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Gutiérrez Aragón y el otro

Siempre he creído que Manuel Gutiérrez Aragón era otro, y que por tanto alguien nacido en Torrelavega había logrado el sueño del más grande poeta visionario de todos los tiempos, Arthur Rimbaud, que dijo aquello de "Je est un autre". Esa impresión la tenía yo antes de conocerle, basándome en sus películas, en los guiones que él escribía para otros realizadores, en los artículos suyos publicados en la revista ‘Triunfo' y el diario ‘El País', y en el hecho de que fuese el primer director de cine español contemporáneo que hizo teatro, mucho antes de que las crisis llenaran nuestros escenarios dramáticos de cineastas multifuncionales. Luego le conocí, entrada ya la década de los 80, y a día de hoy, casi treinta años después, aún no sé con cual de los ‘gutiérrezaragones' me trato.
Últimamente, Manolo ha rizado el rizo de su propia ‘otredad' y sostiene que ya no es del cine, sino de la literatura. Como le admiramos, le seguimos también, y le reconocemos, en su nueva ‘persona', que ha dado dos novelas de calidad publicadas en tres años y le ha hecho ganar un premio, el Herralde, equivalente, diría yo, a la Concha de Plata de San Sebastián, si el Oro se lo dejamos al Planeta.
Algunos maliciosos insinúan que esa transubstanciación novelesca de Gutiérrez Aragón se debe a la pereza y a la manía; la pereza que le daría, a punto ya de entrar en su segunda madurez, localizar y filmar exteriores en su querido territorio mítico -y maniático- de los bosques umbríos entre Santander y Asturias, donde, cuando hacía películas, se iba a rodar siempre que le dejaban. La novela, que también dicen que está en crisis, ofrece sin embargo escenarios exóticos y repartos de masas con el simple uso de la imaginación y el teclado. Y sin tener que hacer ‘cásting'.
Mi vaticinio es que Manolo nunca resolverá del todo su contienda de ‘alter egos', y como siempre ha sido un inquieto, volverá, sin abandonar sus otras encarnaciones, a dirigir películas. Sería una lástima que alguien que ha realizado, a mi juicio, un buen puñado de los mejores títulos de la historia de la cinematografía española, creando una manera propia de reflejar nuestra realidad con lo irreal, no siguiera por ese camino. Sólo se me ocurre, como inconveniente, un problema de nomenclatura. Al cine le gustan las grandes marcas: lo berlanguiano, lo almodovariano, lo buñuelesco. Hay que reconocer que lo gutierrezaragoniano, o lo gutierrezaragonesco, suena menos contundente, y es algo que Manolo comparte con otros cineastas no menos distinguidos y de difícil adjetivación: Trueba y lo truebesco (o truebano), Borau y lo borauesco, Garci y lo garciano, Coixet y lo coixetesco, por no hablar de la figura de otro antiguo presidente de esta casa, que obliga a hablar de lo delaiglesiano. Difícil de decir pero fácil de apreciar. Así que mientras Manuel Gutiérrez Aragón se decide a volver o no a ponerse detrás de una cámara, nosotros, sus amigos y ‘fans', podemos ocuparnos en la disquisición de encontrarle un adjetivo que defina uno de los estilos más singulares del cine europeo contemporáneo.

(Texto publicado en el programa del acto de entrega a M. Gutiérrez Aragón de la Medalla de Oro de la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España) 

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19 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sin teoría, sin ropa interior

De lo muy poco que cabe celebrar en estos tiempos malvados, una penuria más, la carencia de teorías, se alza como una bendición.

Todo periodo que, en lo económico, lo político o lo artístico, se llenó de escuelas, movimientos y sus correspondientes manifiestos han sido tanto menos libres como más aburridos. Si se refiere a la política económica o a la economía política, cada una acabó echando las cosas a perder siguiendo unos u otros preceptos sagrados. Desde el liberalismo al comunismo, desde el equilibrio presupuestario al keynesianismo llenaron la intelectualidad de certezas y redujeron la complejidad social a un garabato. Y no se diga ya si se trata de movimientos artísticos.

Nada más tedioso en un museo que entrar en una sala consagrada al cubismo, otra destinada al impresionismo, otra al expresionismo, y así hasta la consecuencia de que el arte, en vez de ser una autoría personal, era como una obra oficial gobernada por una superautoridad oficializada.

Esa autoridad o moda imperante disfrutaban de tal poder a que imponía, aun sin quererlo, las formas de expresarse y hasta el contenido de la dicción. Los motivos, los colores, las formas, los efectos, los temas, el estilo en general se hallaban a la orden de una determinada "escuela". Y nada parece hoy más deprimente que ver a cohortes de artistas atados como en una cuerda de reos, presos de la época y de su estética capital.

