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Rajoy y la realidad

El presidente del Gobierno ha tenido problemas con lo real. ?Quien me ha impedido cumplir mi programa ha sido la realidad?, declaró en ABC, en una declinación más adulta del ?yo no he sido?. Elena Valenciano lo ha tachado de cínico o incompetente, pero yo casi acierto a ver a un Rajoy presocrático. Plañidero, resignado, humano, el presidente ha tenido que reconocer que cuando la realidad sale a tu encuentro los compromisos se tornan desechables, igual que les ocurre a esos amores imposibles cuando se acaba la pasión y empieza el olvido: ?se impuso la realidad? resuelven taciturnos. Pero ¿realidad o realidades? ¿Cuántas hay? El plural contribuye a amansar el prurito existencial del no saber, aunque necesitemos una imagen fija, en singular, como parámetro frente al caos. La física moderna asegura que el cerebro no hace diferencias entre lo que ve y lo que imagina o recrea, de forma que para los cuánticos, apoyados en la investigación de las partículas elementales, cada persona crea su propia realidad llegando a la misma conclusión que la filosofía: la realidad humana es inverificable hasta el extremo de que existen tantas como seres circundan sus límites. Pero la gravedad de la frase de Rajoy radica en enfrentar dos palabras que nunca deberían ser antagónicas, como programa electoral y realidad, cuya armonización va incluida en el sueldo del político. El pasado noviembre casi once millones de españoles votaron al PP porque querían escapar del progresivo sentido de la ficción que acabó representando Zapatero. Con esa aureola de M&M, los pies en el suelo y fama de eficaces, los populares ganaron tanto por desgaste de sus antecesores como por la huida hacia delante de un electorado que tan sólo abrazaba una idea: un gobierno fuerte que pudiera darle un vuelco a la realidad. Es ingenuo creer que los equipos de asesores de Rajoy no supieran calibrar hasta dónde cubría el agua; que barones y lideresas se afanaran en ocultar las manchas bajo la alfombra. Cierto es que en plena bancarrota moral a nadie le extraña que un político venda en la feria su programa electoral a sabiendas de que cuando alcance el poder hará lo que pueda. Con razón se han bautizado nuestros tiempos como ?la era del fracaso de la política?, agotadas las posibilidades de optimizar la gestión en lugar de podar derechos y deshilachar el tejido social. A golpes de mando se va postergando la esperanza, mientras el futuro se ensombrece hasta el extremo de que el propio presidente del Gobierno ha acabado por reconocer que incluso él desconfía de la política, una vez se sabe incapaz no ya de cambiar la realidad sino ni tan siquiera de atemperarla.

(La Vanguardia)

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5 de septiembre de 2012
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Lecturas atrasadas: El espíritu de mis padres sigue subiendo con la lluvia

I. VIAJE DE IDA Y VUELTA

Cuando hablamos de la dictadura militar argentina nos asomamos a un hueco negro en el que desaparecieron más de veinte mil personas, y hablamos de una página negra de la historia de América Latina, pero siempre nos quedamos al borde de ese hueco lleno de cadáveres sin nombre, una tumba colectiva en la que yacen historias múltiples que son los árboles calcinados que el bosque entero nos impide ver, un bosque de desaparecidos y de historias desaparecidas, que es también un bosque de sobrevivientes enterrados en vida con todas sus historias de lucha apasionada, de ideales y de ideas por las que siempre valdrá la pena empezar de nuevo a luchar, porque en esos ideales e ideas, y en el fervor con que se defendieron y se promovieron, y por los que se arriesgó tantas veces la vida, está la fuente de la eterna juventud, no importa cuanto haya pasado el tiempo y no importa tampoco cuán viejos seamos ahora.
La historia pública no es más que la suma siempre incompleta de las historias personales. Tantas veces una historia pública revuelta, como ésa nuestra de América Latina en la segunda mitad del siglo veinte, cuando las ideas y los ideales pesaban de verdad, y no como ahora que son tan leves. Del socialismo al hedonismo. La historia de los padres que tantos hijos ni sospechan como fue vivida, ellos de un lado de la historia, de por medio el puente roto, y de este lado los hijos, lejanos a aquel territorio que sigue ardiendo en la distancia, y en la memoria.

