Una excelente página, que podría servir de iniciativa a la Línea 1 en Lima, es la del metro de...
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Una excelente página, que podría servir de iniciativa a la Línea 1 en Lima, es la del metro de...
Ecce homo de la ciudad de Borja, “restaurado” por una jubilada.
La jubilada Cecilia...
La clase media de Estados Unidos se encoge y empobrece justo en el mismo momento en que se ensanchan y prosperan las clases medias de los países emergentes, Brasil, China, India, Rusia. Una encuesta del Pew Research Center ha detectado muy claramente esta curiosa modificación en la curva de una ascensión social que coincidía también con la hegemonía estadounidense en el mundo y que corresponde exactamente a la primera década del siglo XXI, a la que el centro de estudios sociológicos denomina la ?década perdida?. No es para menos: las clases medias han pasado de representar el 61 por ciento de la sociedad al 51 por ciento; sus ingresos anuales han disminuido de 72.956 dólares a 69.487, un 5 por ciento; y su riqueza (activos menos endeudamiento) todavía se ha encogido más, de 129.582 dólares de media a 83.150, un 28 por ciento, unas tendencias que probablemente también se están registrando en Europa y, sin duda alguna, en España.
La encuesta tiene una motivación electoral muy clara, apenas dos meses antes de la elección presidencial. De ahí que se pregunte a los encuestados sobre los motivos de este empobrecimiento, para observar cómo puede incidir en el comportamiento ante las urnas. Un 62 por ciento cargan las culpas sobre el Congreso, que se ha convertido en un obstáculo infranqueable para las decisiones y políticas anticrisis; un 54 por ciento cargan sobre los bancos y las instituciones financieras, que están en el origen de la crisis; un 47 por ciento sobre las empresas; un 44 carga sobre la herencia de Bush, mientras que un 34 lo hace sobre la presidencia de Obama; sólo un 8 por ciento lo atribuye a las propias clases medias; y un 34 por ciento a la competencia exterior.
Estas últimas razones merecen una especial atención. Nada ha favorecido más a la creación de riqueza en Europa y Estados Unidos que la globalización económica, con la caída de salarios que ha permitido las deslocalizaciones o la ampliación del consumo con la creación de mercados globales. Sin embargo, lo que ahora se apunta es que quienes mayor provecho han sacado de este proceso, al menos en la última década, son los más ricos de los países más ricos y las clases medias de los países emergentes, en detrimento precisamente de las clases medias europeas y americanas. Como si en el reparto del pastel global tuviera que ser constante la parte dedicada al grueso de la población, es decir, las clases medias, de forma que los salarios, la riqueza y el Estado de bienestar deberán disminuir en Europa y Estados Unidos para que aumenten en los BRIC.
Todos los recién nacidos crecen en un mundo que se acaba de crear para ellos, un abigarrado paraíso sin serpiente. En cuanto tienen un mínimo uso de razón descubren cosas, asuntos y personas que son tan nuevos como ellos mismos, descubren reflejos en los muros, figuras que se parecen como dos gotas de agua, secuencias de efectos, el día y la noche. El mundo es siempre un mundo de estreno para los recién llegados.
Cuando descubren que hay tal cosa como un pasado, que el mundo no ha sido siempre así sino que el mundo varía, cambia y se transforma, ya es demasiado tarde. En cuanto el adulto se percata de que hubo, años atrás, un tiempo pasado, inevitablemente le parece haber perdido algo porque descubrir el pasado es comenzar a ver el presente como un envejecimiento del mundo anterior. Aunque parezca paradójico, desde el punto de vista del adulto el hoy es más viejo que el ayer. De pronto el presente deja de ser fresco y vigoroso porque tiene ya los caracteres de lo que viene de muy atrás. No es que "cualquiera tiempo pasado fue mejor", como escribía con tanta melancolía Jorge Manrique, es que en cuanto concebimos un mundo en tiempo pasado ya hemos cubierto de ceniza el tiempo presente, le hemos marcado arrugas y cicatrices.
