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Blogs de autor

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III. España, la extraña

España, la extraña, que terminaba en los verdaderos Pirineos, fue siempre el territorio exótico por excelencia, visto desde el otro lado de las altas montañas heladas, toreros en traje de luces, cuchilleros, bandidos, contrabandistas, gitanas arrebatadas y trágicas, todo condensado en la novelita de Prosper Mérimée que Bizet convirtió en la ópera estrenada en 1875, la más popular de todos los tiempos.
Quizás es que esta visión no ha cambiado, sólo ha estado oculta, y el descalabro de la crisis la ha hecho patente de nuevo. El paternalismo siempre está de por medio, y quien regaña al disoluto por vivir alegremente más allá de sus posibilidades, lo insta, con buenas intenciones, a que deje la siesta, la charanga y la pandereta. Las amonestaciones civilizatorias son siempre morales, el buen salvaje es redimible en la medida en que se someta, y entonces podrá convivir en paz con sus semejantes, no importa cuán pintoresco y bullangero siga siendo.
Hace algunos meses, en el Festival América de Vincennes, salieron al escenario en el acto de inauguración, dos grupos de indios, uno llegados de Estados Unidos, apaches o sioux, no lo recuerdo, y otro de América del Sur, aimaras o quechuas, con sus tambores y quenas. Cantaron y bailaron por turnos canciones rituales, y los de Estados Unidos consagraron al final una de sus canciones a Toni Morrison, la premio Nobel de Literatura, como para librarla del mal de ojo. Los indios, de jeans y largas trenzas, llevaban sus teléfonos celulares en el bolsillo, y danzaban con sus zapatos Adidas. El público que desbordaba la sala parecía arrobado.

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16 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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"Lo que cuenta es la ilusión"

De Ignacio Vidal-Folch uno recuerda el rostro duro e impenetrable que se ha labrado a lo largo de los años. Una máscara que se corresponde bien con el estilo apremiante de su escritura y con su severo pensamiento existencial. Una personalidad, en suma, como de inmediato comprende el lector de su dietario.

Los años que viví en Barcelona no tuve mucho trato con él, salvo el que se desprendía de unos fugaces encuentros en la librería Central de la calle Mallorca. Como probablemente compartimos la misma prudencia, nos limitábamos a intercambiar nuestra escueta sonrisa. Él, con la mustia cortesía del caballero a la antigua usanza. Si casualmente lo vi alguna vez caminando de noche calle arriba, pensé que regresaba a su casa y a una libérrima soledad.

Vidal-Folch retrata en su dietario este inexpugnable estado de ánimo, la dureza de un juicio estético muchas veces inapelable y, en ciertas ocasiones, la muesca sentimental que le han ido dejando algunas heridas. La mayoría de los fragmentos transmiten la certeza de haber sido notas escritas mientras la acción va transcurriendo, ya sea en las calles de su ciudad o en el laberinto de sus pensamientos.

Estas notas son las impresiones, reflexiones y meditaciones de un hombre que no se ha visto obligado a elegir entre vida y literatura. Su camino no se ha bifurcado y su prosa es de una tangible veracidad. Uno finaliza la lectura del dietario pensando: he aquí un hombre que sabe lo que escribe.

A Vidal-Folch se le ve distante y ajeno a los fastos de nuestra época, reacio a compartir la simpatía con que unos y otros ponen en circulación sus mercancías morales, literarias y políticas. En su rostro se adivinan ciertas muecas de repugnancia cuando la prepotencia y el matonismo social, tan distinguido y displicente, suben a escena.

Algunos fragmentos del dietario son ejercicios narrativos: la agonía de un  hombre que se extingue, la penuria con que otro comprende de repente su fracaso, una violenta y patética pelea callejera, la estúpida presunción de una mujer protegida por el azar de la fortuna. Cada uno de estos personajes de carne y hueso elaboran con su pobre vida, a su manera y sin saberlo, la elocuente metáfora de nuestros males. A veces, tan poco comprendidos.

