
Eder. Óleo de Irene Gracia
Lluís Bassets
La democracia es un sistema complejo y delicado. Hay que cuidarla y apreciarla. Hay que renovarla y enriquecerla. Y hay que hacerlo una y otra vez, en cada elección y entre elecciones. Cada generación debe comprometerse en la vigilancia sobre su buen funcionamiento. En caso contrario, cualquier accidente puede comprometerla hasta deslegitimar a los gobernantes y debilitar el sistema.
Esto es lo que ocurrió en la elección presidencial del año 2000 en EE UU, decidida por el voto de los magistrados del Supremo y no por el voto de los ciudadanos. Varias circunstancias desgraciadas concurrieron en la accidentada proclamación de George W. Bush como presidente gracias a la sentencia del Tribunal Supremo que detuvo el recuento y revisión de votos en Florida.
Al Gore había ganado a Bush en votos populares por más de medio millón de votos, pero el candidato republicano ganaba en número de delegados (271) si obtenía la victoria en Florida. Un sistema de voto periclitado, mediante la perforación mecánica de las papeletas, había dejado sin derecho de voto a millares de votantes de distritos demócratas en dicho estado, de forma que hubo repetir el recuento, papeleta por papeleta. Cuando el Supremo lo interrumpió, al cabo de 35 días, Al Gore se hallaba ya a 500 papeletas de la victoria en Florida y de la presidencia.
Los efectos políticos de aquella elección fueron devastadores. Al Gore, con su actitud responsable y sacrificada, evitó una crisis de Estado, y los acontecimientos del 11S llevaron a pasar página de aquel lamentable comienzo. Pero como no podía ser de otra forma, la elección de 2000 es un fantasma que pesa desde entonces en todas las presidenciales, y más cuando la carrera parece estar muy cerrada.
Algunos expertos manejan para mañana las peores hipótesis. Por ejemplo, el empate en número de delegados, que dejaría en manos de las dos cámaras la elección del presidente (Congreso) y vicepresidente (Senado), con la eventualidad monstruosa de que unas mayorías distintas dieran la vicepresidencia al candidato del otro ticket electoral. Otra eventualidad sería que Obama ganara en votos electorales y perdiera en votos populares, algo que constituiría una derrota moral y deslegitimaría muy seriamente su segundo mandato presidencial.
El sistema electoral es complejo y lleno de asperezas e imperfecciones, que pueden dar pie a numerosos pleitos. El voto anticipado, especialmente interesante para movilizar a los votantes demócratas de los grandes suburbios, es uno de ellos. La inscripción en las listas y la comprobación de la identidad de los votantes es otra. Los dos partidos tienen ejércitos de abogados ocupados en la pelea legal por la victoria presidencial, especialmente en los swing states (estados indecisos), donde un puñado de votos puede convertirse en decisivos como lo fueron los de Florida en 2000.
Esta pelea afecta directamente al derecho de voto.
La movilización electoral no consiste únicamente en hacer llegar los mensajes persuasivos a los votantes, sino ante todo en conseguir su inscripción en las listas y su participación electoral. El problema es que también hay asociaciones dedicadas a buscar y denunciar inscripciones sospechosas y en obstaculizar las votaciones anticipadas.
No hay secretos en esta dinámica: los demócratas son los más interesados en llevar la gente a votar y los republicanos en denunciar supuestos fraudes masivos en los barrios más pobres y desmovilizados. En la democracia más admirable hay que luchar cada día por el derecho de voto, un derecho que solo se aprecia de verdad cuando no se tiene.