Este proceso es fatal e incontrovertible. Vivir es ir produciendo pasado y sin él la vida sería imposible porque carecería de sentido, nos volveríamos locos. Es más, sólo los locos pueden vivir en el puro ahora. Gracias a la invención del pasado logramos hacer llevadero el dolor y la decadencia del presente de un modo continuado que comienza mucho más temprano de lo que parece. En compensación, el gozo, el deleite, la fruición suspenden el presente y el pasado, los reúnen en un instante único sin sucesión. El placer nos saca de nuestras casillas y nos permite vivir fuera del tiempo, de modo que al placer más democrático lo llaman "la pequeña muerte". También el extremo dolor nos saca de quicio: el torturado vive en un instante que no tiene pasado ni futuro y se sostiene sobre una tensión mortal.
Los niños actuales ven a sus padres pasear por la casa hablando solos con un adminículo pegado a la oreja. Les ven por la noche sentados frente a un emisor de imágenes coloreadas. Oyen voces sin cuerpo y cuando se fijan comprenden que están saliendo de una cajita metálica con botones. Las calles son ríos tempestuosos de hierro y gases. Los alimentos, incluida el agua, llegan envasados y por lo tanto nunca más serán substancias. Para ellos una parte considerable de la experiencia se enciende y se apaga a voluntad con un gesto de la mano. Cuando descubran que todo eso fue en el pasado, será porque su mundo presente no tiene misterio. Habrá comenzado otro ciclo de costumbres y técnicas y las pasadas se habrán cubierto con un velo poético, como para nosotros las palomas mensajeras o el telégrafo.
Edmund Gosse recuerda que, en su infancia, lo más codiciado era la pastilla de acuarela color carmesí con la que su padre, biólogo marino que estudiaba e ilustraba los moluscos de Cornualles, adornaba sus acuarelas. Aquel carmesí estaba hecho de cochinillas parasitarias machacadas, como las que en la actualidad aún se cultivan en Lanzarote, y era tremendamente caro. Si el niño se portaba muy bien, su padre le dejaba dar una diminuta pincelada de carmesí en la lámina sobre la que trabajaba. Esto lo escribe Edmund Gosse en una biografía inmortal, cuando ya podía comprar carmesí a un precio normal en las tiendas de suministros para bellas artes de Bloomsbury.
Estamos condenados a amar lo que ya ha sido, lo que fue, simplemente porque ya no es. Todo lo que ya no es tiene el carácter fijo, inalterable, profundo e inquietante de las obras de arte, porque las obras de arte, hasta hace pocas décadas, eran puro pasado cristalizado. Yo he visto llegar las barcas de pesca, al atardecer, a la playa de Vilasar, cargadas hasta la borda. Una vez encalladas en la rompiente, los marineros las empujaban arenas arriba sobre largas vigas engrasadas. Nunca podré arrancarme de la memoria el crepúsculo marino, los peces vivos saltando sobre las cestas de anea, los pescadores descalzos empujando las embarcaciones y cantando rítmicamente para ir todos a una. Esa escena no volverá a existir nunca jamás. Es la imagen detenida de un mundo que entonces era nuevo para quien lo vio y ahora es tan lejano que parece no haber existido jamás, como un paisaje de Poussin.
Pero mi padre no acudía al desembarco de los pescadores porque para él carecía de novedad. Por el contrario, recordaba, y así nos lo contaba, cuando de niño se bañaba en esas mismas aguas y los peces que ahora había que ir a buscar en alta mar los tenía él al alcance de la mano en unas aguas transparentes habitadas por miles de seres plateados que ni siquiera huían del bañista. Nosotros (decía), los niños nuevos, ya no habíamos conocido el mar prístino y salvaje de cuando él era niño. Cada generación ha conocido un mundo más puro que el de la siguiente generación. Y sin embargo el mundo es siempre igualmente puro para el recién nacido, porque la pureza del mundo es el recuerdo.
Bien puede darse que una época sea objetiva o razonablemente nefasta. Da lo mismo. En cuanto se convierta en pasado se esfumarán los ácidos corrosivos, la maldad intrínseca de cada instante, y se adonizará. Así oía yo hablar a mis tíos y abuelos sobre la guerra civil. Un tiempo espantoso, años de muerte e insoportable necedad. Sin embargo, ellos recordaban aquellos días en el frente, con el frío gélido, el horizonte estepario y el rancho escaso, como años magníficos de su vida y se diría que estaban dispuestos a regresar. Incluso las mujeres que se habían quedado en la ciudad y luchaban todos los días por la supervivencia, recordaban entre carcajadas el conejo criado en el balcón que luego nadie quería sacrificar a pesar del hambre. El tiempo pasado sólo conserva su maldad para quienes lo cultivan en el presente y lo quieren mantener vivo y maligno. Los mercaderes de la venganza, por ejemplo.
