Gutiérrez Rdríguez, Castro Sandoval y Alejandro Neyra Salió la lista de ganadores del premio COPE...
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Gutiérrez Rdríguez, Castro Sandoval y Alejandro Neyra Salió la lista de ganadores del premio COPE...
No sé por qué le damos tantas vueltas al abismo fiscal que se abrirá bajo los pies de los ciudadanos de Estados Unidos el 1 de enero de 2013 cuando nosotros ya tenemos uno propio, el nuestro es probablemente mucho más profundo y nos hemos caído con todo el equipo en sus profundidades desde hace ya al menos dos años. El fiscal cliff es la expresión que sirve para designar el momento en que se desencadenan dos mecanismos simultáneos: una subida automática de impuestos y un recorte lineal del gasto público. También podríamos traducir cliff por acantilado, precipicio o barranco, una forma de señalar que jugamos a la gallina o al cobarde: dos autos que compiten a ver quien frena más tarde en una carrera hacia el vacío. Es lo que va a suceder dentro de 50 días si la victoria de Obama sobre Romney no hace cambiar de posición a los congresistas republicanos, permanentes objetores de conciencia a cualquier aumento de impuestos que afecte, sobre todo, a los más ricos.
Aquí nos creemos distintos y mejores, pero con frecuencia no sabemos donde tenemos la mano derecha. Eso que los políticos estadounidenses amenazan con hacer los nuestros lo han hecho ya. Bajo las órdenes de Merkel y con la ayuda de los gobiernos de uno y otro color, además de la pacífica colaboración de los parlamentos, pero sobre todo con la activa participación de los gobiernos regionales y central. Primero con los niveles de endeudamiento conseguidos, en Washington gracias a la década de despilfarro bélico y en España a la década del ladrillo especulativo, la obra pública faraónica y el estímulo del famoso tres por ciento para la financiación de los partidos. Después con los recortes de impuestos a los más ricos: en Estados Unidos lo hizo Bush de forma temporal, mientras que aquí lo han hecho todos en distintas fases y maneras: con la tolerancia o escasa vigilancia en la lucha contra el fraude, los privilegios a las sicavs, la eliminación del impuesto de sucesiones y ahora la amnistía fiscal a los evasores. A continuación con el incremento de los impuestos que afectan sobre todo a las clases medias (IRPF) y a todos (IVA). Y finalmente, con los recortes sociales de nuestro reciente y apenas estrenado Estado de bienestar, que es donde hay más prisas y ganas. En Estados Unidos los ciudadanos han tenido la suerte de poder discutir sobre estos temas durante la campaña presidencial, incluyendo las primarias republicanas, en las que la apetencia por el estado mínimo y por la fiscalidad, a ser posible nula, se expresó de forma tan contundente como para que los electores tomaran nota. Esa es una de las explicaciones de la victoria de Obama, no la única: resulta que la mayoría de los electores no quiere un Estado mínimo y desentendido de la suerte de los ciudadanos. De ahí que la reacción del presidente elegido por segunda vez haya sido anunciar la subida de impuestos a los más ricos, esos que siempre consiguen escaparse de rositas en Europa, en España y en Cataluña: sí, saquemos de paso y como colofón la situación de la economía catalana ya que estamos en campaña electoral y, enorme paradoja, a la vez en nuestro abismo fiscal, intervenidos hasta las cejas, y a punto de la plenitud nacional según anuncia Ulises Mas en su marcha hacia la Ítaca del Estado independiente.
