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El fuego y el ser del hombre

Ya he tenido aquí ocasión de comentar la tesis del paleontólogo Jordi Agustí según la cual la invención de la calefacción central supone un radical viraje en la historia humana: por primer vez el fuego no es el faro en torno al cual los humanos se reúnen y hablan de sus eternas cuitas, en ocasiones vinculadas a exigencias prácticas, pero en muchas otras trascendentes a las mismas. Cuando ese singular fenómeno que los homínidos encontraban accidentalmente en la sabana africana, es primero controlado y canalizado para ser finalmente voluntariamente producido, el fuego se ha convertido en objeto de una técnica. Este asunto es vinculable a una cuestión de calado:
¿Constituye la técnica algo que se añade meramente a una humanidad ya existente, o cabe más bien decir que la técnica es nota determinante sin la cual no cabe hablar de condición humana? La segunda hipótesis era la que sostenía Aristóteles, quien añadía como rasgo esencial complementario la capacidad de efectuar razonamientos, indisociable para el Estagirita de la facultad de lenguaje.
Obviamente, desde Aristóteles mucho ha llovido y concretamente hay la diferencia esencial de que la técnica no es eterna, sino un sofisticado fruto de la evolución, de tal manera que la afirmación aristotélica: "el hombre es un animal técnico " habría de ser matizada en el sentido de decir: "el hombre se configura-en un momento de la historia evolutiva- como animal técnico"
Pero ateniéndose a una perspectiva evolutiva las interrogaciones persisten en lo esencial: ¿Es el hombre una especie más determinada por la técnica , de tal manera que cabría referirse ella con independencia del mismo e incluso antes de su arición ? ¿Ha de afirmarse más bien que sólo por un uso equívoco del término se habla de técnica en especies previas y que en el sentido cabal de la palabra técnica, el vínculo con el entorno natural a través de la misma sólo es atribuible al hombre? La respuesta depende quizás de si por animal técnico entendemos lo designado por la palabra artesano, o también lo que designamos por la palabra artista, aspectos de hecho indisociables en la palabra griega technitès.

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25 de octubre de 2012
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Después de la caída

Ya se cumplió el vaticinio y el PSOE se vino abajo en Galicia y en el País Vasco. Ciertamente es un desastre regional que parece pequeño tras el fracaso de las generales, pero solo es el anticipo de las catalanas. En poco más de un año el centro-izquierda español puede haber sido liquidado por completo. Quizá ya haya pasado el tiempo de las admoniciones y estemos en el de echar una mano. Este país es peligroso, pero lo sería mucho más sin el PSOE.

En primer lugar, los dirigentes del partido han de ser lúcidos sobre sus errores. Han de averiguar (o decidir) si la desafección se produce, sobre todo, por su incomprensible deriva nacionalista. La habitual alianza con toda clase de partidos patrióticos ha acabado por desconcertar al elector. Si alguien vota socialista, ¿qué está eligiendo? ¿A los que legalizaron Bildu? ¿A los casi independentistas catalanes, como el conjunto Maragall? ¿O a los sindicalistas andaluces? Este primer punto debe esclarecerse de inmediato, teniendo presente que el socorrido "federalismo" no se lo cree nadie. Es más, no se lo creen ni quienes se dicen federalistas porque no han sido capaces de aclarar a qué federalismo se refieren, en qué consiste y por qué iba a servir para algo.

Sobre este punto, el antiguo votante socialista cree recordar que el partido fue, algún día, un partido español y constitucional. Y que tenía perfectamente claro que el nacionalismo solo puede ser una ideología reaccionaria: es sentimental e irracional, pone al territorio por encima de los ciudadanos, se basa en la pedagogía del odio, oculta tras la bandera la despiadada explotación de la oligarquía así como las corrupciones de los oligarcas, es totalitaria, es excluyente, practica la mentira sistemática y roza los comportamientos fascistoides.

Frente a estas obviedades, los socialistas se han visto atemorizados por un pretendido "nacionalismo español" que no merece la pena ni comentar. Ese supuesto nacionalismo es el que permite que partidos secesionistas controlen las regiones periféricas, sumerjan en la lengua nacional a la población y multen a quienes escriben en castellano. Un nacionalismo un tanto particular, el español. Por desgracia, es justamente la acomplejada dejación de los socialistas lo que puede propiciar que el nacionalismo español, el de verdad, el que se parece al de Otegui y al de Mas, el de Blas Piñar, se levante de su tumba.

Una vez solventada esta cuestión, deberán emprender una segunda investigación. Una gran mayoría de la población cree que son los partidos socialistas los que arruinan las cuentas del Estado por su desaforado clientelismo. Sin llegar a la siniestra etapa de Zapatero, los lugares en donde aún mandan los socialistas, como Andalucía, son semilleros de funcionarios, de empresas paraestatales o semiestatales, de subvenciones opacas, de ayudas nepóticas, de consejeros, ayudantes, comisionados y una infinidad de empleos subalternos que no tienen la menor utilidad, pero gracias a los cuales viven miles de afiliados al partido y sus familiares. Si a eso se añade el general cabreo por los escandalosos privilegios de la clase política, la animadversión hacia los socialistas, principales protectores de los privilegios, se hace colosal. Quien arguya que eso también lo practica el PP está hundiendo la dignidad de la izquierda.