¿Manifestarse personalmente? Para eso estaban los manifiestos conjuntos. ¿Exponerse libremente? Para eso estaban todas las muestras clasificatorias desde Viena a Nueva York, desde el Albertina al MoMa, que mandaban sobre el orden de la inspiración.

¿La inspiración? La inspiración, efectivamente. Porque la manera en que se concibe y se realiza una obra dentro de una escuela boyante era como el producto de un vasallo subordinado al mejor patrón.

Los tiempos de ahora son intempestivos pero no menos que el de los estruendos rapaces del aufklärung. Son tiempos crudos pero en parte más interesantes que los dulces escarchados del impresionismo francés. Son hoy, tiempos de pesadilla, pero incomparablemente menos cursis que todo el sueño surrealista, desde Magritte o Dalí.

En suma, esta época tiene a su favor no estar incluida en ninguna otra. Es decir, algo debía de tener para que pudiera ser. Y es, en especial, su condición de tiempo nuevo, tan duro y cruel como virtualmente libérrimo. Tan propicio al austericidio y al suicidio individual como propenso a la inauguración de un momento en el que todavía la sociedad no ensayó vivir.

¿Teorías? Todas las teorías se han hundido como también todas las modas han pasado de moda, han pasado de ser ridículos mandatos a ser motivos de desobediencia civil.

Cada cual ha recobrado así una extraña porción de libertad. Sea como artista, como ciudadano, como consumidor o como activista se halla en mejores condiciones para desarrollar su manera de estar.

Y la Red es el ejemplo máximo de cómo el manifiesto de una vanguardia se haya carcomido ahora por la manifestación de heterogéneos puntos de vida y vista. ¿La colectividad? Lo que importa no es hoy la colectividad sino la comunidad. La reunión de lo diverso, la coexistencia de lo distinto, el ejercicio de lo mejor sin haberse alistado o poseer el carnet de socio o de partido. Los artistas, como los dirigentes, deben ser juzgados en cuanto a su mérito y no por su adhesión.

Los líderes políticos, si siguen existiendo mañana, deben ser elegidos, juzgados y demolidos por los ciudadanos; no por hallarse afiliados a una formación.

Sin teorías, pensábamos, no se puede pensar, pero lo cierto es que el pensamiento fue siempre anterior a la teoría, que no vino a ser otra cosa sino una "racionalización" del pensamiento presente y anterior.

Sé es esto o aquello. Nos salvaremos o nos hundiremos no por un teorema a fuerte sino por la flexible inteligencia aplicada a la complejidad de la situación. "A largo plazo", decía Keynes, "todos muertos". Pero hoy, a medio plazo, terminaremos beneficiados, sin duda, por la ausencia de un diktat que nos encierre, como antaño, en un herrumbroso campo de concentración.

 



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19 de noviembre de 2012
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El buen psicópata

Crece a la par la melancolía y la resiliencia. La bilis negra centrifuga el color de los días como un trapo mojado y los más variados tipos de desánimos se cruzan en la calle, validados por la naturaleza imperialista del dolor cuando invade un cuerpo o un lugar. Aún así, la felicidad es más sencilla de lo que parece, convencidos de que la satisfacción personal poco entiende de contabilidad. En el paisaje posthuelga, con la sonrisa del emoticono al revés, se extiende también la capacidad de sobreponerse a la adversidad. No hay vuelta atrás. Tolerancia con nosotros mismos para superar el duelo narcisista que obliga a rebajar expectativas, a cambiarlas, e incluso a barrer un puñado de sueños que parecían factibles. El mundo eructando sapos, el país descosido, y aún así, vivimos en la época menos violenta de la historia… En España -por debajo de la media europea en criminalidad- los delitos se han reducido en el primer semestre de 2012 casi un 2%, lo que confirma la tendencia descendente de los últimos seis años. Porque, como apunta el psicólogo “pop” Steven Pinker, a pesar del derrumbe económico, nunca había habido menos sacrificios humanos, torturas sádicas, represión, genocidios o abusos violentos. El mundo se ha humanizado, y no sólo por razones éticas sino estructurales, sostiene Pinker revolviendo las ideas de Kant, quien defendía el comercio como garantía de paz. No basta con el mito del buen salvaje para entender cómo hemos ido refinando instintos y mejorando la convivencia. Pero lo cierto es que son conmovedoras las cadenas de solidaridad que se establecen entre ciudadanos que, en lugar de lanzar piedras a las puertas de los bancos, actúan. Con todo, la sombra del desvarío amenaza una sociedad que tiene que desprogramar no sólo sus objetivos económicos, sino un modo de vida que parecía inamovible. Se alimenta así una mentalidad de guerrilla, en cierto modo depredadora. Diferentes estudios revelan que entre el 1% y 3% de la población mundial podría ser calificado de psicópata. Y parece que pueden aprenderse cosas de ellos. “La sabiduría del psicópata”, es la tesis de un investigador de Cambridge, Kevin Dutton, quien sostiene que existen al menos siete principios de la psicopatía que pueden ayudarnos a reaccionar más allá del lamento frente a los retos contemporáneos y al cambio de paradigma. Incluso a transformar nuestra perspectiva de víctima a la de vencedor, sin convertirnos en sujetos indeseables. Las siete llaves son “falta de piedad, encanto, concentración, fortaleza mental, valentía, atención y acción”. Sin duda, se trata de la moral del triunfador, de quien tiene un óptimo nivel de resistencia en la competición y es capaz de transgredir y de correr riesgos para que las cosas cambien. No sé si todos tenemos algún gen que nos incline hacia las psicopatías pero se trata de una hipótesis que me hace temblar. (La Vanguardia)