Leo en una entradilla: “Colorado y Washington aprobaron el consumo recreativo de marihuana, pero Oregón lo rechazó. Maine y Maryland se convirtieron en los dos primeros estados en aprobar el matrimonio igualitario”. Y es que el pasado miércoles los colectivos que defienden la legalización de estas dos causas -imagino que por separado- festejaron sus victorias a ritmo de Al Green, el himno oficioso de Obama. No es algo excepcional unir dos asuntos aparentemente tan dispares; a menudo existe un correlato entre la legalización de la marihuana y la de los matrimonios homosexuales, aunque ambas reivindicaciones sólo converjan en el cascarón de las libertades individuales. Diáfanas son las dos lecturas previsibles: menuda frivolización vincular la risa floja del porro y sus efectos dañinos con la desigualdad histórica que ha perseguido a los homosexuales -y que aún permanece, prejuiciosa y envenenada en la moral de salón de té-. O lo contrario: ambas reivindicaciones se vienen cruzando en las modernas democracias como si en una asociación libre de ideas fueran indicadores de progresismo y tolerancia. Este año, Uruguay ha reconocido por primera vez un matrimonio entre personas del mismo sexo y casi paralelamente ha anunciado que no sólo legalizará el consumo terapéutico y recreativo de la marihuana, sino que encabezará una cruzada internacional para lograr su regulación. En Francia -donde la homosexualidad fue tratada como enfermedad mental hasta ¡1992!- ya tienen proyecto de ley para casar a gais y lesbianas. Al tiempo, el ministro de Educación francés se ha declarado partidario de abrir un debate nacional sobre la despenalización de la marihuana, igual que la ministra Duflot: “El cannabis debería ser considerado como el alcohol o el tabaco y así reducir el tráfico y la violencia y desarrollar una política de salud publica”. En España, justo cuando, al fin, el Constitucional ha avalado el matrimonio homosexual, no es previsible que Rajoy encuentre fuerzas para abordar el debate del cannabis a pesar de que desde hace tiempo voces tan poco sospechosas de ser “porretas” como la de Vargas Llosa aseguren que, ante el fracaso de la lucha contra el narcotráfico, no exista otra alternativa que la despenalización o al menos la regulación de las drogas. Las leyendas de las volutas prohibidas se han acompañado de un aura de malditismo hoy obsoleto. Prevalecen en nuestra sociedad las posiciones restrictivas que alertan de los riesgos del porro, muy graves entre los jóvenes, y a la vez abundan estudios y enfermos que confirman sus beneficios terapéuticos. El Constitucional, en su fallo, ha apelado a los cambios sociales que van por delante de la ley, una manera de ilustrar la importancia de enfrentarse a los tabúes y sacudirse prejuicios para abordar con madurez asuntos mucho menos marginales de lo que se presupone. Acaso como otra manera de salir del armario.
(La Vanguardia)
Recuerdo que cuando el calendario nos introdujo en 1984 algunos nos preguntamos qué se había cumplido y qué no de las visiones descritas por George Orwell en la novela que llevaba por título ese año. El balance era desigual. Por un lado parecía relajarse el clima de la guerra fría que había marcado, tres décadas antes, la escritura del texto. De hecho, poco después, caería el muro de Berlín y, oficialmente, se daría por terminada una etapa nacida en la Segunda Guerra Mundial. Como le sucedía a Un mundo feliz, de Aldous Huxley, 1984 estaba completamente moldeado por el terror al totalitarismo que se había despertado en muchos escritores tras descubrir la deriva sanguinaria del estalinismo. El mismo Orwell había experimentado en carne propia esta amarga revelación durante su estancia en España como combatiente republicano en la contienda civil. Al llegar el año 1984 el mundo parecía alejarse velozmente del fantasma comunista profetizado por Marx y convertido por Stalin en un carnicero.
Por otro lado, sin embargo, una vertiente fundamental de las advertencias de Orwell sí estaba plenamente en vigor. El poder operativo del Gran Hermano crecía sin cesar, en gran parte gracias al descomunal esfuerzo de vigilancia y tutela universales que significó la guerra fría. Los ejércitos y policías habían generado mecanismos de control sin precedentes. Con todo, en el año 1984, todavía no éramos capaces de imaginar la sofisticación que adquiriría el ojo orwelliano a principios del siglo XXI. Si entonces se nos hubiera sugerido que entrábamos en una existencia atravesada por miles de cámaras que espiarían todos nuestros pasos, habríamos considerado tal hecho como un totalitarismo peor que el expuesto por Orwell y Huxley. No intuíamos en absoluto que al llegar el año 2012 nuestras vidas estarían controladas con tanta minuciosidad como lo están, no sólo por imposición exterior -como preveía Orwell- sino por concesión propia, voluntariamente expuesta nuestra intimidad a través de artefactos y sistemas de comunicación apenas vislumbrados por la ficción. Resulta elocuente que ni Internet ni el teléfono móvil fueran realmente esbozados, como testigos del futuro, por los escritores-profetas. El siniestro programa televisivo Gran Hermano -de origen holandés, creo, y de perdurable éxito en multitud de países- no deja de ser un negro homenaje a la perspicacia de Orwell.
