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Buenas noticias del cuento latinoamericano

Algún día, cuando se juzgue la narrativa latinoamericana de estos años, quizás se haga más obvia esta verdad: que mientras más seguimos discutiendo de las novelas de las nuevas generaciones, mejores libros de cuentos se escriben y se publican. Timoratos cuando hablamos de novelas, pensamos en los grandes monumentos del pasado y decimos que estamos lejos de cualquier "boom"; cuando se trata de cuentos, sin embargo, deberíamos ser concretos: existe un "boom" y no nos hemos dado cuenta. Los buenos libros llegan de Argentina (La hora de los monos, de Federico Falco) de México (La marrana negra de la literatura rosa, Carlos Velázquez; La señora Rojo, de Antonio Ortuño), de Bolivia (Fotos tuyas cuando empieces a envejecer, de Maximiliano Barrientos; Vacaciones permanentes, de Liliana Colanzi), de todas partes.  

Dos de estos libros notables son Lecciones para un niño que llega tarde y Los días más felices, de Carlos Yushimito y Rodrigo Hasbún. El peruano Yushimito y el boliviano Hasbún tienen estilos muy diferentes: mientras que la prosa de Yushimito es de frases sinuosas y de un vocabulario que apunta a enrriquecer los matices del mundo, la escritura de Hasbun va directo al corazón de las cosas, es intencionalmente despojada, como para concentrarse en las esencias. Pese a ello, hay algo que los emparenta: el deseo de percibir ese instante en que un niño, un adolescente, una pareja, un grupo de amigos descubren que el mundo es harto más complejo y perverso de lo que creían.

El que haya leído Las islas, el anterior libro de relatos de Yushimito, se encontrará con varios textos familiares en Lecciones; en ese sentido, Lecciones es una pequeña antología de la obra de Yushimito. Las islas lograba crear de manera convincente un Brasil de malandros capaces de rezar por sus enemigos después de matarlos. Lecciones recupera cuentos magistrales de ese libro -"Seltz", "Tinta de pulpo", "Tatuado"- y le añade otros que muestran una ambición por expandirse, por intentar nuevos personajes y atmósferas, desde la perversidad de la infancia en "Lecciones para un niño que llega tarde" hasta el registro apocalíptico en "Los que esperan", en el que un periodista recorre el Perú en busca seres deformes a partir de los cuales el jefe de redacción del periódico sensacionalista pueda leer el futuro (y conseguir lectores): "los monstruos escribían con sus cuerpos lo que había pasado y lo que habría de suceder. Eran palabras y las palabras nunca mentían, solo aparecían, y uno debía aprender a leerlas; eso era todo". "Oz", el primer cuento del libro, es el único que no convence del todo; lo demás es de un nivel tan alto que Yushimito tendrá problemas para superarse.

Por su parte, Hasbún, más que expandirse, profundiza en el mundo de Cinco, su primer libro de cuentos. Están aquí, de nuevo, el desasosiego familiar, la turbulencia de la amistad adolescente, el drama de los primeros amores que marcan a fuego a una persona, pero hay más aristas, más capacidad para narrar sentimientos muy sutiles. Hay poesía en el ritmo del fraseo: "Mamá ya no está y todo es diferente porque mamá ya no está y porque la distancia entre lo que existía y ya no existe es insalvable". El universo de Hasbún es restringido -el paisaje exterior es más bien escaso, los ruidos de fondo del mundo (la política, por ejemplo) no parecen afectar mucho a sus personajes--, pero eso no lo hace minimalista. Cuentos magníficos como "El futuro", "El lugar de las pérdidas", "Ladislao" o "Calle, concierto, ciudad" quedan para las antologías porque logran atrapar de la manera más precisa e intensa posible un estado de ánimo: "Deja la mochila en el suelo de su cuarto, se echa sobre la cama. Está cansado y feliz y las dos cosas les resultan un poco parecidas. Son días valiosos, no van a durar para siempre. Son días valiosos precisamente porque no van a durar para siempre".  

Los libros de Yushimito y Hasbún son valiosos precisamente porque van a durar.   