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5 de septiembre de 2012
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Etapa previa a la actividad filosófica

Ya he tenido ocasión de señalar en este mismo foro que la primera obligación del filósofo es la de determinar cuál es su objetivo, qué tipo de interrogaciones le caracterizan en el seno de aquellos cuya función es plantear interrogaciones, las cuales pueden referirse a lo inmediatamente dado (tanto en el entorno natural como en el registro de lo psíquico), o aspectos más ocultos, eventualmente ya parcialmente explorados por una indagación anterior.
He señalado también aquí mismo que una vez realizada esta tarea, una vez delimitado el objetivo, el filósofo (como toda persona razonable) ha de valorar si se encuentra en condiciones de abordarlo, es decir: si reúne tanto la potencia de pensamiento que el asunto requiere como los instrumentos sin los cuales tal potencia sería inoperante. El filósofo, en suma, como todo aquel que se propone un objetivo, ha de estar provisto de alforjas, y ha de revisar periódicamente las mismas, por si algún instrumental exigido por una imprevista tarea no estuviese disponible.
Hoy estas disposiciones preliminares son si cabe aún más necesarias. Pero en la elaboración de esa metafísica a la que me refería se exige un paso más, a saber, la renuncia a ciertas seguridades mínimas en las que se hallaba anclado el pensamiento. Y a tal renuncia nos fuerza la ciencia misma, es decir lo que consideraba etapa preliminar.
Ejemplo concreto: cuando la ciencia muestra que se dan situaciones de relación no reductibles a lazos entre individuos subsistentes, nos obliga a pensar en que la naturaleza puede responder o no responder a la primacía ontológica de la individualidad, nos obliga a pensar en la posibilidad de orden natural sin individuos propiamente dichos.

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4 de septiembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La profeta y el sombrerero loco

Mientras la densa cortina de lluvia se aleja de las costas de Tampa tras aguar los inicios de la Convención Nacional Republicana, Mitt Romney y Paul Ryan, recientemente ungidos como candidatos a la presidencia y a la vicepresidencia de Estados Unidos intentan demostrar frente a su público conservador -y sobre todo ante las cámaras- que son simpáticos, buenos padres de familia, seres comunes y corrientes (aunque uno sea un millonario mormón y el otro católico libertario); en una palabra, que ambos son, como dicta el sistema hollywoodense, humanos.

            El tinglado es una prueba más de la severa esquizofrenia que afecta al Partido Republicano con especial fuerza a partir del auge del Tea Party. Durante los últimos meses Romney no ha hecho sino tratar de borrar la vena moderada que lo distinguió como gobernador, pero una vez asegurada la nominación quiere volver a acercarse a ese 10 por ciento de votantes independientes que decidirá la elección. Con un hándicap: a fin de asegurarse la fidelidad de los sectores más a la derecha de su partido decidió compartir fórmula con el joven y apuesto -en la línea Peña Nieto- ex congresista Ryan.

Se ha cuestionado a Romney por elegir una figura tan radical cuando, en teoría, los republicanos necesitaban a alguien menos polémico para ganarse el centro. Aunque en términos de estrategia estas voces puedan tener razón, lo cierto es que Romney se decantó por uno de los políticos que mejor encarnan los valores actuales de la derecha estadounidense. Porque, si bien en el interior del G.O.P conviven muchas corrientes -desde los fanáticos evangélicos hasta los liberales clásicos-, el pegamento que los une es su brutal desconfianza hacia el Estado, a quienes ven como fuente de todas las calamidades.

Pese a sus esfuerzos, Romney continúa sin despertar entusiasmo entre los suyos: por más que lo niegue, durante su etapa en Massachussets aplicó medidas estatistas, como la aprobación de un sistema de salud idéntico al de Obama. Ryan, en cambio, posee espléndidas credenciales: no sólo es un feroz adversario de la intervención del Estado en la economía, principio bajo el cual redactó la propuesta presupuestal republicana, sino que durante sus años de formación fue un enfebrecido seguidor de Ayn Rand, la novelista y filósofa de origen ruso que, desde la publicación de La rebelión de Atlas en 1957, se convirtió en una de las voces esenciales de la derecha estadounidense.

            En esta ficción futurista, convertida hace poco en una torpe superproducción, Rand imagina unos Estados Unidos sumidos en una terrible crisis. En este escenario, un grupo de destacados empresarios y creadores, encabezados por el misterioso John Galt, desaparece de la vida pública, dominada por una pandilla de políticos colectivistas (es decir, demócratas) que han aniquilado toda iniciativa individual, y se refugian en una colonia oculta en las montañas de Colorado en la cual no rige otro principio que el laissez-faire.  

            El aparente paralelismo entre la situación actual de Estados Unidos debió encandilar a Ryan y a sus pares del Tea Party. Para ellos, la única forma de devolverle la prosperidad a América es anulando las medidas socialistas de Obama. Por desgracia, la trama de Rand, donde se enfrentan superhombres capitalistas convencidos de la bondad del egoísmo contra torpes rémoras altruistas es, además de una fábula maniquea, un anacronismo. Al imaginar el futuro, Rand en realidad veía el pasado: la Rusia de su juventud donde sus padres fueros desposeídos por los soviéticos.