Y no es imprescindible ser un niño. Yo he paseado por el Museo del Louvre cuando ya era adulto y aquellos tesoros comenzaban a llamar mi atención, completamente solo y oyendo el crujir de los tablones de madera del suelo como una música fantasmal. Y recuerdo deambular por aquellos museos vacíos, silenciosos, cargados de una vida poderosa, en los que cien miradas te escrutaban desde los muros, como los arqueólogos deben de recorrer las tumbas recién abiertas en Mesopotamia o Irak. El aire de esos lugares tiene un frío propio, un aroma de líquido encerrado en un pomo durante siglos y que al destaparse te devuelve lo que alguna vez respiraron los más antiguos, su aire, su aliento resucitado.
En un casi desconocido Hemingway recién publicado en España ("Sobre París", Elba), el muy joven escritor muestra su faceta de artista a los veintitrés años, porque ya es capaz de recordar un lugar en el cual sólo el pasado tiene la belleza de lo inalterable, a pesar de haber vivido allí la destrucción y la muerte. Fue en Schio, durante la Primera Guerra, "uno de los lugares más hermosos de la tierra". La pequeña aldea del Trentino, apoyada en los Alpes, formaba parte de su experiencia del dolor y la desesperación, pero no por eso dejaba de ser "un lugar maravilloso para ir a vivir cuando terminara la guerra". Hemingway era demasiado artista como para no construir adecuadamente el recuerdo, de manera que regresó una vez concluidos los combates para encararse con el presente. Lo encontró todo reconstruido o a medio reconstruir.
"Una ciudad reconstruida es mucho más triste que una ciudad devastada", escribe entonces, en el presente, cuando es ya forzoso que el pasado cristalice en una imagen bella e imborrable. "Un pueblo arrasado en tiempos de guerra siempre (tiene) dignidad, como si hubiera muerto por una buena causa (...) De todo ello ahora sólo quedaba una nueva y fea futilidad". La tremenda injusticia de este juicio, desconsiderado hasta la crueldad con quienes precisan una nueva morada después de haberlo perdido todo, es la prueba perfecta de que para mantener un pasado es imprescindible cubrir de ceniza el presente. Y la memoria, la potencia creativa de la memoria, es por completo amoral y egoísta.
La construcción del pasado es una construcción del deseo y el deseo es egoísmo puro. Todo lo que para nosotros es significativo de nuestra infancia y juventud no es sino una proyección de los deseos que no pueden cumplirse en el presente, en la madurez o en la vejez. Como fruto del deseo, en efecto, "cualquiera tiempo pasado fue mejor", y es imposible no creerlo así, porque entonces nos quedaríamos sin deseos, los cuales suele decirse que tienden al futuro cuando es todo lo contrario, siempre tienen la forma del pasado. Es importante, sin embargo, ser consciente de que ese pasado deseado en forma de futuro, es una ficción, es un poema, es un arte que conmueve nuestros más escondidos apetitos.
Ahora que la turbulencia del tiempo ha tomado la forma metafísica del dinero en su estado más abstracto, me pregunto cómo será cuando se convierta en el pasado de alguien. Así, por ejemplo, ¿cómo recuerdan los homosexuales aquel tiempo en que parecía que iban a morir exterminados por el SIDA? Algunas novelas, como la magnífica "The Hours", ya han comenzado a convertir en un pasado luminoso el tiempo de aquella muerte universal y monstruosa. Incluso aquel tiempo horrible puede comenzar a verse ahora como un pasado en el que tanto sufrimiento hizo posible el heroísmo, la entrega, la amistad absoluta, el rescate de tanta humillación, el manantial de una nueva dignidad. En aquel tiempo el destino había tomado la forma de una plaga asesina, ahora tiene la forma de la ruina. ¿Cómo lo verán aquellos que sean hoy tan jóvenes como para no percatarse de que ésta es una materia privilegiada para el recuerdo? Los años de la ruina llegará un día en que sean aquellos en los que algunos vivieron lo mejor de sus existencias.