Los libros leídos y las citas de los libros rescatados, las conversaciones sostenidas a lo largo del tiempo, las exposiciones de arte, los bares y los conciertos, las librerías y las antigüedades que vamos descubriendo en sus páginas conforman el itinerario de una Barcelona remisa. En su callejero viven unos tipos hechos a sí mismos a base de golpes, indiferentes a la retórica de los publicistas y al extraño alarde de los triunfadores. Un educado desorden de personajes perturbadores en su trágica determinación de ser. Una estirpe que recuerda a la que glosa Josep Pla en la Vida de Manolo contada por él mismo. Una Barcelona algo sucia, un poco canalla y digna, que nos conmueve y sorprende. La Barcelona folchiana es la que algunos hemos amado.

Escéptico, a veces burlón, irritable, reservándose siempre la que sería su última palabra, Folch se inmiscuye en la vida de amigos, conocidos y desconocidos  (la hilarante y peligrosa peripecia de la joven esposa que por las calles de Barcelona huye de los clanes tribales de su India natal es un ejemplo de lo que parece ser la tendencia del autor a meterse en líos). Observándose con esa máscara de dureza aprendida, mientras cartografía una ciudad que no está en los mapas, forastera de sí misma y cansada del optimismo contemporáneo. Una ciudad hecha con las frases de un amigo aturdido, la muerte siempre inesperada, la perplejidad en medio del caos sentimental de una ruptura, la chanza de un borracho insoportable, los reproches que uno lleva a rastras, y el espíritu crítico, ese dichoso espíritu crítico que el autor ha afilado "hasta el paroxismo".

Una literatura, en suma, que nace de aquella voluntad original sin la que nada de valor habríamos leído. No una literatura para hacer más libros y llenar más bibliotecas, no una literatura exhausta o ensimismada. Se trata más bien de una literatura hecha con aquello que el autor no puede comentar ni escribir, una literatura hecha con lo indecible. Y que procede de aquél que "sólo puede sentirse ofendido y humillado o sentirse como un impostor".

Ignacio Vidal-Folch
Lo que cuenta es la ilusión

Editorial Destino 324 páginas.



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15 de noviembre de 2012
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“Ni deseo ni deber”…nihilismo

El nihilismo (ese apagamiento del alma humana que conduce a denunciar como ilusorio todo proyecto de realización espiritual, y que suele tener como corolario la reducción de la motivación humana a la mera subsistencia) amenaza aun en los momentos en que menos cabría esperarlo, adoptando formas muy sofisticadas. Es sorprendente su inesperada emergencia en la historia del arte, aunque también cabría encontrar ejemplos igualmente significativos en la historia del pensamiento filosófico o científico.
Hace medio siglo se estrena en el teatro La Fenice de Venecia la ópera de Stravinsky The Rake's Progress "La carrera de un libertino". En una producción de hace cinco años firmada por el director de escena francés Olivier Spy (recientemente repuesta en el Palais Garnier de Paris) se enfatizaba el hecho de que, más allá de lo casi forzosamente convencional de la música (repudiada en su día por todos aquellos que teniendo confianza en el genio renovador de Stravinsky la percibieron como un verdadero pastiche), lo importante de la obra residiría en la voluntad del protagonista de escapar a la dialéctica del deseo y el deber: ni Don Giovanni, ni el héroe de "Solo ante el peligro" para entendernos.
Esta tentativa conduce al protagonista, Tom Rakewell, a caer en los brazos de Baba la Turca, mujer barbuda con lo que llega a casarse, no por venalidad, sino por entrega a lo absurdo. Olivier Spy señala que desde su arranque como hombre rico y deseado hasta su abismal caída en el manicomio, pasando por el episodio de Baba la Turca, la carrera del anti-héroe de Stravinsky sería el paradigma del destino humano.
Stravinsky versus Breton, cabría decir, al menos si del Stravinsky de The Rake's Progress se trata, pero hay ciertamente otro Stravinsky, hacia el que se vuelca la mirada los oídos y el espíritu que quiere pensar amar, forjar una metáfora y huir del pastiche. Hay otro Stravinsky quizás cercano a lo que embarga la mente cuando se piensa en esa Venecia en la que su estrena su ópera y escoge como lugar de su muerte.