            Ryan y los suyos no comprenden -o lo enmascaran para proteger los intereses de unos cuantos- que la crisis actual deriva justo de lo contrario: la desregulación aprobada durante las presidencias de Clinton y Bush Jr. (no es casual que Alan Greenspan, todopoderoso presidente de la Reserva Federal en este periodo, fuese otro destacado discípulo de Rand). El Estado no fue, en este caso, la causa de la debacle, sino más bien esos capitalistas ambiciosos que lograron eliminar la vigilancia sobre los bancos de inversión, los derivados financieros y el mercado de hipotecas, lo cual precipitó el hundimiento de Lehman Brother o AIG -y, a la larga, de toda la economía mundial.

            Poco después de ser nominado, Ryan declaró que su admiración por Rand había sido un pecado de juventud. Esta abjuración no se debió a que el ex congresista dejase de comulgar con el modelo social de la escritora, sino a su ateísmo o su defensa del aborto. Porque el segundo punto que une a la derecha estadounidense desde los años cincuenta -otro anacronismo de la Guerra Fría- es su carácter forzosamente religioso. Católico archi-mocho, como lo llamó Jorge Castañeda, Ryan ya no podía darse el lujo de ser asociado con una descreída. Se le podrá reprochar a Romney ser un hipócrita y un dos caras, pero al escoger a Ryan hizo algo más que lavar sus culpas progresistas: dejó en claro donde se encuentra hoy el verdadero corazón del Partido Republicano.

 

twitter: @jvolpi



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3 de septiembre de 2012
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El parque de las almas

No hay drama, en el caluroso día festivo, cuando te acercas entre una multitud de pantalón corto y gorra, pero aun así apenas bullanguera, al Memorial del 11 de septiembre (9/11 en las siglas americanas). Tampoco la mayoría de los visitantes que hacen cola, provistos de su pase gratuito, conocerá la intriga, a veces cruel, que ha precedido y sigue manifestándose en la construcción de este parque conmemorativo que es ya, en su estado incompleto, una de las grandes atracciones turísticas de Nueva York, aunque, al contrario que todo lo demás en Nueva York, sea gratuita y no suponga pagar impuestos ni propinas. El pase, ‘Visitor Pass', se consigue con facilidad a través de la recepción del hotel, si eres turista, o solicitándolo a una página web que funciona con la minuciosa precisión que el mundo anglosajón suele darle al papeleo. La visita merece cualquier pena.

     La intriga, en más de una ocasión conspiratoria, del ‘9/11 Memorial' la cuenta muy bien  -inevitablemente como una intriga ‘in-progress'-  el excelente crítico Martin Filler, en el capítulo correspondiente de su libro ‘La arquitectura moderna y sus creadores", que aquí publicará en octubre Alba. Su texto es novelesco, y los protagonistas de su ‘thriller' inmobiliario tienen nombre, el de los alcaldes y gobernadores implicados (Giuliani, Bloomberg, Pataki, Spitzer), los arquitectos agraciados o perjudicados (Libeskind, Foster, Rogers, Calatrava, Childs, Arad), los contratistas con ánimo de lucro, en especial el promotor Larry Silverstein, afectados todos por algo que da a ese capítulo de Filler su valor añadido de cuento de fantasmas: el permanente halo de las 2983 víctimas, si se suman a las producidas por los pilotos suicidas de septiembre de 2001 las que hubo, allí mismo, en las más olvidadas explosiones de febrero de 1993. De los fallecidos en las Torres Gemelas hay memoria real y presencia figurada, pero los familiares han formado un ejército doliente y militante que vigila cada fase de la edificación del Memorial y se expresa y actúa con vehemencia cuando sienten que el espectáculo o la codicia desvirtúan el gesto conmemorativo. Y las autoridades neoyorkinas y nacionales escuchan a los vivos; por la gran dimensión de esa tragedia en la conciencia norteamericana y porque en el solar donde hoy se elevan varias de las edificaciones proyectadas han quedado los restos sin identificar de casi una mitad de las 2977 personas que perecieron en septiembre de 2001. "¿Cómo vamos a construir nada en el lugar donde lloran sus almas?", dijo con dramática elocuencia la viuda de uno de los eternamente desaparecidos.