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19 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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strandbooks: A Tumblr devoted to digging through scans on…

strandbooks:

A Tumblr devoted to digging through scans on Google Books just to find the frames that capture the scanners? hand(s)? Yes, please. theartofgooglebooks:

Different hands in the same book.  From Thirty years of New York, 1882-1892: Being a History of Electrical Development in Manhattan and the Bronx (1913). Does not include metadata indicating library of origination or date of digitization (but does include Stanford library artifacts).



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18 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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La república pretoriana

La guerra modela a quienes la dirigen de forma muy similar en todas las épocas y regímenes. Hay muchas similitudes entre un general victorioso del imperio romano y otro de los imperios de nuestros días. Hay que tener una personalidad muy especial para manejar un poder directo que cambia fronteras, destruye naciones y ciudades y arrebata vidas, salud y haciendas a millares de personas por una mera orden ejecutiva. Y esta personalidad pretoriana suele proyectarse de forma similar en todas las situaciones y contextos.

Ni siquiera la democracia liberal y los Estados más evolucionados consiguen un perfecto sometimiento del poder militar al civil cuando hay generales victoriosos de por medio, envanecidos por sus victorias y vitoreados por los ciudadanos y, en nuestra época, por los medios de comunicación. Así es como se reproduce la tendencia que hemos visto proliferar en regímenes autoritarios a la creación de un mundo aparte, mimado por los presupuestos del Estado, lleno de prebendas y privilegios e intoxicado por una endogamia que se niega a someterse a las normas, al escrutinio y, en época de vacas flacas, a la dieta de adelgazamiento que afecta a todos. La república pretoriana, cuando se consolida como un mundo aparte, funciona con reglas distintas e incluso contrapuestas a las del resto de la sociedad: es socialista en sistemas liberales o liberal en sistemas socialistas. Lo vimos en la desaparecida Unión Soviética, en la que la única economía que funcionó con eficacia hasta el último día fue la militar. Lo hemos visto en Egipto, donde un 30 por ciento de la economía del país está en manos de los militares, que hasta la llegada de Morsi a la presidencia pugnaban todavía con los Hermanos Musulmanes por conservar el derecho a inmiscuirse e incluso vetar las decisiones políticas del Gobierno.

También funciona como un mundo aparte en Estados Unidos, tal como nos va revelando poco a poco el caso Petraeus, que ya es también el caso Allen, donde lo menos interesante no son los devaneos sexuales o sentimentales de los generales sino el tren de vida y los privilegios que gozan estos personajes, idolatrados por la sociedad, temidos y respetados por los políticos, adulados por los periodistas y dispuestos a imponer sus puntos de vista y sus decisiones al propio Gobierno y al presidente.

Lo que importa en todo este escándalo no es conocer el tráfico erótico por los catres castrenses sino lo que refleja el impresionante tren de vida y la parafernalia que rodea a estos militares, reflejo de un poder inmenso capaz de imponer sus criterios sobre los poderes civiles, Gobierno y Congreso, en las decisiones sobre la guerra. Poco se ha hablado de esta cuestión preocupante, pero el culebrón alrededor de Petraeus, el general mimado, algo obligará a cambiar en la relación entre militares y civiles en Estados Unidos después de dos guerras que han alimentado hasta límites excesivos el poder de los primeros.