Cuando el calendario nos introdujo en el año 2001 algunos nos acordamos de la película de Stanley Kubrick basada en el relato de Arthur C. Clarke. También en este caso era fascinante calibrar por dónde habían ido los aciertos y los desaciertos. Lo más llamativo era el progresivo desinterés popular por la carrera espacial. 2001. Una odisea del espacio había sido rodada bajo el influjo de las grandes aventuras de los años sesenta. El vuelo de Yuri Gagarin no quedaba lejos y la llegada a la Luna del primer hombre era una imagen familiar. Como Ulises, en la obra de Homero, el héroe moderno se lanzaba a un periplo lleno de expectativas y peligros. Pero, al llegar la fecha que daba título a la célebre película, la pasión por el viaje espacial se había enfriado notablemente. La humanidad, más ensimismada, comprendía mejor la travesía del cuerpo humano que la del cosmos. La genética o la neurología han sustituido a la astrofísica en las preferencias de los espíritus inquietos, no demasiado numerosos y bastante acobardados ante la indiferencia general. En 2012 resulta difícil encontrar jóvenes que muestren un mínimo interés por los viajes espaciales.
Es probable, en cambio, que esos mismos jóvenes, si tienen la paciencia de adentrarse en la película de Kubrick, sientan mayor curiosidad por el destino del ordenador Hal, y casi encuentren natural que éste, sin conformarse con su frío mecanicismo, tenga emociones y sentimiento. Al fin y al cabo en 2012 ya habitamos un mundo en que muchos otorgan más realidad al ámbito virtual que a lo que Clarke y Kubrick, en su época, hubiesen considerado perteneciente a la esfera de lo real. Aquí sí hubo una fuerte intuición del porvenir, menor, no obstante, a la demostrada por Ray Bradbury en El hombre ilustrado,conjunto de cuentos en los que se escenifica, sobre todo en el denominado ‘La pradera', una auténtica inversión, a través del poderío de las pantallas, entre realidad y virtualidad.
Tras dejar atrás estas fechas simbólicas ya falta poco para alcanzar 2019, el año señalado en Blade Runner, con su metrópoli en el frágil equilibrio de lo sofisticado y lo apocalíptico. Cuando llegue ese año también se discutirá sobre lo que se cumple y no se cumple en la película de Ridley Scott y en la narración¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de Philip K. Dick, que le sirve de base. Siete años antes, en 2012, ya podemos presagiar algunos resultados de la futura discusión. A la perspectiva espacial de Blade Runner le ocurrirá lo mismo que a2001. Una odisea del espacio. Es difícil que el público de 2019, por lo que ahora podemos comprobar, se conmueva con los recuerdos de los replicantes cuando rozaron Orión o cruzaron las puertas de Tanhäuser. Sólo algunos espectadores selectos -que serán considerados extravagantes- participarán de la delicia que es el monólogo final de Roy, del mismo modo que casi nadie, hoy, quiere entrar en la metáfora nietzscheana compuesta por Kubrick para el desenlace de su película.
Sin embargo, el Blade Runner interiorizado en una ciudad tenebrosa en la que el hombre experimenta sus límites biológicos y en la que el sentido de la libertad está dramáticamente sometido a la eficacia del espectáculo, ese decorado abstracto y barroco al mismo tiempo, ese mundo claustrofóbico sí puede despertar adhesión y complicidad en públicos amplios. Nuestro escenario no está en absoluto lejos de lo que puede ser el de 2019, incluso en su dimensión desesperanzada y apocalíptica, tras el abandono de las utopías.
1984, 2001, 2019: las profecías no se cumplen. Aunque en cierto sentido sí se cumplen, y marcan nuestros días.