(La Tercera, noviembre 2011) 

 

 

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4 de enero de 2012
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Un laboratorio radical

La temporada de primarias ya ha empezado y el Partido Republicano sigue sin aclararse. Tiene ante sí a un presidente acogotado por el desempleo, bloqueado por el Congreso republicano y con su imagen empañada por las promesas incumplidas y las decepciones cosechadas. La oportunidad de recuperar la presidencia dejando a Obama como presidente de un solo mandato, como Carter o Bush padre, parece al alcance de la mano. Pero el problema es que no ha aparecido todavía el líder que sea capaz de unir las filas conservadoras para echarle de la Casa Blanca. Los caucuses de Iowa de ayer, con los que arranca la campaña de las primarias, señalan con nitidez la división y las dudas de los republicanos a la hora de dar con el nombre de quien venza a Obama. Mitt Romney, ex gobernador de Massachusetts y candidato republicano batido por McCain en las primarias de  2008, ha quedado en cabeza con el 25 por ciento de los votos y a solo ocho sufragios de distancia respecto a Rick Santorum, un ex senador ultraconservador sin posibilidad alguna de vencer en una elección presidencial. En tercer lugar, a corta distancia y 21 por ciento, ha quedado Ron Paul, otro candidato testimonial. Y en cambio, el gobernador de Texas Rick Perry y el ex speaker de la Cámara Newt Gingrich, dos políticos de fuste y que albergaban posibilidades cuando se lanzaron a la carrera, han quedado hundidos con 10 y 13 por ciento.

La gracia de los resultados de Iowa es que los tres candidatos que llegaron en cabeza, con muy escaso margen de diferencia, personifican cada uno de ellos una de las tres almas republicanas que pugnan por imponerse. El conservadurismo de Mitt Romney es el de los negocios y el dinero, pragmático por tanto, y componedor, algo que obligadamente deben reprocharle los extremistas de su partido. El conservadurismo de Rick Santorum es sobre todo moral: defiende los valores más tradicionales e incluso reaccionarios y es un militante contra el matrimonio homosexual y la interrupción voluntaria del embarazo. El conservadurismo de Ron Paul, finalmente, es el más equívoco, hasta el punto de que puede entusiasmar a muchos progresistas: es libertario, hiper individualista, enemigo de los impuestos y del gasto público, sin interés alguno en la participación de Estados Unidos en aventuras bélicas exteriores. Solo hay a partir de ahora dos caminos posible en la carrera republicana. O Mitt Romney se impone, a pesar del escaso entusiasmo que levanta en las filas cada vez más derechizadas del republicanismo, o sigue la alegre y alborotada marcha de los fundamentalistas morales y del estado mínimo hacia el desastre que significaría para ellos una nueva victoria de Obama. Romney está acentuando ahora sus perfiles más conservadores y trata de que sus votantes pasen por alto una trayectoria política muy convencional, que incluye una reforma sanitaria muy similar a la de Obama. Su principal baza, sin embargo, es su capacidad para retar y ganar a Obama más que la pureza conservadora de su mensaje. Basta un solo dato, reflejado ayer por las encuestas a la salida de las votaciones: seis de cada diez votantes republicanos se consideran a sí mismo cristianos renacidos. Como los salafistas con el Corán, son gente que cree que todo lo que cuenta la Biblia es una verdad histórica. No es extraño que el santurrón de Santorum haya conseguido tal éxito entre estos votantes. La derecha estadounidense está aquejada de un mal propio de los izquierdismos, capaces de renunciar al poder antes que a la radicalidad de sus ideas y valores. Es el camino más seguro para la victoria de los otros.

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4 de enero de 2012
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Perder lo que nunca fue nuestro

La alarma comenzó a entrar en mi adormecida conciencia aquel año, cuando, de visita por el British Museum, observé que la zona de los griegos donde duermen los mármoles de Elgin, posiblemente la obra de arte suprema de la humanidad, estaba desierta. No era fiesta, ni nevaba, ni había partido del Manchester, no se había muerto nadie de la familia real, era un día vulgar. Y lo que es peor, las salas dedicadas a Egipto estaban llenas a rebosar. Cientos de visitantes huroneaban por entre los Isis y los Osiris y los Ibis como en una feria masónica. De vez en cuando se oían gozosas carcajadas de adolescentes.

Me dije entonces que seguramente aquello era debido a que los egipcios habían ganado el mercado audiovisual gracias a las películas de momias, alguna de las cuales me había parecido excelente, con mucho efecto virtual y desiertos enteros que se transformaban en colosos ululantes o en plagas de escorpiones, indistintamente. También habían ganado el mercado gore porque un cadáver podrido, con jirones de lana colgando entre sus miembros deshechos, siempre produce una impresión mayor que el dios Hermes con sus alitas en los tobillos.