La tercera discusión tiene que ver con el momento de extrema miseria económica del país. Una considerable cantidad de votantes cree inadmisible que los socialistas animen constantemente a los sindicatos, a las asociaciones y a cualquier grupo o grupúsculo de indignados o aficionados, a tomar la calle y paralizar la vida ciudadana. Más bien al contrario, solo un pacto de Estado del PSOE con el PP podría hacer menos dolorosa la sangría. En todas las encuestas, incluso en aquellas que el propio partido socialista encarga, se sitúa en uno de los primeros lugares la exigencia de un gran pacto de Estado entre los dos partidos. No hay la menor indicación de que ese pacto haya sido imposible debido al rechazo del PP, como suelen aducir en el PSOE. El constante acoso a los ciudadanos (esta semana hay en Madrid convocadas 80 manifestaciones, ¡80!, además de la huelga de transportes) se percibe siempre, justa o injustamente, como una cacería propiciada por el partido socialista, como si este buscara la identificación con Grecia en las fotografías de la prensa anglosajona.

Por último (y es casi imposible que algo así suceda), debe cambiar la cúpula dirigente. Buena parte de ella viene de la nefasta etapa de Zapatero y no tiene ya la menor credibilidad. Su actual dirigente, Rubalcaba, es un hombre eficaz en tareas subterráneas, ocultas, comisariales, pero carece del menor atractivo político y no se le conoce una sola idea. Esta increíble acefalia cubre el conjunto socialista hasta extremos desatinados. Un alto responsable del partido en Cataluña me decía que su actual dirigente, Pere Navarro, ha logrado convertir a Montilla en un Churchill. Por no hablar de la señora Chacón, esfinge sin secreto. Por mera prudencia, el PSOE debería ir preparando un desembarco en Cataluña con sus propias siglas.

El párrafo anterior puede parecer cruel, pero hay que tener en cuenta que estamos hablando de una cadena de fracasos, de una pérdida enorme de poder, de una catástrofe general y de un posible cataclismo que deje a este país sin alternativa de centro-izquierda. Todo ello propiciado por quienes en la actualidad ocupan los sillones principales del partido como si no hubiera pasado nada. En cualquier país europeo, tras cada una de las derrotas, unos cuantos responsables habrían regresado a sus hogares a gozar de las prebendas que se han concedido a sí mismos los profesionales de la política española. Teniendo en cuenta la que se avecina en las provincias vascas y en Cataluña, más vale que en el PSOE haya gente con un poco de seso para enfrentarse a la fiera tradicionalista.

La ausencia de ideas es paralela con un discurso basado obsesivamente en la crítica del partido gobernante. Está muy bien criticar al Gobierno y esa es la tarea de la oposición, siempre que se tenga alguna alternativa. Acusar a Rajoy de todos los recortes, olvidando que los comenzó Zapatero y por mandato de Bruselas, es deshonesto. Si hay alternativa a la política económica ordenada por Merkel, debe ser expuesta públicamente con claridad. Si no se hace, entonces toda la crítica de la oposición parece una pataleta de colegiales.

Comprendo que es extremadamente difícil inventar un discurso alternativo al de la guerra fría, que sigue siendo el relato dominante en un partido anquilosado y con escasas fuentes de información. Tan es así que muchos antiguos votantes desearían el regreso de Felipe González. Si la ideología no ha cambiado, ¿por qué no volver al origen? Por fortuna, González no está loco y jamás reaparecería en la corrala de la política española.

De manera que son las nuevas generaciones socialistas las que deben imponer su criterio. Si este es el de una radicalización que les aproxime a los comunistas, bienvenida sea. Y si por un milagro se plantean una política menos ideológica y más pragmática, menos reaccionaria y más técnica, una política que tenga menos que ver con la imagen y más con la realidad, a lo mejor es posible volver a votarles algún día.

 

Artículo publicado en El País.

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25 de octubre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La prudencia posmoderna de la crítica

Las críticas adversas que en su día recibieron las obras literarias hoy consagradas, ¿de qué nos van a servir? A veces para recordar lo que ciertos libros ponen en evidencia. Que el gusto estético de cada época hace incomprensible lo que tiempo después resulta admirable.

Una nueva lectura de aquellas piezas nos ayuda a entender cómo mutan con el paso del tiempo nuestras preferencias. Lo que fue rechazado, regresa envuelto en un aura de buena reputación. Lo que fue ilegible, revela lo que no supimos ver. Es un escarmiento el que ha educado nuestra moderna precaución.