Ya sabemos quiénes van a dirigir la salida de esta crisis desde Washington y Pekín. No sabemos en cambio quién va a hacerlo desde Bruselas, y en nuestro caso, el de los europeos, nuestra ignorancia es mayor porque no sabemos dos cosas más: si de verdad queremos y estamos dispuestos a hacer lo que conviene para salir de la crisis; y si queremos salir juntos. Aunque lo que contará al final es lo más simbólico, y es que no sabemos, a diferencia de estadounidenses y chinos, quién nos va a dirigir en este fenomenal viraje geopolítico en el que estamos metidos desde hace cuatro años al menos.
Las elecciones en EE UU resolvieron algunas incógnitas. Sabemos que hay un presidente con una gran ambición política, dispuesto a recuperar la agenda perdida de su primer mandato. También que las ideas de la fiscalidad mínima y del Estado ausente tan caras a los republicanos han fracasado en las urnas. Nos queda por saber si Obama sorteará el abismo fiscal anunciado para enero, cuando se producirá una subida automática de impuestos y un drástico recorte del gasto público de efectos recesivos inmediatos, a menos que republicanos y demócratas consigan un pacto presupuestario. Si el presidente reelegido fracasa, todo el planeta lo notará porque quien debiera tirar de la economía se convertirá en un lastre. Las elecciones opacas y secretas que se están celebrando en el 18º Congreso del Partido Comunista de China, con el nombre del nuevo presidente conocido de antemano, también serán trascendentales para todos nosotros, pero nos costará bastante tiempo y esfuerzo conocer la nueva correlación de fuerzas y los consensos sobre los que se armarán las nuevas políticas. Xi Jingping, el nuevo líder, pertenece a la tendencia más favorable al mercado, que va a relevar a Hu Jintao, menos liberal. Si su economía no se mantuviera en buenos y sostenibles niveles de crecimiento, todo el mundo lo notaría.
La única elección relevante que se espera en Europa, donde se ha instalado ahora el ojo huracanado de la crisis, es la que se celebrará el otoño próximo en Alemania. La quiniela dice que los socialdemócratas entrarán en una gran coalición para hacer de nuevo políticas de crecimiento, después del calvario rigorista impuesto por Merkel, nuestro abismo fiscal. Alemania manda, es cierto, pero nada funcionará en el futuro si solo es Alemania quien manda y si los europeos no somos capaces de dotarnos de estructuras de gobierno para el euro, banca, impuestos, presupuestos y quizá más cosas.
Mientras no lleguemos a tener estas estructuras, probablemente con un presidente europeo a la cabeza, no habrá más remedio que envidiar la capacidad de reinventarse de EE UU en cada elección y la previsible y pragmática estabilidad con que se fraguan los consensos ideológicos y se efectúan los relevos generacionales en la insondable cúpula del poder chino.
De Obama a Obama no hay transición. Puede haber cambios: se rumorea que Hillary Clinton quiere dejar la secretaría de Estado, y habrá otros cambios en el gabinete e incluso en la orientación de algunos departamentos. Pero no hay transición, que solo se da cuando cambia el presidente, incluso aunque sean del mismo partido. Transición hubo de Clinton a Bush. Y de Bush a Obama. Y fueron todas transiciones complicadas: dentro y más todavía fuera, en el vasto e incontrolado mundo.
Una transición presidencial es por definición un momento de debilidad que los adversarios y a veces los amigos y aliados aprovecharán para sacar ventaja. No es un fenómeno americano, sucede en todas partes. Entre Carter y Reagan hubo la crisis de los rehenes americanos en el Teherán de los ayatolás. Entre Clinton y Bush empezó la segunda Intifada y el naufragio del proceso de paz, exactamente lo contrario de lo que pretendía el presidente con los últimos esfuerzos para un acuerdo. Entre Bush y Obama hubo la guerra de Gaza, que terminó en la víspera mismo de la toma de posesión presidencial o Inauguration. Y entre Obama y Romney, de haberse producido una transición, se hubiera abierto de par en par la ventana de oportunidad para el ataque isarelí a Irán.