Tiendo a creer que también entonces, dentro de veinte años, los que ahora son jóvenes recordarán los años de la ruina como aquellos que les obligaron a tomar decisiones, a emigrar, a descubrir otros países menos agónicos que el nuestro, los que les dieron la oportunidad de empuñar su vida con audacia y decidir por sí mismos en lugar de obedecer consignas, los que dieron nacimiento a tantas ideas e iniciativas que se pusieron en marcha gracias a la penuria, los que acabaron con la sumisión a las burocracias, las ideologías arcaicas y el gregarismo.
Eso será dentro de veinte años, cuando ya sea una forma de pasado. Mientras tanto, mientras sea un presente sin pasado, tiene la forma de la negación misma de la vida. Se trata, como siempre, de resistir hasta que podamos exponer esta penuria en la peana del recuerdo y transformarlo en deseo, por extraño que ahora nos parezca. Entonces nos habremos salvado, aunque muchos estaremos criando malvas.
Entras en un desfile y, a diferencia de una sala de cine, donde los ojos tienen que ir acostumbrándose a la oscuridad y a la pantalla, debes dilatar bien las pupilas antes de empezar a observar; pero, sobre todo, tienes que ponerle un filtro a tu mirada. No creerte todo lo que ves. No dejarte maravillar por el envoltorio. No envidiar la elegancia ajena, que a menudo es tan vulnerable como un jilguero. Ni aturdirte por el frenesí que reina en los pasillos de la moda. Eso sí, empuña bien la invitación para que nadie te expulse del paraíso. Acomoda pacientemente el cuerpo en un banco sin respaldo, el lugar que en este baile de máscaras te asigna una tropa de relaciones públicas. Entreténte con el smartphone para simular que estás muy ocupada y que no tienes nada que decirle a quien se sienta a tu lado. Y lo más difícil, mirar de soslayo sin mostrar demasiado interés en todo aquello que te rodea aunque en realidad sea a lo que hemos venido: a admirar lo raro, lo excesivo, lo diferente, lo nuevo. En el juego de apariencias de una pasarela hay traspiés y disparate. De repente, una clienta rusa que parece llegada a un baile de la corte del zar exige un mejor asiento. O una periodista francesa que imita la vestimenta del Cirque du Soleil bracea desesperadamente por saludar a Mr. Arnault. Un aire falsamente cortés planea por la sala como un ave de mirada torva. Te asombra que dos o tres mujeres, bien vestidas, subidas encima de veinte centímetros, se empujen groseramente hasta alcanzar la puerta sagrada. O te compadeces de esas modelos desvalidas que llegan corriendo del anterior desfile, y que ya han aprendido que sonreír no está de moda, por lo que parecen dolientes aunque solo les molesten las pestañas postizas. Nada es normal, pero tú debes aparentar un aire de absoluta normalidad porque estás allí dentro. Más de 150.000 personas peregrinan entre Nueva York, Milán y París dos veces al año, algunas como observadoras invisibles, otras como artistas «autoinvitadas» dispuestas a atraer los ojos hacia su sombrero o sus zapatos mientras las modelos avanzan en ese tapis roulant que tiende al infinito. Detrás de la pasarela se escenifica un repertorio de emociones tan humanas como las de la gente corriente. Eso es: inseguridad, miedo, envidia, pasión, frustración, error, silencios, llantos. Lo que no se ve y que en este número hemos querido acercarte. Siempre hay un instante, cuando se consumen los veinte minutos del ritual, en el que te preguntas qué será del diseñador cuando focos, flashes, indiferencia o admiración congelen su sonrisa, consciente de la presión que cae sobre sus espaldas en ese circo envidiado, pero circo al fin y al cabo. (Marie Claire)
La literatura depara el placer de imaginar, y a la vez la tortura de corregir, pero ambos vienen a ser dos caras de la misma moneda. Si las monedas de tres caras son posibles, y en la literatura nada es imposible, entonces debo agregar el placer de hablar de la escritura, de sus secretos y de sus mecanismos. No creo que nadie más que un escritor disfrute contando a quienes quieren escucharlo los trabajos y los placeres que le depara su oficio.