Siguiendo el razonamiento también me dije que con los griegos era sumamente difícil hacer películas de terror y no te digo películas gore. Es de lo más embarazoso imaginar a los dioses o a los héroes griegos tratando de infundir miedo, pero no por las falditas (que es mentira que las usaran) o las trenzas (otro mito), sino porque todo lo que tiene que ver con Grecia pertenece al lado opuesto del terror, a pesar de que Nietzsche hizo esfuerzos ímprobos por facilitarles también esa parte. Grecia admite el misterio, el terror y el horror, sí, pero siempre mirándoles fijo a los ojos, sin hacer aspavientos, sin dar gritos o agarrarse al brazo del vecino de butaca. Una cosa digna.

Este absoluto olvido de Grecia o esta imagen de Grecia cada día más intempestiva, se remata por el lado político gracias a los regímenes actuales que se parecen a los egipcios, como los emiratos árabes, Cuba, algunos pueblecitos vascongados, Corea del Norte, en fin, esos lugares en donde la teocracia se une al uso estúpido de la violencia contra el contribuyente. En cambio, no se me viene ahora a las mientes un solo régimen político actual que se parezca a Grecia. A lo mejor la isla de Bali, pero como solo la tengo de oídas, no la considero digna de un juicio apodíctico.

Así que por el lado del espectáculo, Egipto, y por el lado moral, también. ¿No es un extraño y desolado destino el de Grecia, origen, según se dice, de Occidente? ¿Arranque de la democracia occidental? ¿Milagro del Logos que borró de un chispazo la superstición arcaica? ¿Primer paso en la implacable marcha hacia la libertad de los pueblos soberanos? ¿O es un timo?

Yo no sé si hay en la actualidad mucha gente que se haga estas preguntas, lo cual redunda en el triunfo absoluto de los egipcios, pero si la hubiere, puede pasar un rato excelente leyendo un poema, incluso si en su vida ha tenido la tentación de leer un poema. No es un poema cualquiera, es uno de los más grandes poemas del poeta más grande de todos los tiempos, un alemán poco divulgado en el bachillerato español, de nombre Friedrich Hölderlin, muerto hace casi dos siglos, en 1843. El poema se llama El Archipiélago y ha recibido una nueva y emocionante traducción editada por La Oficina.

Había ya muy buenas traducciones, pero no importa. En realidad a Hölderlin no se le puede traducir y sin embargo las peores traducciones de Hölderlin suelen ser mejores que cualquier poema contemporáneo. Ahora bien, la traducción de Helena Cortés tiene un añadido sumamente agradable: está construida íntegramente en hexámetros, que es el verso del original. Hay quien dice que el hexámetro no da en castellano, pero que no cunda el pánico: tampoco daba en alemán. El artificio de Helena Cortés reproduce el artificio mismo de Hölderlin, quien trató de aproximarse a Grecia con el verso más parecido posible al mármol de Paros.

El poeta alemán vivió en el momento de máxima adoración a Grecia, eran los tiempos de Winckelmann, de Goethe, de Schiller, faltaba poco para las excavaciones de Schliemann. La Grecia mitificada por la Ilustración se había convertido en el ideal de todos los revolucionarios y demócratas europeos. En 1824 había muerto en Missolonghi el pobre Lord Byron cuando trataba de ayudar a los griegos en su lucha de liberación contra los turcos, pero por desdicha había descubierto que las armas que les proporcionaba con dinero de los servicios secretos británicos, los griegos se las vendían de inmediato a los turcos. Había ya entonces un problema en ese país. Así que Byron contrajo una enfermedad antigua y se murió.

Hölderlin conocía como nadie y amaba como ningún poeta ha amado y comprendía como ningún sabio ha comprendido a la antigua Hélade. De manera que sabía perfectamente que la hermosa Grecia nunca había existido, sino que más bien Occidente había construido el mito griego para que su propio destino viniera de algún lugar y fuera hacia alguna parte. Este peliagudo asunto, es decir, que el origen de Occidente es Grecia y que ese origen nos indica a dónde debemos ir, está muy claramente expuesto en el epílogo de Arturo Leyte a la edición que comentamos. En efecto, una vez desaparecido el sueño de Grecia, ¿qué le queda a Occidente? Nosotros ya sabemos lo que nos queda: Egipto, pero cuando Hölderlin comprendió el horror que nos esperaba era un caso único, porque Europa entera estaba enamoradísima del ideal griego. Viene en el libro una fotografía espeluznante: el ejército de ocupación alemán levantando la bandera con la esvástica delante del Partenón. Incluso aquellas bestias necesitaban el amparo de Atenas para justificarse. Sin ese origen, no tenemos destino, solo distracciones y mercancías.

