Víctor Gómez Pin
Ya he tenido ocasión de señalar en este mismo foro que la primera obligación del filósofo es la de determinar cuál es su objetivo, qué tipo de interrogaciones le caracterizan en el seno de aquellos cuya función es plantear interrogaciones, las cuales pueden referirse a lo inmediatamente dado (tanto en el entorno natural como en el registro de lo psíquico), o aspectos más ocultos, eventualmente ya parcialmente explorados por una indagación anterior.
He señalado también aquí mismo que una vez realizada esta tarea, una vez delimitado el objetivo, el filósofo (como toda persona razonable) ha de valorar si se encuentra en condiciones de abordarlo, es decir: si reúne tanto la potencia de pensamiento que el asunto requiere como los instrumentos sin los cuales tal potencia sería inoperante. El filósofo, en suma, como todo aquel que se propone un objetivo, ha de estar provisto de alforjas, y ha de revisar periódicamente las mismas, por si algún instrumental exigido por una imprevista tarea no estuviese disponible.
Hoy estas disposiciones preliminares son si cabe aún más necesarias. Pero en la elaboración de esa metafísica a la que me refería se exige un paso más, a saber, la renuncia a ciertas seguridades mínimas en las que se hallaba anclado el pensamiento. Y a tal renuncia nos fuerza la ciencia misma, es decir lo que consideraba etapa preliminar.
Ejemplo concreto: cuando la ciencia muestra que se dan situaciones de relación no reductibles a lazos entre individuos subsistentes, nos obliga a pensar en que la naturaleza puede responder o no responder a la primacía ontológica de la individualidad, nos obliga a pensar en la posibilidad de orden natural sin individuos propiamente dichos.