La reelección de Obama ha sido una derrota de Benjamin Netanyahu, el primer ministro israelí que hizo campaña abiertamente en favor de Romney y que viene levantando la bandera del ataque a Irán con la explicación de que si no se hace ahora ya será demasiado tarde. La bomba iraní es una 'amenaza existencial' para Israel, según su primer ministro, y un detonante muy peligroso de la proliferación nuclear en la zona para la comunidad internacional, con EE UU a la cabeza. Hay coincidencia de intereses, pero divergencia de estrategias: a los halcones israelíes les viene muy bien un ataque en el que se reafirme la autoridad militar de Israel en una zona en plena efervescencia; pero a los gobiernos occidentales, empezando por Washington, temen los efectos descontrolados y desestabilizadores de una iniciativa de este tipo, que podría desembocar en una guerra de Irak II. EE UU puede llegar a estar dispuesto a emprender de nuevo el camino bélico, por su propia naturaleza de superpotencia militar, pero seguro habrá resistencia del resto de sus aliados occidentales. La reelección de Obama, en todo caso, ha aplazado esta dinámica bélica para después de las elecciones israelíes, que se celebrarán a finales de enero de 2013.
La venganza es un plato que se sirve frío, hay que recordar a propósito de las relaciones de Bibi con Obama: el israelí le he hecho todo tipo de jugadas en estos cuatro años en que han coincidido en el poder, a pesar de que el presidente estadounidense ha seguido apoyando a fondo a Israel e incluso a su Gobierno, hasta el punto de tener que tragarse sus exigencias de congelación de los asentamientos en Cisjordania.
Con Obama haciendo las maletas y Romney preparando su presidencia, la tentación del ataque a Irán hubiera sido demasiado grande para Netanyahu como para sustraerse a ella. De un manotazo hubiera abierto una dinámica distinta, a la que el nuevo presidente debería adaptarse sobre la marcha. Ahora, en cambio, Bibi tendrá que entrar otra vez en un difícil forcejeo con Washington, con el temor de que en cualquier momento se abata sobre él la represalia del presidente reelecto.
Aliado electoralmente en una misma coalición con la extrema derecha xenófoba de Avigdor Lieberman, el actual primer ministro israelí prepara la superación de sí mismo con un gobierno todavía más de extrema derecha en el momento en que en la superpotencia amiga y protectora se consolida un gobierno claramente situado a la izquierda.
Hay una vieja frontera que los entusiasmos despertados por la imagen de una Europa unida, sin importar la diversidad de lenguas y las distancias culturales, parecían haber borrado. La frontera de los Pirineos. En la medida en que la crisis de los países del sur, Portugal, España, y aún Italia y sobre todo Grecia, parece no hallar solución, y los países del norte cargan de penurias y agobios a sus distantes vecinos del otro lado de las montañas para que paguen su rescate, los ánimos se revuelven de ambos lados, las culpas mutuas son echadas en cara, y la muralla vuelve a alzarse, impasible. Otra vez, al norte de los Pirineos la civilización que representa el riguroso orden financiero, sudor y ahorro, y al sur, la pintoresca barbarie del que gasta lo que no tiene y se endeuda irresponsablemente, según las admoniciones perentorias de la señora Merkel desde su púlpito luterano.
Los Pirineos son un símbolo elaborado a través de los siglos. Bien podríamos decir también los Alpes, o Los Apeninos. Estamos hablando de una barrera cultural encarnada en toda su majestad por una cadena de altas montañas nevadas, con pasos difíciles de sortear. Europa terminaba de aquel lado de esas montañas, y al otro empezaban, en el imaginario cultural, las ardientes arenas de África, hasta donde alcanzaba la vista. Lo que el ojo de George Sand encuentra en Mallorca cuando llega en compañía de Chopin en 1838, es la ignorante vida primitiva que no puede dejar de despreciar, superstición, pésima higiene, y malos hábitos.