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15 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Tres Obamas

El primer Obama es una anomalía, una quimera. Senador primerizo, de piel negra y familia desmembrada -padre nacionalista nigeriano; madre blanca, progresista y nómada-, educado entre Hawai e Indonesia, salta a la fama con un brioso discurso durante la convención demócrata que unge al malogrado John Kerry, su reverso: un liberal de alta cuna, estirado y, peor, afrancesado. Cuatro años después lo vemos transmutado en un joven líder tan lúcido como ambicioso, tan astuto como impredecible, decidido a trastocar todas las reglas del sistema y a vencer, en las primarias, ni más ni menos que a Hillary Clinton, otra rara avis.   

Consciente -a veces demasiado consciente- de su originalidad y su exotismo, el primer Obama enarbola un discurso de reconciliación y esperanza cuando Estados Unidos, y el mundo entero, se precipitan en la mayor catástrofe económica desde el crash del 29. Tras los ocho años de Bush Jr., marcados a fuego por el 11-S y las campañas de Irak y Afganistán, con su desprecio de la legalidad, sus mentiras y su aprobación de la tortura, el primer Obama, esa anomalía, promete un regreso a la normalidad democrática. Frente a la retórica de la venganza, el equilibrio; frente a la hubris de Wall Street, rendición de cuentas; frente a la interesada disminución del estado, orquestada por los ideólogos neoliberales en alianza con los republicanos, un estado que ofrezca apoyo a los más débiles y frene el riesgo desmedido y la avaricia.

El primer Obama es también un hombre de su tiempo y, enfrentado al cascado y tozudo John McCain -metáfora ideal de su partido-, conquista la blogosfera, seduce a los jóvenes y a las mujeres, a los profesionales y a los sectores más golpeados por la crisis, y cuenta de por sí con el apoyo de negros e hispanos, minorías que forman mayorías. Su victoria se lee histórica: el primer presidente negro, sí, pero también el único que podría conducir a Estados Unidos, y al mundo, a una nueva era de estabilidad y cooperación.

Sólo que, en cuanto se muda a la Casa Blanca, acompañado por su ejemplar familia, el primer Obama da paso al segundo. Aún es una anomalía, pero ser parte del sistema es distinto a confrontarlo. Coherente con sus promesas, se esfuerza (y agota) en buscar un entendimiento con los republicanos, quienes le responden con desdén y, a la postre, con la campaña de desprestigio más brutal que se recuerde. Camuflada en el Tea Party, la extrema derecha dibuja al presidente como socialista o de plano comunista, cuando no sugiere que se trata de un musulmán nacido en Asia. El segundo Obama responde con la templanza del primero, pero el tiempo corre y sus ideales se diluyen.

Contra las cuerdas, el segundo Obama se empecina en ganar una heroica batalla: su reforma del sistema sanitario. Para lograrlo, descuida los demás frentes -la regulación del sistema financiero, el problema migratorio, el cierre de Guantánamo, etc.- y, al autorizar las ejecuciones extrajudiciales y los ataques con aviones no tripulados, se revela casi tan indiferente a la legalidad internacional como su predecesor, pero es el precio a pagar para obtener, al menos, ese triunfo. El asesinato de Bin Laden lo hace ver como un líder firme e implacable, pero para entonces el primer Obama casi se ha desvanecido.

Mientras el primer Obama se caracterizaba por su apertura, el segundo se muestra enigmático y opaco; mientras el primero encarnaba el futuro, el segundo luce contradictorio e improvisado; mientras el primero parecía capaz de sobreponerse a cualquier obstáculo, el segundo es la triste víctima del bloqueo de sus rivales; mientras el primero prometía transformar Washington, el segundo parece haber sido transformado por Washington. Poco importa que, en el proceso, los republicanos queden exhibidos por su mezquindad y su falta de espíritu patriótico: conforme se acerca el final su mandato, el segundo Obama luce débil, alicaído.