Las severas críticas lanzadas entonces contra estas ateridas obras maestras fueron juicios sin apelación. Hoy nos sorprende que sus autores no fueran más cautos. Que no sospecharan la envergadura del error. ¿A qué viene tanto atrevimiento? ¿Acaso eran entonces los críticos más osados? ¿No dudaban a la hora de desdeñar los buenos oficios del autor?

Imputamos a la crítica contemporánea un exceso de amistad con los autores que reseña, una promiscua familiaridad con sus editores o una complacencia perezosa con la corriente comercial que inunda las librerías. Pero quizá los críticos sean el inevitable fruto de la posmodernidad que tantas veces ha meditado su propia historia. Quizá los críticos hayan aprendido a relativizar su propia mirada, sus modelos de referencia, sus gustos personales. Quizá teman el juicio de la posteridad. Pasar a la historia como aquél que no supo ver la verdad que tenía en las manos. Quién sabe.



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24 de octubre de 2012
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En el ascensor

¿Por qué nos quedamos quietos y silenciosos cuando subimos a un ascensor con gente dentro? Casi como estatuas, perdemos el gesto al tiempo que un aire de incomodidad nos aísla a pesar de estar más cerca que nunca de los otros. Se rompe nuestro cordón invisible, la proxemia -que delimita la distancia personal con el equivalente a la longitud del brazo-; y una vez invadida nuestra esfera espacial, nos rozamos la espalda o el codo y forzosamente olemos el pelo o identificamos el perfume de quien tenemos al lado. En la medida de lo posible evitamos el contacto visual. Demasiado desafío a nuestra intimidad. Apretamos el botón con torpeza, y una rigidez antinatural se apropia de nuestros músculos, así como una expresión ciertamente piadosa que nos hace mirar fijamente la punta de los zapatos, y lo que es más raro aún, las uñas de la mano como si nos acabaran de hacer la manicura. Apenas nos atrevemos a posar los ojos en el otro, a no ser que hablemos del tiempo. ¿Cuántas veces nos hemos prometido no caer en el socorrido recurso meteorológico para maquillar ese nada que decir, aunque invariablemente acabemos refiriéndonos con un aire impostado al día brumoso? Contaba Peter Sellers que para combatir la abulia de los ascensores de hotel inventaba historias fantásticas en voz alta: “¿Has dejado encerrado al mono? -le preguntaba a su compinche-. Sabes que la última vez se escapó, se volvió loco y lo destrozó todo”. Pocas veces asociamos el ascensor con una forma de transporte público. El doctor Lee Gray, especialista en observar cómo actuamos en ellos, asegura que se convierten en un interesante espacio social ya que en ellos el individuo no tiene el control. Y precisamente es ese desempoderamiento lo que nos causa ansiedad, fobia e incluso terror. Por eso nos comportamos de forma tan rara. Gray detalla la coreografía que interpretamos inconscientemente: entramos y por lo general nos ponemos de frente a la puerta. Si somos dos, escogemos diferentes esquinas, en diagonal; si llega una tercera persona, formamos un triángulo y cuando entra una cuarta, un cuadrado, con uno en cada esquina. Una quinta persona probablemente quedará en el centro. Eso sí, cuando estamos a solas, lo usamos como una caja privada que adopta aires de camerino. La metáfora del ascensor social continúa siendo válida, aunque en los últimos años no se cumpla; como si el ascensor llevara un lustro estropeado, encajonado entre dos pisos, aprisionando a las familias e impidiendo que los hijos escalen un piso. En su lugar: descenso social, claustrofobia. El problema es que nunca terminan de llegar los bomberos. (La Vanguardia)

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24 de octubre de 2012
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Lecturas atrasadas: La piel del miedo (II)

I. Mundos encubiertos

Pongo al ecuatoriano Javier Vásconez entre mis escritores favoritos, de esos que parecerían ellos mismos huir del ruido con pasos silenciosos, y que hace de la escritura su deidad. Inició su carrera literaria en 1982 con Ciudad lejana, y en 1996 apareció El viajero de Praga, una novela memorable que le mereció excelente crítica y lo puso más allá de las frontera  de su país; La sombra del apostador, otra de sus novelas, fue finalista del premio Rómulo Gallegos en 1999. Sólo escojo algunos de sus títulos, quizás porque recuerdo su lectura, y ése es ya un buen indicio, porque la memoria te dice lo que ha valido la pena leer. La piel del miedo, a la que voy a referirme, apareció en 2010, y este año acaba de ser publicada la última, La otra muerte del doctor

La piel del miedo se abre con unos disparos nocturnos en el corredor de un hogar de clase media en Quito, que un adolescente escucha sobresaltado desde su lecho, y que le provocan uno de sus ataques de epilepsia. Como una madeja de hilos oscuros, se desenrolla la relación de Jorge, el niño epiléptico con Rogelio, el padre alcohólico, un periodista perseguido por los demonios de la enemistad política con su antiguo camarada, que es ahora el hombre de máximo poder en el país, el presidente de la república, y que termina por desaparecer del hogar.

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24 de octubre de 2012
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El Boomeran(g)
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