El gran Karl es de mal perder. A pesar de su soberbia inteligencia, se empeña en atribuir la derrota de su candidato al huracán Sandy. Aunque no solo: este hombre que se conoce todas las trampas para ganar elecciones, se queja de que la campaña de Obama ha sido fea y negativa. En la noche electoral no se resignaba a reconocer la victoria de Obama cuando la propia Fox ya la anunciaba, e incluso se picó en directo con su cadena favorita.
El gran Karl no sigue el camino de Adlai Stevenson en su discurso de aceptación de la derrota en 1952 ante Dwight Eisenhower: "Cuando venía para acá por la calle, alguien me preguntó cómo me sentía y me acordé de la historia que solía contar un conciudadano nuestro, que era Abraham Lincoln. Le preguntaron lo mismo después de un fracaso electoral. Dijo que se sentía como un chico pequeño que acaba de aplastarse un dedo en la oscuridad. Y que era demasiado viejo para llorar, pero que dolía demasiado como para reír". El malhumor de Karl tiene buenas razones. Su chiringuito ha quedado tocado. Pocos gurús electorales ha recaudado tantos fondos en favor de Romney. Sobre todo para hacer anuncios negativos como los que critica de la campaña de Obama. Habrá muchos contribuyentes multimillonarios que le pedirán explicaciones. Al gran Karl no le faltarán: por ejemplo, que hubiera sido peor sin los sablazos inmisericordes que han sufrido los multimillonarios republicanos. Han pagado la campaña y ahora peligra de nuevo su cartera por los incrementos de impuestos a los más ricos.
El gran Karl es capaz de vender peines a los calvos. Convirtió a George W. Bush, probablemente el peor presidente de la historia, en un portento de liderazgo. El joven Bush le llamaba el arquitecto, el niño prodigio e incluso flor de estercolero. A Rove se debe la estrategia de polarización política que tanto ha favorecido a los republicanos hasta ahora y que muchos han imitado en todo el mundo. Ahora debe desarrollar su talento persuasivo en convencer a sus clientes que no le abandonen a pesar del fracaso que acaba de sufrir entre los electores. (Todo lo que escribe y explica en sus intervenciones televisivas puede consultarse en su web, así como su artículo de valoración de los resultados electorales publicado en el Wakll Street Journal).
Algunos de los males que se atribuyen a la izquierda en Europa, los sufre la derecha en Estados Unidos. De entrada, una lectura equivocada de las demandas del electorado y más específicamente de una sociedad en plena transformación. Luego, una estrategia electoral, precedida por su estrategia de oposición, abiertamente equivocada. Finalmente, una dificultad innata para encontrar a los dirigentes con la personalidad, las ideas y el carácter que les permita obtener la victoria.
Las múltiples elecciones del martes y los escasos márgenes de la victoria de Obama en buen número de estados podrían proporcionar un cuadro engañoso sobre las causas de la derrota republicana. Siempre aparecen las explicaciones circunstanciales, que atribuyen los cambios de fondo a factores superficiales, sobre todo cuando se ha creado la sensación de empate gracias a unos sondeos muy ajustados y ha quedado la impresión de que todo se ha jugado y perdido en bolsillos de votos en cada uno de los estados que iban a decantar la elección.
La socialdemocracia europea también ha seguido en muchas ocasiones la ceguera voluntaria y el negacionismo, que conducen a mantener el statu quo dentro de los partidos y a seguir cavando la fosa de los propios errores. Hay republicanos que han querido buscar esta explicación en los beneficios que ha obtenido Obama del paso del huracán Sandy.
La primera realidad que deberán aceptar los republicanos es el significado de estos resultados electorales. Y estos dicen que el Partido Republicano sale muy mal parado de la elección presidencial de anteayer martes, quizás peor que la socialdemocracia europea como consecuencia de las derrotas electorales celebradas bajo el signo de la crisis. Aunque el margen sea estrecho, se lo ha jugado todo a una sola carta: o ganaba todo o lo perdía todo. Su programa de restauración moral y de minimización del Estado ha quedado descalificado. No habrá reversión de la legislación sobre el aborto tal como estaba previsto, gracias a los cambios en la composición del Tribunal Supremo que cabía esperar de una presidencia de Mitt Romney. No habrá políticas de rigor al estilo de Angela Merkel, sobre todo porque la leve recuperación que ya ha empezado no se hubiera producido sin las políticas de estímulo de Barack Obama. Además, el mapa electoral de los últimos 50 años ha empezado a virar de forma preocupante en favor del Partido Demócrata. Obama ha vuelto a ganar en Virginia y Florida, dos estados de tradición republicana que exhiben ahora una composición demográfica nueva, favorable a los demócratas y que difícilmente volverán a comportarse según la vieja pauta.
