Javier Fernández de Castro
Inevitablemente, llega la enésima salvajada. La novela se abre con la minuciosa descripción de cómo se desnuca un gato que luego es decapitado, desventrado y despellejado a fin de dejarlo listo para ser devorado. "Hace una semana que no como carne", dice el narrador a modo de explicación ante su falta de condena por lo que le está ocurriendo al gato. "Estoy harto […] de la polenta hervida, del arroz con gorgojos que conseguimos gratis del mayorista de Zavaleta y de las ciruelas que le robamos al portugués Oliveira".
En vista de semejante apertura, y teniendo en mente el título de la novela, el lector se prepara para lo peor, es decir, las restantes ejecuciones que vendrán. Y vienen, salvo que las victimas no son gatos sino seres humanos, muchos de ellos adolescentes, como el narrador, el Gringo, o su compinche, el Chueco. Hasta que, ya decididamente alarmado por los acontecimientos, el lector decide averiguar qué relación tiene con la realidad eso que le está contando el Matías Néspolo que se esconde detrás del narrador.
Y resulta que Zavaleta, la barriada del sur de Buenos Aires donde está situada la narración, no sólo existe sino que ostenta el desgraciado estigma de ser uno de los lugares más peligrosos de la capital argentina. Basta dar un pequeño repaso a la crónica de sucesos del barrio para recolectar un repertorio de muertes violentas y salvajadas varias que el lector avezado, o sea, aquél que haya pasado de las cien primeras páginas, le sonarán extrañamente familiares: niños drogados, adolescentes que roban y matan a cambio de prácticamente nada, adultos que viven del tráfico y la prostitución, policías corruptos y, muy de cuando en cuando, un destello de humanidad, un gesto reconocible como perteneciente a un universo racional, una reflexión que podría surgir de una conciencia moral. Pero ya digo que son como destellos fugaces que surgen muy de cuando en cuando de la negrura de un acontecer en el que lo primordial es llegar vivo a la noche, y una vez alcanzada tan efímera meta, arreglárselas para emerger de ésta vivo y con los arrestos necesarios para afrontar una nueva jornada en la que no se vislumbra la menor esperanza,
Aun a riesgo de desorientar aún más al lector acerca de lo que va a encontrar según vaya pasando páginas y saltando de un capítulo a otro, he considerado indispensable hacer esta advertencia preliminar porque al mismo tiempo también creo indispensable decir que se trata de una muy notable novela y que en Matías Néspolo apuntan los rasgos que distinguen inequívocamente a un futuro gran narrador. Asimismo considero indispensable hablar muy elogiosamente del ritmo, la tensión y el interés que suscitan las peripecias del Gringo, el Chueco, el Jetita o el Gordo Farias y su muy atractiva hija Yanina, por no hablar del resto de personajes muy bien perfilados que entonan este cántico coral surgido de la miseria y la desesperanza asumidas y, por ende, irredentas. Desde el primer encuentro con ellos los sabemos condenados a sufrir encontronazos brutales dentro de ese espacio que, como lo describiría Beckett, es lo bastante grande como para permitir dar vueltas y moverse por su interior, pero no lo suficientemente amplio como para no saber que tiene límites y que éstos son infranqueables. Y tampoco se precisa una gran perspicacia para caer en la cuenta de que esa descripción valdría asimismo para cualquier infierno. Lo cual hace más meritorio, y resalta aún más el notable manejo de unos recursos narrativos indispensables para mantener durante más de doscientas páginas la ficción de que no se trata simplemente de una historia de perdedores que pierden (faltaría más), o de una situación en la que, si no hay escapatoria, si la partida está jugada de antemano, entonces se trata únicamente de asistir a una agonía. Y no. Teniendo en cuenta las muy considerables distancias que los separan en el tiempo, el espacio y, sobre todo, en sensibilidad, leyendo Siete maneras de matar un gato es imposible no reconocer destellos del Baroja de La lucha por la vida, por la misma razón que leyendo La Busca, Mala hierba o Aurora roja es imposible no reconocer destellos de los Dickens, Balzacs y Dostoievskis que precedieron al ilustre panadero. Pero ya digo que es preciso dar un considerable salto atrás porque, así de sopetón, Matías Néspolo es un habitante tan inconfundible del Buenos Aires barriobajero y canalla que incluso se ha considerado necesario incluir al final un pequeño glosario porque la mitad de las veces resulta difícil entender de qué hablan él o sus personajes.
Siete maneras de matar a un gato
Matías Néspolo
los libros del lince