¿Y el poema?, me dirán ustedes. El poema es demasiado hermoso y demasiado grande para que se lo comente este gacetillero. Es un poema para ser leído despacio, en soledad, observando con mucho cuidado cada verso, saboreando la portentosa traducción, y mirando de vez en cuando el horizonte. Comienza el poeta preguntando si ya han regresado las grullas, como en cada primavera, y acaba ofreciendo al lector, por todo consuelo, la memoria del silencio.

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4 de enero de 2012
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I. A la diestra del padre

Los funerales de estado, iguales que las bodas reales, son grandes puestas en escena destinadas a conmover a las multitudes que se alinean en las calles o a las puertas de las catedrales y palacios, contenidas por las vallas de la policía, y que igualmente congregan a millones frente a los aparatos de televisión como en los juegos olímpicos o las grandes lides del fútbol. Los funerales del presidente Kennedy, por ejemplo. La boda y los funerales de la princesa Diana, quien tuvo la doble gracia de casarse y ser enterrada en olor de multitudes.

Pero el ritual de las exequias fúnebres del Líder Supremo de Corea del Norte Kim Jong-Il desborda toda imaginación y entran en el territorio más profundo de la divinidad. Kennedy y la princesa Diana eran mortales a quienes llegó su hora, mientras que el alma del Líder Supremo se desprende su envoltura terrena y sube a los cielos como el verdadero dios que es.

Dios, porque semidiós es demasiado poco, y va a sentarse a la diestra de su padre Kim Il-Sung, fundador de la dinastía, quien ahora tiene el título de Líder Eterno, y como eterno que es, sus fotos gigantescas y sus estatuas doradas están por todas partes. Además, ya están en Pion Yang los expertos rusos en momificación que se encargarán de preservar el cadáver del hijo, para que yazga en una urna al lado de la que ya contiene la momia del padre.

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4 de enero de 2012
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La endiablada complejidad del pensamiento

Si al viajero le ha complacido alguna vez recorrer los lugares de su predilección con un ejemplar manoseado de la guía baedeker bajo el brazo, vislumbrando con su mirada asombrada la ciudad que creía conocer, viendo por primera vez en la ornamentada fachada la sombra del genio que por allí habitó, o la marca de un encuentro providencial en la encrucijada de unos callejones, y así hasta sentirse abrumado por un mundo que había perdido de vista. Del mismo modo, el lector de Radicales libres se complacerá discurriendo lo que los hombres han pensado y escrito durante su infatigable peregrinación.

El que se haya acostumbrado a leer a José María Ridao en las páginas de El País entenderá por qué el escritor se desprende momentáneamente de un periodismo que a la postre sólo sabe hablar de sí mismo. Pues ya no son las noticias con que este género sostiene la ilusión de la novedad (a menudo trufada de una insoportable trivialidad), sino unas reveladoras noticias perdidas las que concitan su implacable ejercicio de sagacidad.

Como un viajero alentado por la certeza de estar descubriendo una geografía falsificada hasta entonces por la indolencia, el lector de Radicales libres discurre el significado de unas obras que sin esta nueva mirada se habrían extraviado. El inquisitivo retorno a Flaubert, Lampedusa, Strindberg, Swift, Starobinski, Ibsen, San Agustín, Freud, Todorov, Antelme, Ignatief, Gide, Gunter Grass, Imre Kertész, junto a centenares de nombres y a las innumerables cuestiones que la lectura inteligente de sus obras suscita, anécdotas que alumbran las reflexiones que hoy nos conciernen, momentos históricos decisivos que necesitan ser recordados, o acontecimientos cuyo significado debe ser rescatado, en una sucesión de fragmentos que el autor hilvana con espíritu enciclopédico y con una prosa tan elocuente como elegante.

Al lector de Ridao le complacerá comprobar que entre tanto simulacro posmoderno lo radical es el punto de vista de la insatisfacción intelectual, el argumento de una razón dispuesta a desmontar el artefacto de la realidad y a pensarlo todo nítidamente otra vez.

Es probable que los Radicales libres provoquen algún desconcierto en esta sociedad adocenada por el confort que prestan las ideas no pensadas. Esa poderosa tiranía de lo políticamente incuestionable, que se consagra dogmáticamente como irrefutable, ya se sabe, aborrece con mal disimulado enojo la arborescente complejidad del pensamiento libre.

Pero las alusiones con que Ridao habla de vez en cuando de sí mismo nos recuerdan que los episodios de Radicales libres pertenecen  al largo itinerario de su aventura intelectual. Ya sea la contemplación de una pintura de Camille Pisarro en Londres, la llegada como joven diplomático a Luanda o el encuentro con cualquiera de las obras maestras que desbroza con tanto respeto como agudeza, son la autobiografía intelectual del autor: en ella se desvela el hercúleo (o jacobita)  combate entablado desde el principio contra la complacencia de una cultura empeñada en propiciar su propia decadencia.