No ha colado el mensaje republicano sobre Obama. Nadie cree que se le pueda atribuir la responsabilidad de la crisis. Tampoco la crítica hipócrita a su fracasada política de consenso. Todo el mundo sabe que el objetivo republicano era impedirle que gobernara y repitiera luego cuatro años más. Seguir este camino en los próximos cuatro años puede dejar al partido republicano definitivamente en los márgenes. Todo ello demuestra que la herencia de Bush está todavía viva y nadie se engaña sobre los orígenes del colosal endeudamiento que sufre EEUU: los recortes fiscales a los más ricos y el gasto bélico desenfrenado para librar simultáneamente dos guerras.
El partido republicano derrotado este martes en la carrera presidencial aparece como una fuerza del pasado, a la que han votado los blancos, los hombres, los evangelistas y los mayores de 65 años, y al que se le escapan los jóvenes, los negros, los hispanos, los asiáticos incluso, y las mujeres, sobre todo las jóvenes universitarias. Algunos expertos republicanos atribuyen su fracaso con estos grupos de población a un déficit en el micromanagement electoral, la técnica cada vez más socorrida que consiste en satisfacer demandas concretas de pequeños grupos, territorios e intereses. La crítica tiene sentido, por cuanto los márgenes de la victoria de Obama en cada Estado son suficientemente reducidos como para pensar que una microgestión podía haberle dado el bolsillo de votos que le ha faltado a Romney.
Hay otra explicación más compleja que afecta a la intensa evolución demográfica y étnica que está convirtiendo a EEUU en un país más parecido al mundo emergente, más joven, femenino y multicultural, en el que la sintonía con el futuro y con la globalidad la tienen los demócratas con un presidente como Obama, nacido en Hawai, criado en Indonesia, hijo de keniano y de una blanca de Kansas, y enraizado en la comunidad afroamericana de Chicago.
Esta explicación inquieta profundamente al fundamentalismo republicano, implícitamente identificado con la vieja idea de la decadencia y la desposesión de la civilización cristiana y occidental, o en viejas palabras de los tiempos coloniales, del hombre blanco. La explicación fundamentalista conduce al fatalismo y la marginalidad: todo es un problema de valores, que hay que defender sin concesiones, aunque sea a costa de la derrota, como ahora ha sucedido. Estos radicales criticarán ahora a Romney por su giro centrista del último tramo de la campaña, aunque convencerán a muy pocos respecto a la posibilidad de sacar algún provecho de la cabalgada radical en la que están comprometidos.
La derecha deberá reflexionar sobre sus errores. Cuatro años más de oposición sin cuartel contra Obama terminarán hiriendo a quienes la practiquen. Hay cuestiones en las que la dificultad republicana para el consenso será enorme: los impuestos, por ejemplo. Pero hay otras que son obligadas para un partido con vocación presidencial, necesariamente abocado a una apertura hacia las minorías y más específicamente hacia los hispanos. Este es el caso de la inmigración, que necesita una legislación más abierta y liberal.
A pesar del callejón sin salida en que se han metido los republicanos, tienen una buena cantera de cuarentañeros, especialmente preparados para seguir la cabalgada derechista, pero con suficientes reflejos para corregirla. Ahora tendrán el reto de adaptarse sin que les abandonen las bases electorales a las que han excitado durante los últimos cuatro años. Deberán buscar lo que ahora no tienen: mujeres, jóvenes, hispanos, negros. Pero no les bastará con encontrar palabras para cada uno sino que deberán imitar a Barack Obama en la construcción de un discurso nacional que sirva para incluir a todos.