texto autónomo, nada desdeñable en la prosa y tampoco en la estructura: su contenido reside en la forma.

Como afirma Elmore en la nota preliminar, este libro nace del deseo de mantener vivo el diálogo con la comunidad de lectores peruanos, de la cual el autor, profesor de literatura latinoamericana en la Universidad de Colorado, en Boulder, se siente parte. Sin embargo, ello no implica que los ensayos se limiten a la literatura peruana: el libro tiene seis secciones, una de ellas dedicada casi por entero a la poesía peruana del siglo XX -?Intensidades y alturas?, se titula -, y las cinco restantes a una galaxia de textos narrativos, poéticos, dramáticos, ensayísticos pertenecientes a diversos periodos históricos y tradiciones nacionales de la literatura occidental. Desde ?Don Quijote? hasta ?Los detectives salvajes?, vinculando a George Steiner con Alberto Flores Galindo y a Joseph Conrad con Cormac McCarthy, ?La estación de los encuentros? ensaya una estructura poliédrica que, sin regirse por criterios cronológicos ni geográficos, los considera y los supedita a otra lógica: la de los itinerarios que se cruzan, la de los motivos que reaparecen, la de las lecturas que conducen a otras lecturas y vuelven, siempre, a ciertos nudos de rieles, a ciertas estaciones conocidas.

Así, la división en seis secciones es sólo preliminar y preparatoria, lo cual no implica que sea arbitraria. La primera sección, ?Artes de leer?, repasa una galería de lectores ejemplares, el primero un célebre personaje de ficción (Alonso Quijano) y, los demás, escritores e intelectuales que mantienen una relación especialmente intensa con los textos de otros (Ítalo Calvino, Edward Said, George Steiner, Claudio Magris, J.M. Coetzee, Alberto Flores Galindo, Túpac Amaru II). La segunda sección, consagrada a las cumbres de la poesía peruana moderna, incluye en su nómina a Vallejo, Oquendo de Amat, Moro, Westphalen, Martín Adán, Eielson y Varela. La tercera, titulada ?Rostros y máscaras?, es una reflexión sobre el teatro y la teatralidad, sobre la actuación y la performance, en la obra poética de Antonio Cisneros, Abelardo Sánchez León, Mario Montalbetti y Eielson, así como en una pieza dramática de José Watanabe -su ?Antígona?- y en el trabajo del grupo teatral Yuyachkani. ?Los vasos comunicantes? medita sobre la intertextualidad en cuatro ensayos que emparejan autores y textos que se nutren y retroalimentan: están juntos Conrad y Borges, Euclides da Cunha y Vargas Llosa, Baudelaire y Ribeyro, Dostoievski y Coetzee. ?Transeúntes y viajeros? explora el motivo del viaje, trátese del desplazamiento físico o del pasaje temporal, en Joyce, Chéjov, Musil, Buzzati, Nabokov, Sebald, Cormac McCarthy y Philip Roth. Por último, ?La cruz del sur? agrupa comentarios sobre cuatro autores rioplatenses, tres peruanos, un brasileño, un paraguayo y un chileno: Borges, Onetti, Cortázar, Bioy Casares, Arguedas, Ribeyro, Vargas Llosa, Rubem Fonseca, Arturo Roa Bastos y Bolaño.       

La lectura, la práctica de ?descifrar y gozar el juego de los signos? (5), está sin duda en el origen de estos ensayos, pero es también su objeto de reflexión. Así ocurre en ?El arte de leer?, sección en cuyo ensayo inaugural se afirma que la novela más célebre de Cervantes, calificada como ?una epopeya cómica de la lectura? (9), ofrece el retrato de un verdadero anti-héroe de la lectura: el hidalgo manchego se engaña al dar por verídica la promesa de la ficción, pero no es menor el engaño de quien espera leer, en el texto del mundo, una verdad incuestionable y definitiva. El lenguaje encierra una verdad de otra índole: en el ensayo ?George Steiner: el arte del lector?, se vuelve a llamar la atención sobre la realidad de los signos, atención que conduce al reconocimiento de que el lenguaje informa la experiencia humana, y que por ende la lectura -es decir, el trato con la palabra de otros- es un modo a la vez privado y social de vivir y estar en el mundo. Residir en la historia exige, por cierto, pronunciarse sobre sus debates y polémicas, como no vaciló en hacer Edward Said al defender la causa del pueblo palestino. En su influyente ?Orientalismo?, Said se propone, precisamente, deconstruir una vasta red de lecturas deformantes de la alteridad (pos)colonial; en semejante frecuencia, sostiene Elmore que lo que distinguiría la visión de Coetzee en ?Inner Workings? sería la intuición crítica de que la barbarie está inscrita en el corazón del orden civilizado.