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3 de enero de 2012
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El maldito Jaime Saenz

Hace un año recibí una invitación de la periodista argentina Leila Guerriero para escribir un perfil del escritor boliviano Jaime Saenz. Leila, creativa e inagotable, preparaba un libro sobre escritores latinoamericanos "malditos", con el deseo de ir más allá de los lugares comunes de esa categoría tan romántica como incomprendida. No me costó aceptar su propuesta: era una oportunidad magnífica para entender un poco más a Saenz, para releerlo y de alguna manera descubrirlo. Los malditos acaba de ser publicado en Chile por la editorial de la universidad Diego Portales, e incluye diecisiete perfiles de autores tan canónicos como Alejandra Pizarnik y tan desconocidos como Samuel Rawet. Allí escriben, entre otros, Alan Pauls (sobre el Barón Biza), Alberto Fuguet (sobre Gustavo Escanlar) y Alejandra Costamagna (sobre Teresa Wilms Montt).  

En el prólogo, Leila escribe que estos malditos "padecieron diversos grados de desdicha y de devastación, ya sea por ejercer el sexo a contrapelo en el momento y el lugar equivocados, por escribir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por vivir en contra (de su época, de su circunstancia, de su entorno), por haber enfermado cuando no había cura, por no tener amor ni patria ni padres ni hermanos ni casa ni rumbo ni consuelo. Vivieron en un mundo que les resultaba demasiado incomprensible o demasiado despreciable o demasiado hostil, y se enfrentaron a él con hostilidad, con desprecio, con fragmentación, con fragilidad, con espanto". Por supuesto, además de eso -y sobre todo--, los malditos debían tener una obra "contundente": hay muchos poetas que viven en los bares, muchos narradores que se han suicidado, pero ni el alcoholismo ni el suicidio justifican el malditismo si la obra no está a la altura de la leyenda.

La presencia de Saenz en el libro se encuentra plenamente justificada. Su obra poética no solo es una de las más inmensas de la poesía latinoamericana del siglo XX; su vida es un inventario de gestos provocativos contra la clase media de la que provenía, contra un tiempo que se le antojaba dominado por la razón. Nacido en La Paz en 1921, Saenz fue un ser torturado desde muy temprano; comenzó a beber a los quince años y a los veinte ya era alcohólico. Dos experiencias con el delirium tremens a principios de la década del cincuenta lo llevaron al borde de la muerte y lo obligaron a dejar el alcohol y dedicarse plenamente a la escritura. Para Saenz, el alcohol era un camino de conocimiento que permitía acceder a un grado de conciencia superior, a un estado de revelaciones y una visión más profunda de la realidad. En La noche (1984), escribe: "La experiencia más dolorosa, la más triste y aterradora/ que imaginarse pueda,/ es sin duda la experiencia del alcohol./[...]/ Y tan atroz y temible se muestra, en un recorrido de/ espanto y miseria, que uno quisiera quedarse muerto allá".

Una de las facetas más extrañas de Saenz es su relación con el nazismo, que descubrió durante un viaje a Alemania en 1939. Lo fascinaba el lado mágico, místico del nazismo; tenía una gran simpatía por el irracionalismo alemán. En la pared de uno de sus cuartos tenía la foto de Hitler y en una pizarra había dibujado una esvástica; creía que el nazismo era la última esperanza para detener el avance del capitalismo (que veía como una conspiración judía). Esa fascinación con el nazismo lo acompañó toda su vida, y estaba plagada de contradicciones: Saenz utilizaba ideas nacionalsocialistas sobre la importancia de lo telúrico para aplicarlas a Bolivia y creía que en la potencia de la raza aymara se encontraba el futuro del país (en su escritorio guardaba la foto de un indio aymara gigante).

A Saenz le gustaba visitar la morgue, pero su interés era más metafísico que morboso. Vivía de noche y dormía de día (tenía cartulinas negras en las ventanas de sus cuartos, para que no entrara la luz); era un ermitaño, pero no un antisocial: en su casa, por las noches, recibía a sus amigos, y la tertulia se convertía, en palabras de la poeta Blanca Wiethuchter, en una "larga conversación metafísica", en la que imperaba el gran sentido del humor de Saenz. Estudió doctrinas teosóficas, leyó a místicos como Milarepa y llevó a cabo sesiones de magia negra en su cuarto: todo ello en procura de buscar caminos radicalmente diferentes a la racionalidad imperante. Esa búsqueda incansable fue plasmada en una obra que incluye entre sus cumbres a poemas como Aniversario de una visión (1960) y novelas como Felipe Delgado (1979). Falleció en 1986, ya canonizado con justicia como el escritor boliviano más grande del siglo XX.    