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18 de noviembre de 2012

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El general y su biógrafa

Con el semblante contrito que hemos atestiguado en tantas figuras públicas en trances semejantes, el general David Petraeus, uno de los militares más respetados de Estados Unidos, responsable de las últimas operaciones en Afganistán, anuncia su renuncia como director de la CIA debido al "mal juicio" que lo llevó a entablar una relación extramarital con Paula Broadwell, su biógrafa. El anuncio se produce tres días después de la reelección de Obama y no sólo refrenda la hipocresía de una sociedad cuyas raíces puritanas conducen a la reiterada defenestración de sus políticos a causa de escándalos sexuales -la larga lista que va, en los últimos años, de Bill Clinton a Eliot Spitzer-, sino que vuelve a azuzar la polémica sobre los límites entre la vida privada y la vida pública, y la autoridad del gobierno para supervisar la intimidad de sus ciudadanos.

 

            Aunque los detalles del caso han sido revelados a cuentagotas, los primeros indicios apuntan a que la caída en desgracia del prócer se debió a la ácida batalla entre dos mujeres (ninguna de ellas su esposa): Paula Broadwell, una graduada de West Point, experta en terrorismo y autora de una muy elogiosa biografía del general, y Jill Kelley (de soltera Gilberte Khawam), socialité de Tampa y amiga tanto de los Petraeus como del general John Allen, su sucesor designado en Afganistán.

            Según la aún borrosa cronología del caso, a fines de 2006 el general Petraeus conoció a Broadwell en Harvard, donde ella cursaba una maestría; poco después ésta le solicitó convertirlo en el tema de su tesis. El general aceptó y la joven lo visitó en Afganistán seis veces a lo largo de dos años. No obstante, según "fuentes cercanas" a Petraeus, su relación sentimental no se inició hasta el otoño de 2011, cuando él ya había dejado el ejército y se había convertido en director de la CIA.

            Hasta aquí, el asunto sólo competería a los involucrados (o, en todo caso, serviría para discutir hasta dónde un biógrafo puede aproximarse a su "objeto de estudio"), pero en mayo de 2012 Jill Kelley, de cuyas célebres fiestas eran asiduos los Petraeus, alertó a un amigo suyo del FBI -la agencia rival de la CIA-, sobre una serie de emails anónimos que la acusaban de flirtear (o cosas peores) con el general. El agente, identificado luego como Frederick Humphries (y quien solía enviarle fotos sin camisa a Jill), alertó a sus jefes y los expertos del FBI no tardaron en concluir que los correos habían sido enviados por Broadwell en un aparente rapto de celos.

Una vez más, la historia podría haberse cerrado aquí, pero en sus pesquisas los agentes federales se toparon con un alud de correos sexuales de Petraeus a su biógrafa. ¿Hasta dónde tenían derecho a seguir su pista? Según ellos, no les quedaba otro remedio: al toparse con el nombre del jefe de la CIA, imaginaron que éste podría haber violado distintos protocolos de seguridad e incluso consideraron el peligro de que pudiese ser chantajeado por alguien al tanto de sus devaneos.

Aun así, el FBI llegó a la conclusión provisional de que no había delitos que perseguir. Pero Humphries no se conformó y recurrió al líder de la mayoría republicana en el Congreso, quien transmitió su inquietud a otras instancias ejecutivas -hasta que Petraeus quedó contra las cuerdas. En la guinda de lo que suena ya a chisme de vecindad, los investigadores también hallaron cientos de comunicaciones privadas (inconvenientes) entre el general Allen y Jill, provocando la suspensión de su nombramiento como jefe supremo de las fuerzas armadas de la OTAN.

No sería la primera vez que un escándalo sexual es usado por el FBI para acabar con la carrera de un político -una de las especialidades de J. Edgar Hoover-, pero llama la atención que el director de la CIA haya sido atrapado en una maniobra tan burda: según se ha revelado, para ocultar su lujuria usaba las mismas tácticas de un adolescente calenturiento.

Más allá del chismorreo, la caída de Petraeus exhibe la duplicidad que impera en la vida pública estadounidense: una nación que ordena a sus políticos una intimidad sin mácula y exhibe con fruición a quienes se apartan de la norma. Poco importa que Petraeus haya realizado un trabajo ampliamente valorado en Afganistán (o que Eliot Spitzer haya sido un fiscal implacable con los tiburones de Wall Street): sus faltas íntimas se persiguen con mayor energía que otros delitos públicos.

Por supuesto, el affaire Petraeus también despierta suspicacias sobre el comportamiento del FBI y otras agencias de espionaje: bucear en las cuentas de correo, aprovechándose de su carácter de retícula, convierte al ciudadano en un eterno sospechoso, incapaz de defenderse frente a la intrusión del poder en su esfera íntima. Si a la postre no se comprueba que el general Petraeus cometió algún delito, su paradójica caída sólo demostrará que ni siquiera el director de la mayor agencia de espionaje del planeta es inmune a las violaciones a la privacidad puestas en marcha por organismos como el suyo.

           

twitter: @jvolpi

 



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18 de noviembre de 2012
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El Boomeran(g)
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