 Significativamente, la sección se cierra con dos ensayos peruanos, confirmando así cuál es el universo de problemas por el que Elmore se siente, en primer lugar, interpelado. El primer ensayo revisa la trayectoria del historiador Alberto Flores Galindo, y destaca sus cualidades de lector siempre atento a los símbolos cambiantes del gran texto de la cultura peruana, en el cual no es secundario el papel de la literatura. Prueba de ello se rinde en ?Túpac Amaru II y ?Comentarios reales?: el lector rebelde?, donde el cacique de Tungasuca es presentado, en la misma línea aunque en distinta modulación que el delirante antihéroe cervantino, como el artífice de un revolucionaria transfiguración de lo real a imagen y semejanza del texto emblemático del Inca Garcilaso. Para ellos y para todos los lectores de esta sección, la lectura posee un valor ético, en el sentido de que representa una forma de vida.

Si la praxis de estos lectores se perfila como una vocación de desciframiento enraizada en la historia, el tráfico del poeta con la palabra es una convivencia íntima, áspera y agónica, una lucha constante con la materia del verbo, que es flecha y blanco al mismo tiempo. Se comprende, entonces, que Elmore entienda la poesía como la paradójica y gozosa aventura de un lenguaje en tensión consigo mismo. Al leer ?Intensidades y alturas?, uno comprueba que los nombres fundamentales de nuestra lírica están presentes, aunque no deja de resultar llamativa la presencia de un ensayo sobre ?La casa de cartón?, y también sorprende la ausencia de otros que comentan textos poéticos de primera línea, como el dedicado a Antonio Cisneros, que forma parte de ?Rostros y máscaras?. Este desplazamiento es revelador del ánimo del libro, que pone entre paréntesis las fronteras entre los géneros y postula una lógica de organización alternativa tanto de sus propios ensayos como de las obras que los estos abordan.

 De esta manera, si la poesía postula un vínculo polémico con el cuerpo del lenguaje, una novela vanguardista como la ópera prima de Adán se enzarza en una irónica y festiva polémica con las convenciones narrativas del lenguaje del realismo. Adicionalmente, el ensayo sobre el autor de ?Como higuera en un campo de golf? destaca el temple dramático de su escritura, subraya la voluntad de crear un reparto de presencias o de máscaras teatrales al que, de poemario en poemario, se van sumando voces nuevas. Por cierto, no es éste el único ensayo sobre poesía peruana en el que la clave de lectura es performativa. En el texto sobre ?El mundo en una gota de rocío? de Abelardo Sánchez León, concluye Elmore que el discurso poético logra articular y elaborar la vivencia del dolor a través de la evocación, mediante el conjuro de la palabra, de la presencia del cuerpo ausente. De ahí que la lectura de un texto lírico pueda equipararse a la vivencia del espectáculo teatral, asunto tratado en el ensayo sobre Yuyachkani. Por eso es posible afirmar, al comentar el poemario ?Cinco segundos de horizonte? de Mario Montalbetti que ?el texto es sobre todo un evento? (131). En esta particular aproximación al vínculo que entablan el lector y el texto, cobran especial importancia tanto la presencia opaca del cuerpo en el espacio, como el eco de su duración en el tiempo: y lo dicho es válido, también, para el cuerpo de la palabra.

El tránsito a la siguiente sección, ?Los vasos comunicantes?, invita al lector a valorar esos otros vasos comunicantes que irrigan la estructura del libro. Mientras que en ?Artes de leer? quedaba claro que el comercio asiduo con los signos debía suministrar un antídoto contra todo dogmatismo ideológico, en la pareja de ensayos que ponen en relación ?Os sertões? y ?La guerra del fin del mundo? se dramatiza, precisamente, una intervención desacralizadora de la lectura. En su diálogo con la obra cumbre de da Cunha, la gran novela de Mario Vargas Llosa impugna la rigidez dogmática de ambos discursos en combate, el modernizador y el milenarista, actualizando de este modo la advertencia de Cervantes contra la búsqueda en los textos de verdades inconmovibles. Otro encuentro sería el siguiente: la dupla integrada por los ensayos que analizan las novelas ?Crimen y castigo? y ?El maestro de San Petersburgo? convoca asuntos centrales de la sección ?Rostros y máscaras?. Ciertamente, en la novela de Coetzee, la exploración del erotismo sádico y tanático de los jóvenes terroristas del grupo ?Venganza del pueblo?, entre quienes el premio Nobel sudafricano coloca al hijo de Dostoievski, pasa por una admisión del carácter ritual de sus prácticas sensualistas.