(La Tercera, 31 de diciembre 2011)

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3 de enero de 2012
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La belleza de la negligencia

Sin embargo, no hay creación mayor, no hay belleza más deslumbradora que cuando la falta de esmero o de exigencia sobre la obra alza a la obra sobre su proyecto y logra sin garantías la magia de su originalidad, de su suficiencia y de su espontánea altivez.

Las personas que mejor visten no son aquellas que se atavían con lo más caro y delicadamente combinado, en colores y texturas. Esta obra perfecta concluye en sí misma y no dice casi nada de interés. La persona que mejor viste es aquella que sabe -sin procurarlo- llevar mejor la ropa y no importa, en estos casos, de qué clase social se trata. "Es duro decirlo", decía el diseñador Alexander McQueen, "pero nadie viste mejor la ropa que los pobres".

La manera en que el cuerpo y el vestido se relacionan sin exigirse mutuamente nada deriva en el resultado que constituye en su cima la belleza de la negligencia. Nada de verdad importante es realmente bello y todo lo muy importante se acerca corriendo a lo grotesco.

La belleza es una línea fina que separa su reino de lo siniestro. Así como el horror exige un tratamiento apropiado para que su abuso no lo transforme en algo cómico, los lindes que separan la vida de la muerte y lo delicado de lo cursi son tan estrechos que siempre se siente amenazada la belleza por la proximidad de lo siniestro.

Son más hermosos los caóticos estudios de los pintores por las obras encajadas en el caballete, es más hermoso un taller de fundición que las figuras de bronce que graciosamente produce, es más hermoso un paisaje descompuesto por la tempestad que un jardín donde los árboles se alinean disciplinadamente.

Esta belleza de la negligencia no es en absoluto fácil de lograr. O, mejor dicho, no cabe proyecto alguno para conseguirla a través de una tarea y voluntad previa. Se trata de una categoría que nace del cuerpo o de la naturaleza sin poner demasiada atención en su objeto o cuya posible atención se halla desviada hacia un punto excéntrico que, a su antojo, con indolencia, hila la obra.

Es el caso mismo de Las hilanderas cuyo enigma baña tanto la estructura como la emisión del cuadro asociadas ambas a una belleza que procede de un viento interno. De un invisible vendaval, el único asociable pacíficamente a su turbadora belleza.

Turbadora y singular, es original, ocasional. La belleza de la negligencia dura mucho en la "duración" de Bergson, y siempre sin perder encantamiento, tal como el descuidado paseo del gentleman o la desgana de la dama de las camelias.

Porque, en fin, ya lo sabemos, nada nos arrebata más intensamente los sentidos que aquello que no nos tiene en cuenta. Nada nos seduce con más fuerza que la belleza que no nos necesita y ni siquiera se necesita a ella para conquistar admiración.

El orden facilita la explicación cabal, se presta a ser visitado, controlado y calibrado. El desorden, este actual desorden del mundo que tanto nos hace sufrir, es ante todo el desorden del horror y no de la negligencia. Pero un paso más, una línea de luz que apareciera en la lontananza, transformaría este caos en impensada esperanza, confusa aún pero presagio de un tiempo único, aún sin peinar, que nos espera con su prestancia.

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3 de enero de 2012
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La lucha en Dakar

 

En Dakar, el deporte más popular no es el rally.

En Dakar, como en todo el resto de Senegal y parte de Gambia, lo que llena las páginas deportivas de los diarios es la lucha senegalesa. El campeonato de "lutte", como se llama en este país francófono (o laamb para los que hablan en wolof), tiene seguidores fanáticos y programas de televisión especiales y afiches por la ciudad y luchadores elevados a la categoría de estrellas pop.

Mientras en Sudamérica se corre el Dakar 2012, que pasará con su caravana de tuerzas y mecánicos y motores y aceites y ruedas por Argentina y Chile y Perú, en la capital de Senegal los luchadores se preparan para la próxima pelea. Que son luchas reales. A diferencia de los combates entre escritores, donde el trofeo es por algo tan simple como el prestigio, aquí la batalla es a golpes de nudillo que rompen narices y sacan sangre.

Una buena forma de conocer un país es ir a ver un partido de su deporte más popular. Salí del hotel, le pregunté al taxista si la lucha quedaba cerca, me dijo que sí. Era fanático. Me hizo un precio por llevarme, entrar al estadio conmigo, ver "la lutte" y regresar al hotel.