    Olvidémonos en el recorrido de los nombres protagonistas de esta novela negra, entre otras razones porque no es seguro que todos ellos sigan siéndolo el día en que el relato al fin termine. La obra de Santiago Calatrava, un centro de operaciones de tránsito, aún no despunta, la hermosa torre, World Trade Center 2, diseñada por Norman Foster, 88 pisos rematados por cuatro segmentos que se abren al cielo como fauces en grito, se ha pospuesto y nadie sabe si se llevará a cabo, y Daniel Libeskind, el proyectista original del complejo, hace años que perdió el control de su desarrollo, y ha tenido que ver cómo la torre por él ideada, la World Trade Center 1, era desnaturalizada por su sustituto, David Childs, y perdía su simbólica referencia a la Estatua de la Libertad; lo que ahora se alza de esa Torre 1, que es mucho, no pasa de ser un edificio poco distinguido que estará en su día coronado por una gigante aguja metálica, a modo de símil fácil de las que hay en los dos célebres hitos de Nueva York, la torre Chrysler y el Empire State Building. Por no hablar de los políticos en ejercicio, cuya condición efímera conocemos los ciudadanos de cualquier país que somos a la vez votantes.

      Sin embargo, y pese a su enrevesada génesis, su inacabamiento actual y el conflicto de sus peripecias, el Memorial 9/11 posee ya un hálito que nos llega y nos conmueve. Uno entra en el recinto, jalonado por las siluetas de hormigón y cristal de aquello que está en obras, y advierte dos colores dominantes, el verde de la superficie y el negro excavado en el suelo. El verde corresponde al arbolado del parque, la plantación de robles blancos de California que aún han de crecer y hacerse más frondosos, y el ‘Survivor Tree' o árbol superviviente, un peral de flor que originalmente estaba en el jardín de la plaza interior situada entre las dos torres abatidas y que las brigadas de salvamento encontraron, dañado pero no muerto, en las ruinas humeantes de la llamada Zona Cero. Como un herido más de la masacre, el peral fue atendido y sanado en otro parque-hospital de la ciudad, hasta que renació y floreció de nuevo cada primavera, sobreviviendo también a los efectos de una devastadora tormenta sufrida, en su vivero provisional, en marzo de 2010. En diciembre de ese año el ‘Survivor Tree' fue replantado en el Memorial 9/11, donde hoy tiene un sitio de honor cerca del lado oeste de la Piscina Sur.

     Y así llegamos al punto culminante de nuestra historia, situado en las dos inmensas piscinas que ocupan el perímetro exacto donde estaban las moles gemelas desplomadas. En esas piscinas o fuentes, en su hermoso y sobrio granito negro, en sus parapetos grabados, en el fluir moroso de un continuo canal de agua que forma una cascada sin estruendo y un lago sin profundidad, se guarda el luto, y en lo que constituye su mayor logro estético, los anchos pozos centrales por los que cae el agua a un fondo insondable y sombrío, se da la imagen más elocuente de la pérdida, de la oquedad y la carencia. No el olvido. Para desafiar al olvido se dispuso que los nombres completos de todas las víctimas de los dos atentados del World Trade Center, unidos en la Piscina Sur a los de los muertos en los vuelos pilotados por terroristas que se estrellaron en Pensilvania y Washington, estén inscritos en letras de bronce en los rebordes, también de piedra negra, que flanquean las piscinas, siguiendo en su disposición una "contigüidad con significado" pedida asimismo por los familiares para los casos en que sus seres queridos tenían vínculos de amistad, de amor o de pertenencia religiosa y social con otros fallecidos. La letanía onomástica, que el visitante paciente se demora en leer, lejos de ser grandilocuente queda al contrario como la estela fúnebre de un numeroso grupo de seres erradicados de golpe de la vida y persistentes, de ese modo rotundo y escueto, en la materia escrita de su identidad.

     La gran paradoja narrativa del Memorial 9/11 es que los arquitectos-artistas, las celebridades, no son, al menos hasta ahora, los que han contribuido a crear el espíritu del lugar. En el caso de Foster y Libeskind, como hemos dicho, por la radical enmienda o incertidumbre de sus proyectos; en el de Calatrava, por la imposibilidad de juzgarlo antes de que pueda verse si el valenciano se repite a sí mismo, como a menudo hace, o trasciende sus líneas aladas. Los artífices más relevantes son comparativamente oscuros, el consorcio Davis Brody Bond, que firma el Museo Conmemorativo, y el arquitecto de origen israelí Michael Arad, quien hasta ganar el concurso de los dos monumentos acuáticos diseñaba, a sueldo de la municipalidad, comisarías para el Departamento de Policía de la ciudad de Nueva York. La parte substancial, ya construida, del Museo de Davis Brody Bond, pese al rutinario ‘déjà vu' de su estructura, imbrica con gran eficacia evocativa en el atrio de entrada los dos tridentes, colosales columnas en forma de tenedores de acero, rescatados de la fachada original de las Torres Gemelas. Arad, que ha trabajado en colaboración con el paisajista Peter Walker, encontró en las dos piscinas sentido y sentimiento. El eco de las almas sollozantes, las de los vivos y las de los muertos.

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3 de septiembre de 2012
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