Sin caer en la proyección narcisista, ?La estación de los encuentros? reflexiona sobre su propia forma al reflexionar sobre la forma de otros libros. En el texto sobre Baudelaire y Ribeyro, puede advertirse un guiño autorreflexivo acerca del tipo de experiencia que el libro de Peter Elmore desea proponer a sus lectores. Se trata de una experiencia de lectura que, al igual que en ?Le Spleen de Paris? y en las ?Prosas apátridas?, no es lineal, ni tampoco obedece a categorizaciones previas, puesto que se construye en respuesta a un mapa personal de asuntos y preocupaciones del autor, una red de itinerarios posibles que no rehúye, sino que fomenta la participación activa, creadora y cómplice de quienes la desanudamos y re-anudamos.

Precisión y elegancia son los rasgos que definen la prosa ensayística de Peter Elmore, que se dirige, con este libro, a una comunidad académica especializada, pero también y en primer lugar al público de los lectores de literatura. Una vocación de estilo y una voluntad de forma recorren la totalidad de los ensayos; leídos en conjunto estos dejan percibir, gracias a una multitud de pasadizos y resonancias que, al ser seguidos y escuchadas, comunican las seis secciones que lo integran, la marca de agua de un autor para el cual escribir novelas y comentar los textos de ficción y no-ficción de otros son manifestaciones paralelas de la vida del escritor, una figura que, siguiendo la lección de Borges, se entrelaza con la del lector.  Peter Elmore La estación de los encuentros Peisa, 20101

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7 de noviembre de 2010
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La cotización de la confianza

Las personas confiamos unas en otras en mayor medida cuando tenemos cosas en común, no solo en cuestiones de religión y lengua, sino también de niveles de ingresos. La desigualdad es corrosiva. Cuanto más igualitaria es una sociedad más confianza genera. Y no solo es una cuestión de renta: donde la gente tiene vidas y horizontes similares es probable que también compartan lo que se podría denominar una visión moral. Los impuestos son una reveladora ilustración de la confianza. Confiamos en que todos pagarán sus impuestos. Confiamos en que el Gobierno los gastará adecuadamente. Y confiamos o establecemos un pacto intergeneracional entre quienes nos han precedido y quienes nos sucederán para organizar razonablemente el pago de las deudas pasadas y de los futuros gastos. Cuando la confianza se rompe es muy difícil parar el círculo vicioso del recelo y del resentimiento. Por el contrario, si se restaura y se pone en marcha el círculo virtuoso que conduce a los ciudadanos a confiar en la política y en el Gobierno, terminamos observando que al final disminuyen las desigualdades y aumenta la cohesión de la sociedad.

Dos grandes países americanos han ido a las urnas esta semana, un momento especialmente interesante para observar cómo cotiza la confianza. En Brasil, el domingo, Dilma Rouseff venció a José Serra en la segunda vuelta de las presidenciales. En Estados Unidos, el Partido Republicano arrebató la mayoría en la Cámara de Representantes al demócrata, infligiendo un duro castigo a Obama, en las elecciones legislativas de mitad de mandato. Brasil es una potencia emergente, donde 21 millones de personas han salido de la pobreza en los últimos ocho años durante la presidencia de Lula. La superpotencia y primerísima economía mundial que es Estados Unidos tiene 40 millones de pobres, que han aumentado con la actual crisis económica. Si los brasileños se han subido a la espiral de la confianza, a pesar de la tarea inmensa que les espera con un tercio de la población todavía bajo el umbral de la pobreza, los norteamericanos han hecho lo contrario, divididos y desalentados por la rebelión del Tea Party y su promesa de una sociedad sin redistribución ni Gobierno. Las frases que encabezan este artículo son traducción literal o paráfrasis entresacadas del libro 'Algo va mal' (Taurus), de Tony Judt, el historiador fallecido el pasado agosto, en el que defiende con contundencia argumental y con enorme autoridad moral la acción de las Administraciones públicas y las políticas socialdemócratas. Dictado pocos meses antes de su muerte, desde su silla de ruedas, este libro es un testamento ideológico y una incitación a la acción, especialmente valiosos en el momento en que el populismo avanza en Europa y Estados Unidos, y la socialdemocracia se halla en sus horas más bajas.