Cuando llegamos al estadio Stade Demba Diop, la lucha ya había comenzado. La boletería estaba vacía, y les pasamos nuestros tickets a unos militares con metralletas. Avanzamos hacia el estadio, mientras aumentaba el volumen de los gritos del público. Al entrar, había unos tres mil senegaleses moviendo los brazos, gritando, mientras dos tipos con taparrabos se abrazaban en la pista de arena y se empujaban y se daban golpes de puño y uno sangraba y todo era acompañado por una orquesta de seis músicos con tambores africanos.

Todo el perímetro de la lucha estaba rodeado de militares armados. Un canal de televisión trasmitía en directo. Entre el público había dos hinchadas de adolescentes senegalesas, miembros del clubes de fans de distintos luchadores. Mientras los dos competidores se golpeaban en el centro del estadio, por alrededor de la pista saltaban y elongaban y se movían los otros.

Dentro del lugar no había turistas. Se vivía una tradición local, difícil de entender. El fanatismo era como el de las hinchadas de fútbol. Por cierto, la gracia de la lutte sénégalaise no estaba sólo en los golpes: el espectáculo empieza antes, cuando el luchador se pasea seguido de sus asistentes por la pista, para presentarse y desafiar al grupo rival. Es una danza, un espectáculo, donde tienen mucho que ver el honor y la música de fondo: tambores en vivo.

En mitad de la última pelea, el taxista me hizo una seña para irnos. Al igual que en futbol de por acá, era una buena idea evitar los líos de la salida. El día siguiente, todos comentaban la jornada de lucha. El gladiador que mejor golpeó el domingo aparecía en la tapa de los diarios el lunes. Todos hablaban de ellos. En Dakar, definitivamente, poco importa en rally.

 

twitter: @menesesportatil

 

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2 de enero de 2012
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Los nombres

Partiendo de la base de que nadie sabe de antemano por qué se venden mucho unos libros y otros no (si alguien lo supiera estaría produciendo best-sellers todo el tiempo y sería más rico que las petroleras) Don DeLillo es un enigma total. En Estados Unidos goza de gran prestigio y popularidad (ventas), gana premios importantes y está traducido a las principales lenguas cultas. Reduciendo Los nombres a su esquema más elemental podría sonar así: un grupo de privilegiados norteamericanos auto exilados (banqueros, altos ejecutivos, analistas de riesgo, un director cinematográfico de culto) viajan por Oriente Medios y coinciden ocasionalmente en una isla griega de las Cícladas. La muerte a martillazos de un anciano tullido les llama la atención y  las discretas averiguaciones posteriores hacen recaer la autoría sobre una secta secreta practicante de sacrificios humanos. La sucesión de muertes rituales en diversos países de Oriente Medio y los sucesos dentro del propio grupo de afortunados  investigadores (espionajes mutuos, aparición de la CIA bajo el disfraz de la empresa a la que pertenece el  personaje protagonista, rupturas e infidelidades dentro del grupo, etc) enrarecen y tensionan el ambiente y hacen temer un desenlace trágico. Es decir, un esquema que parece destinado a un best-seller como los hay a docenas en las librerías, con todos los ingredientes de sexo, alcohol, glamour, sectas , conspiraciones y espías de altos vuelos.
Y sin embargo Los nombres apenas si responde vagamente a lo que el esquema promete.  En primer lugar porque la presencia física, espiritual y simbólica de Grecia tiene un protagonismo casi constante, y muchas veces la influencia de la luz, las formas, los olores o la atmósfera reciben más atención que los conspiradores, por poner un ejemplo; en segundo lugar, los personajes están tratados con una técnica que podría denominarse tangencial, ya que la mayoría de las veces empiezan siendo anecdóticos respecto a la narración y sólo poco a poco ésta va centrándose en ellos casi sin llamar la atención. Y en tercer lugar porque la visión general, en sentido profundo de la existencia que une, dirige y condiciona a los personajes y los sucesos recibe una atención primordial pero igualmente discreta.
Obviamente, este tratamiento del material narrativo impone una cadencia pausada y distendida que nada tiene que ver con el tremendismo y la aceleración inherentes a la literatura de consumo. Por poner un ejemplo, la secta de asesinos rituales no hace su aparición hasta pasadas las cien primeras páginas y ni siquiera entonces en ningún momento se apodera de la acción ni absorbe la atención del lector. Mas bien es como un leit motiv de fondo que da lugar a discusiones sobre el lenguaje y el significado de las palabras y las acciones que estas designan. Y también el motivo para el clímax que propicia la aparición de la CIA, la cual, a su vez, tampoco es una irrupción estelar. “¿Qué hace un analista de riesgos?”, pregunta en un momento determinado uno de los personajes. Respuesta: “Política”.  Un analista de riesgos es una suerte de consejero de inversiones y necesita estar al tanto de la realidad de una región para apoyar o desaconsejar una inversión a sus adinerados clientes. Por lo tanto no puede tomarle de nuevas la presencia de la CIA en Oriente Medio ni su aparición le puede resultar estrepitosa. El analista deja la empresa por una cuestión de estrategia profesional y no porque moralmente le parezca mal colaborar con un organismo que recibe la siguiente descripción: “Si Norteamérica es el mito viviente de nuestro mundo, la CIA es el mito viviente de Norteamérica”. Aunque en  Los nombres no sea tan acusado como en otras novelas, el interés de DeLillo por  el papel de Norteamérica en el mundo y su condición de chivo expiatorio es crucial en su narrativa, hasta el extremo de que un autor como Martin Amis lo ha trivializado calificándolo de “poeta de la paranoia”.  El papel de líder mundial que ejerce Norteamérica le confiere grandes ventajas pero también inconvenientes que los personajes de DeLillo resienten como propios. Están en el mundo para influir (a favor de su país) y por lo tanto saben no ser inocentes.
En definitiva, como decía al comenzar,  Los nombres es una novela muy singular y que atraerá desde las primeras páginas a quienes sepan gustar del ritmo lento y una cierta delectación por las atmósferas y la recreación sutil de personajes.
    