Imagina al primer contador de historias, y a su primer oyente, sentados a la luz de una hoguera en la noche primitiva. Alguien queriendo conquistar la atención del otro, tratando de introducirlo en su propio universo, encantarlo, convencerlo de sus propias visiones, e invenciones, y hacer que las crea. Y el otro predispuesto a ser parte de ese rito ─como la predisposición que tiene quien paga su entrada al teatro y se sienta en la butaca─ dispuesto a creer, a dejarse encantar, a dejarse seducir. ¿Por qué no decir, a dejarse engañar?
Me gusta hablar en primer término de la escritura como una necesidad apremiante. La necesidad de contar a otros lo que uno encuentra que vale la pena contarles, sabiendo que se lo están perdiendo. Aprendí a explicarme a mí mismo esta necesidad desde que leí algo parecido que decía Isaac Bashevis Singer, el gran escritor judío, en una entrevista. Una necesidad urgente, como son las necesidades físicas.
Pese a la declaración explícita de Heidegger respecto a la irrelevancia de la Mecánica Cuántica para la interrogación que supondría un auténtico viraje en la historia de la ontología, se diría que algo en el asunto sigue escociendo e inquietando al pensador. Y me atrevo a conjeturar que le escocería más aun, si Heidegger hubiera afrontado la cosa de la manera "suficientemente decidida" que reclama para los grandes asuntos del pensamiento.
Pues en las consideraciones que siguen en la Ejercitación que vengo comentando, algunas de indiscutible sutileza, falta toda referencia a algo esencial, a saber: el dispositivo matemático de la Mecánica Cuántica, que constituye ciertamente un indispensable útil para los objetivos propiamente científicos de la disciplina, pero que va más allá de los mismos ( más allá concretamente de la prodigiosa capacidad para efectuar previsiones una y mil veces confirmadas), pues la engarza en una trama férrea menos importante sin embargo por su consistencia lógica, que por sus desconcertantes implicaciones conceptuales. En efecto:
En esta invitación heideggeriana a ejercitarse en la filosofía se mide el peso de la Mecánica Cuántica sin una sola mención de los espacios de Hilbert, los cuales constituyen un ingrediente esencial de aquello de lo qué se habla. "En ese delicado laberinto no me fue dado penetrar" escribía Borges en referencia a la teoría de los números transfinitos de Georg Cantor. El poeta
lo decía con pesar, pues barruntaba que sin tal teoría la exploración cabal de ese infinito que tanto le obsesionaba era imposible. Diferente es la actitud del pensador de Friburgo.
La ausencia de referencia a los mismos parecería indicar que el formalismo matemático de la Mecánica Cuántica y los espacios de Hilbert que lo sustentan formarían parte de la disposición del espíritu ajena al interrogar esencial, una de esas vicisitudes del pensamiento perdido en la objetualidad de la que cabría prescindir. Creo que se trata pura y simplemente de un error filosófico. Pero esto es ciertamente más fácil de avanzar de forma intuitiva que de sostener en base a la cosa misma de la que se trata, lo cual intentaré sin embargo hacer a partir del propio esquema de Heidegger en esta Ejercitación.
¿Hay un arte nacional catalán? Es una pregunta que mucha gente, catalanes incluidos, jamás se habrá planteado ni le importa. Yo no lo sé. Sí sé que el arte hecho por catalanes que más me interesa es sobre todo, si no exclusivamente, internacional. Nacional y arte son términos que casan en determinados períodos de la historia y en concretos territorios, aunque usualmente no suelen hacerlo por muy buenas razones. Pero tanto da, puesto que si nos entretenemos en descifrar el nombre críptico e impronunciable de uno de los mejores y más recomendables museos de Barcelona, deberemos concluir que sí existe el arte nacional catalán. En efecto, en la falda de la montaña de Montjuïc, instalado dentro de una horrenda construcción que responde al nombre de Palacio Nacional, se encuentra el MNAC, que alberga, entre muchas cosas interesantes, una colección maravillosa y única, que justifica por sí sola una visita al museo y a la ciudad, como son los frescos del románico del Pirineo, catalán por supuesto. Las siglas responden al largo y trabajoso nombre de Museu Nacional d´Art de Catalunya.