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7 de noviembre de 2010
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Vargas Llosa comentado en "Babelia"

Vargas Llosa. Ilustración: Eduardo Arroyo José Carlos Mainer comentó en Babelia la novela El sueño del celta de Mario Vargas Llosa. Más elogios para el reciente premio Nóbel. Dice la reseña:

A estas alturas de su vida, Vargas lo sabe casi todo sobre la pérdida de la inocencia y ha llegado a aprender que la piedad es la formulación emocional de un desengaño previo. Casement y su autor saben que remiten al lector a considerar la esencial fragilidad del ser humano. En uno de los momentos más certeros del libro, se nos cuenta que Casement ?una vez más se dijo que su vida había sido una contradicción permanente, una sucesión de confusiones y enredos truculentos donde la verdad de sus intenciones y comportamientos quedaba siempre, por obra del azar o pura torpeza, oscurecida, distorsionada, trastocada en mentira?. Un exergo de José Enrique Rodó, al inicio del libro, nos lo ha prevenido; el epitafio del autor, a la vista del obelisco que recuerda la memoria de Casement, cubierto por excrementos de gaviota pero cerca de otras violetas silvestres que siempre le conmovían, vuelve a recordárnoslo: ?No está mal que ronde siempre un clima de incertidumbre en torno a Roger Casement como prueba de que es imposible llegar a conocer de manera definitiva a un ser humano?. Imposible, quizá, pero nunca es inútil intentarlo? Son precisamente la ambigüedad y la debilidad de los hombres las que convierten en equívocos los altisonantes conceptos de revolución, liberación o patriotismo identitario, porque -piensa nuestro Casement- la política ?saca a la luz lo mejor del ser humano pero también lo peor, la crueldad, la envidia, el resentimiento, la soberbia?. El desamparo de Casement y el recuerdo de su madre muerta tuvieron que ver con su tardío patriotismo céltico; su campaña de denuncias en el Congo y luego en Putumayo brotó de su capacidad de compasión pero también de una inclinación homosexual. El narrador va haciendo aparecer los episodios de esta tendencia y los va multiplicando hasta concluir en uno de los grandes hallazgos de la trama: porque también esa menesterosidad de otros cuerpos, dóciles y sanos, denota la dramática inseguridad de su contemplador. Su escandaloso Diario negro, que ha coadyuvado a su condena, no es tanto un testimonio de hazañas sexuales como un registro de impotencias y de sueños. Todos los elementos de esta historia provienen del avezado taller de Vargas Llosa donde ninguna experiencia se pierde sino que se transforma. Como sus mejores ensayos, este libro trata acerca de la verdad y la mentira como polos del pecado de escribir. Y constituye un regreso a la novela histórica que versa sobre la ambigüedad de los procesos revolucionarios, algo que inició en La guerra del fin del mundo y que ha continuado en Lituma en los Andes, El Paraíso en la otra esquina y La Fiesta del Chivo. El sueño del celta ha sido también un buen pretexto para volver a Iquitos, la ciudad mágica en que se ambientó parte de La casa verde y la totalidad de Pantaleón y las visitadoras. Y su autor ha disfrutado al trabajar sobre un material que contaba con ilustres obras literarias previas, igual que hizo en La casa verde y en La guerra del fin del mundo, inspirada por Os Sertôes, de Euclides da Cunha. Y otra vez se ha asomado a los finales de la hipócrita, retórica y fascinante centuria antepasada, que tanto le fascina: no en vano fue ?ese siglo de grandes deicidas como Tolstói, Dickens, Melville y Balzac?. Cuando Vargas Llosa publicó su libro sobre García Márquez lo llamó Historia de un deicidio, porque toda gran novela debe tener algo de destitución del otro Creador; hora es ya de reconocer que nuestro autor se ha incorporado al catálogo de los mejores deicidas de nuestro tiempo.

Por otra parte, Jacinto Antón en ?Babelia? comenta sobre el protagonista histórico de la novela de Vargas Llosa: Roger Casement.

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6 de noviembre de 2010
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Nicholson Baker reseñado

Nicholson Baker Francisco Solano pone el ojo a El antólogo, de Nicholson Baker, una de las mejores traducciones del año en España y que se publica gracias a Duomo. Ya antes mencionamos la reseña de Rodrigo Fresán. Solano dice que ?aprovecha maliciosamente la novela para promover la poesía?. Dice la reseña en ?Babelia?:

En El antólogo Paul Chowder está dispuesto, dice, a contarnos todo lo que sabe de poesía. No es novelista, es poeta, ?un modelo de fracaso?; tiene que escribir la introducción a una antología de poemas ingleses rimados preparada por él, justo cuando Roz, su novia, lo ha dejado, tal vez por negligente; vive en un establo con un perro y, a la vez que se esfuerza en no defraudar a su editor, revela al lector sus divagaciones sobre métrica y rima, usando un tono cordial de charlatán reflexivo para no ahuyentar a nadie. De este modo sabemos que El antólogono va a ser un tratado, ni una nómina de técnicas poéticas tradicionales, ni una disertación para promover su autoridad en la materia, aunque no desdeña ninguna opción. Su precoz definición de la poesía no rimada como ?prosa a cámara lenta? sugiere la impronta de una inteligencia muy fértil, que sabe concertar experiencia e imagen. Y que aprovecha maliciosamente el valioso vehículo de la novela para promover la poesía entre quienes no leen poesía. Pues el personaje central de esta novela no es Paul Chowder, aunque éste no deje de hablar, ni el fin del amor (?No me voy a poner a lloriquear sobre las razones por las que Roz se fue?), sino la poesía rimada. Escribir una novela con ese tema es muy arriesgado, sin duda. Así que, con mucha sagacidad, mientras expone muy desenvueltamente su pasión y desavenencias con los poetas, de William Byrd a Auden, con especial inclinación por Elizabeth Bishop, describe a salto de ocurrencia sus días solitarios y el entorno en que vive, aplicando a las cosas una mirada lírica, pero no exclamatoria, liberando de ese modo su espíritu de la coacción de escribir la introducción, y tener que justificar un trabajo que sabe que apenas será leído. La soledad de Paul Chowder es una soledad habitada por la cadencia y el ritmo, sobre todo el pentámetro yámbico, de los poemas que ama, y por tanto una soledad que evita el dramatismo y la queja. Gracias a su chispeante humor -que encuentra en las cucarachas, en un mantel o en herirse dos veces el mismo dedo, causas eficientes de la existencia de la poesía-, consigue mantenerse al margen del ?auge del caos y la disonancia?, y seguir marcando ?el ritmo con el pie?. (?) El antólogo admite ser leído así, no a la manera acumulativa de las novelas, sino aceptando que sus divagaciones exaltadas o delirantes, la caprichosa imaginación, la simpática erudición de Paul Chowder son comienzos de una larga reflexión en busca del poema que ponga de nuevo en marcha el ritmo sostenido del universo.

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6 de noviembre de 2010
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Así no hay quién pueda

 

El oficio del crítico literario exige estar bien informado, elegir lo prometedor y razonar la jerarquía que imponen sus valores. Una presunción imprescindible, además del buen criterio que se le supone, es su olfato para descubrir el talento, la creatividad, el estilo y las ideas ocultas en la gran literatura.

Recuerdo esto a cuento de la decepción de Santos Sanz Villanueva ante los ejercicios literarios colgados en la Red. Su artículo, publicado en el número 273 de Cuadernos Hispanoamericanos, no deja lugar a dudas: "los efectos renovadores que la Red prometía son más virtuales que el propio soporte". Sanz estudia la obra de cuatro autores hechos a sí mismos en la Red y después de dedicarles algún benevolente juicio -"un dietario de trivialidades", "un cuaderno de apuntes"...- se pregunta en que acabará la promesa de los nuevos lenguajes narrativos.

Además de las insuficiencias señaladas por Santos Sanz, me apresuro a subrayar la insalvable distancia que separa a la cultura del Libro de la cultura de la Red. Aunque el mito literario nos haya invitado a tratar al autor como al animal sagrado de un panteón divino, lo cierto es que la literatura es un conglomerado de acontecimientos sin el cual su poder se extinguiría. La literatura es el autor, por supuesto, pero al mismo tiempo es el editor, el libro, el librero, el periódico, el profesor, el crítico y el lector. Es ésta comunidad la que hace viable la percepción cognitiva de lo literario.

La literatura es además un incesante ejercicio de comparación. Todo en la literatura sucede en relación a otra cosa: cada relato pertenece a un corpus de narraciones cuya escritura se remonta al comienzo de la tradición en la que se inserta.  Nuestra percepción de lo literario -ya sea el conocimiento que imparte o el goce estético que procura- depende de los agentes culturales implicados en el imaginario histórico y sin su comprometida participación el edificio de nuestra literatura se desplomará.

No es extraño que ante "los varios millones de blogs en todas las lenguas" el crítico literario padezca un irritado enojo. No sólo no tiene modo de seguir razonablemente el desarrollo de sus creaciones, no sólo carece de las referencias necesarias a la erudición comparativa, sino que, además, se encuentra solo ante el descomunal reclamo de los autores virtuales. Han aparecido por su cuenta en la Red, sin el filtro con que los editores y el resto de la comunidad literaria contribuye a clasificar la obra de los nuevos valores.

 

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6 de noviembre de 2010
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