Los nombres
Don DeLillo
Seix Barral

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2 de enero de 2012
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Tiempo de vivir

Tiempo. Siempre cortejándolo. Cuando se estira como una goma de mascar y nos hace bostezar de felicidad, o cuando nos atropella, veloz y cortante como el viento. Apenas hace dos días que hemos cambiado el calendario de la cocina. Tiene algo de hermoso el gesto de colgar un nuevo año por delante, aún sin usar, con el apresto que trae la ropa antes de ser estrenada. Hemos querido verle la cara al 2012, adivinar sus debilidades. Este será el año de las compras on line, afirman unos, paralizados ante la idea apocalíptica de las ciudades del futuro sin escaparates donde cazar nuestra sombra. No, todo lo contrario, aseguran otros, este será el año del abierto 24 horas impulsado por Esperanza Aguirre; eso que tanto nos gusta practicar en el Marais parisino, en el Soho de Nueva York o en los Encantes y otros mercadillos urbanos que introducen la ilusión del hallazgo en nuestras vidas, de ese algo que siempre nos falta para que el día sea redondo. También este será el año de la nube. La influencia del cloud computing y la desaparición del espacio físico para almacenar datos, letras, fotos. Los informáticos no podían haber elegido mejor símbolo, tan gaseoso, de una levedad leopardiana bajo la ilusión óptica que producen las nubes desde un avión: a veces dunas azules, otras bolas de algodón mansamente blancas. El 2012 será el año de la responsabilidad compartida, de los alimentos ecológicos, de la generación perdida, de los colores pastel y los estampados déco, de la superministra de Rajoy, del peligro de extinción del camello, del atasco de lo antinuclear, de la piratería globalizada, de los JJ.OO. de Londres, de los eufemismos como «crecimiento negativo» en España o «tiquet moderador sanitario» en Catalunya. El año del regreso triunfal a nuestras conversaciones de uno de los germanismos más globales y nobles, Zeitgeist: el espíritu de los tiempos. Pero el tiempo continúa siendo un invento humano donde no siempre lo cronológico corresponde a lo biológico, ni lo mental a lo físico. Hay días que pasan de largo y otros que se anudan en la garganta. La isla de Samoa acaba de dejar de ser el último lugar del mundo donde se ponía el sol, decidió vivir un día menos, alterando el huso horario, para estimular la economía y facilitar sus negocios con Australia y Nueva Zelanda. Nada que ver con los sesenta minutos de más de los que parecemos disponer en Canarias, ni de las ocho horas de propina cuando cruzamos el Atlántico. Un día comido en Samoa, sin salir el sol a pesar de que saliera. Mientras el primer lunes del 2012 amanece en el archipiélago de Kiribati, el punto del globo donde asoma antes el sol, cae la tarde en París y la noche se cierra sobre Estambul. El mundo, infiel al reloj, seguirá rodando con su presente veloz incapaz de retenerlo. Y tan sólo dependerá de nosotros moldear el pasado y el futuro, saber vivir. (La Vanguardia)

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2 de enero de 2012
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El Boomeran(g)
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