Durante la campaña electoral de 2012, el segundo Obama cuanta con una sola ventaja: Romney. El candidato republicano es su contrario: blanco, rico, sin convicciones (ser mormón es su único rasgo propio y lo oculta cuanto puede). Para devenir candidato, Romney se presenta como un ultraconservador antediluviano; luego, abanderando ya a su partido, busca el centro con desesperación. Tenso y arrogante, el segundo Obama -el peor Obama- se deja apabullar en el primer debate. En una dolorosa inversión de los papeles, por un momento Romney simboliza el cambio y el presidente la apatía de quien gobierna por inercia.

            Sólo en el último instante, cuando podría perderlo todo, el primer Obama suplanta tímidamente al segundo: apenas lo necesario para obtener una ajustada victoria. Llega, así, el tiempo del tercer Obama. Un Obama que volverá a enfrentar una Cámara Baja con mayoría opositora. Un Obama que requiere el empuje del primero y la amarga experiencia del segundo. Un Obama que, desprovisto ya del temor ante la reelección, no puede conformarse con ser él mismo. Un Obama que es, hoy, una incógnita.

           

twitter: @jvolpi

 



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14 de noviembre de 2012
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La casa a cuestas

La casa de nuestra infancia tenía un pasillo infinito que con el paso del tiempo se fue acortando, el mismo que hoy, cuando con suerte regresamos por navidad, se nos hace tan familiarmente abreviado. Ya poco importa que hubiera goteras, ni que de noche hiciera frío. En cambio, la memoria se entretiene en el edredón granate cuidadosamente doblado sobre la cama de los abuelos. O en el cajón secreto donde nuestros padres guardaban documentos, revistas picantes y tabaco de Andorra. Somos las casas donde vivimos porque sus recuerdos no sólo proceden de sus paredes sino de un lugar en el que pudimos soñar. Allí donde sentimos el centro de nuestra soledad, aprendimos de jerarquías, adquirimos confianza, desvelamos un misterio o hallamos reposo. Nunca necesitamos un palacio para vivir, todo lo contrario, ya lo dejó escrito Baudelaire, en ellos no hay rincones para la intimidad. Al fin y al cabo, nuestra tendencia a la costumbre acaba deshabitando unas esquinas en favor de otras hasta trazar un cerco invisible para marcar territorio, nuestro lugar en la mesa, nuestro lado de la cama. Con el tiempo, incluso convenimos acomodarnos a sus humedades, y logramos que los ruidos que esconden sus muros se conviertan en viejos conocidos. La casa es nuestro rincón del mundo. La frontera entre el afuera y nuestra intimidad en pijama. Un cosmos en toda la acepción del término, decía el gran fenomenólogo Gaston Bachelard: “Sólo por su luz la casa es humana. Ve como un hombre. Es un ojo abierto a la noche”. Quedarse sin ese ojo. Ser expropiado, no sólo del cascarón sino del amparo y el ensueño. No olvidemos lo segundo. Un desahucio no sólo representa la expropiación de la vivienda sino de un orden mental. Exiliados de su intimidad. Apátridas sin llaves ni tabiques. Acaso un día creyeron que el banco podía avalarles un sueño de hogar mediante una hipoteca que acabó por aplastarles. La compra de viviendas crece paralelamente a los nuevos sintecho. No hay otro escenario más excitante para los que acumulan cash. Los suicidios de los desahuciados españoles nada tienen que ver con los de aquellos ambiciosos brókers que en el 29 se lanzaron al vacío desde una suite del Waldorf Astoria. Son el espejo del drama de la clase media que siguió correctamente las instrucciones dictadas por la codiciosa burbuja. “Gente vulnerable”, reconoce ahora el Gobierno ante la cruda desesperación, obligado a administrar tratamientos paliativos a sus propias reformas. Porque perder la casa no sólo representa perder la morada sino extraviarse de uno mismo al cercenar las risas de los niños del largo pasillo. Y es que de la misma forma que nosotros la habitamos, es la casa quien nos habita. (La Vanguardia)

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14 de noviembre de 2012
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