Un museo nacional dentro de un palacio nacional, con una nota de confusión adicional: el Nacional del Palacio no es el Nacional del Museo. El Palacio es nacional de la nación española y el Museo es nacional de la nación catalana. El primero, un pastel de estilo neorenacentista español, tan catalán como el museo en cuanto a autoría, fue una de las 'pièces de resistence' de la Expo de 1929, organizada en plena dictadura de Primo de Rivera, aquel personaje primero promovido por los burgueses catalanes y luego denostado por todos, para mostrar y exaltar, precisamente, el arte nacional? español. El segundo es uno de los más genuinos productos del arte local del pacto político, que ha dado una fructífera vida a los consorcios entre administraciones y tuvo su momento más feliz en los Juegos Olímpicos de Barcelona en 1992: ayuntamiento, Generalitat e incluso ministerio de Cultura se sientan en su patronato. Los dos motores de este invento fueron el ayuntamiento socialista barcelonés y la Generalitat convergente, que se asociaron desde el primer día en una sociovergencia hecha de tensiones y acuerdos: el fallecido y ahora santificado Antoni Tàpies ideó un calcetín gigante y agujereado que debía colgar de la sala monumental del museo pero fue vetado por los instintos conservadores y antisocialistas predominantes en las filas nacionalistas. Pero entre los acuerdos figura el nombre: Nacional. A nadie le molesta, y al contrario, a todo el mundo le parece bien. Incluso a los escépticos en materia de arte nacional catalán. Un poeta e intelectual convergente, Carles Duarte, que preside el CONCA, otra sigla inextricable, con su correspondiente N, que quiere decir Consell Nacional de la Cultura i de les Arts, ha contado las razones de peso para tanta N: "Las tendencias (sic, ¿quería decir sentencias?) del Tribunal Constitucional -ha dicho al diari Ara- invitan a poner (nacional), porque lo cuestionan y te despiertan las ganas de decirlo alto y fuerte". Todo esto viene a cuento de que el director del MNAC, Pepe Serra, quizás olvidando toda esta extraña peripecia semántica, ha tenido la ocurrencia de plantearse en voz alta si este museo maravilloso no debería acogerse al prestigio de la marca Barcelona y a la venta de su mejor producto, los frescos románicos, para conseguir mayor impacto internacional y mayor atención del público. Sin darse cuenta de que el arte románico compite y en cierta forma interroga a la N de nacional y Barcelona hace lo propio con la C de Cataluña. Eso sucede, además, en un momento en que nuestras marcas internacionales sufren por efecto de la crisis, la insolvencia, la degradación de la deuda y los rescates europeos, con una única y especial salvedad consoladora: Barcelona. La capital catalana es una excepción en el paisaje de sufrimiento que vivimos: prestigio internacional, éxito turístico, niveles bajos de endeudamiento, buena solvencia e incluso inyecciones de liquidez municipal a las arcas del gobierno catalán. Cataluña y España son marcas a la baja, mientras Barcelona sigue subiendo y triunfando. No importa. La polémica ha quedado rápidamente zanjada desde el gobierno catalán: nadie tocará esas siglas. Desde el CONCA se ha procurado, sin embargo, no desautorizar al director del MNAC: Duarte considera que aporta ?dinamismo, capacidad y experiencia? y que su propuesta no debe ser banalizada. Algo se deduce de esta tormenta en el vaso de agua, o en el tarro de las esencias. Pepe Serra ha hecho una muy oportuna observación sobre la realidad catalana y barcelonesa desde la dimensión global y compleja del mundo en que vivimos, un lugar donde el anciano y casposo matrimonio entre el arte y las naciones está más bien de capa caída. Quizás su idea no avance ahora, pero ha puesto el dedo en la llaga. Ya avanzará algún día. Barcelona es un valor sólido y en alza, y el resto, en cambio, no es más que ideología.
?Pobrecitos los que no leen?.- Mempo Giardinelli comenta, durante el 17 Foro de Fomento del Libro y la Lectura, en Resistencia (El Chaco). La entrevista la realiza Canal 9 y la sube en YouTube Chaco Espectáculos.
Oswaldo Reynoso en Arequipa Este post podría titularse “La poco ambigua ambigüedad de Oswaldo...