Antonio Muñoz Molina Un grupo de intelectuales -entre los que se encuentra el admirado pero...
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Antonio Muñoz Molina Un grupo de intelectuales -entre los que se encuentra el admirado pero...
Hace ahora veinte años, y a petición expresa de Pilar Miró, entonces directora general de RTVE, Fernando Savater escribió esta comedia filosófica. Se trata de una pieza simpática, ocurrente y de gran propiedad, en el sentido de que los personajes históricos principales, fundamentalmente el propio Arthur Schopenhauer y la escultora Elisabet Ney, responden con bastante exactitud a los modelos originales. Y sin embargo, mientras se va leyendo es imposible no plantearse en paralelo algunas cuestiones relativas a la obra, pero en absoluto teatrales. Por ejemplo la evidencia de que en la televisión actual (en cualquiera de las cadenas existentes) no cabe un traspiés como este, quizá debido a la misma razón que ha aconsejado a esos dirigentes televisivos esclavos de los índices de audiencia suprimir radicalmente todos los programas culturales. Otra (dolorosa) constatación: ya que Pilar Miró fue la causa primera de este traspiés, y a la vista de la horripilante lista de escándalos de corrupción que desde hace años se amontonan unos encima de otros sin que ninguno de ellos lleve trazas de llegar a un final comprensible para el ciudadano, es imposible no recordar que ella fue literalmente crucificada, con intervención parlamentaria incluida, bajo una acusación de la que posteriormente fue judicialmente exonerada. Como dice el propio Schopenhauer en esta obra, "cualquier idiota se va tranquilo a casa cuando le dicen [...] que la historia avanza hacia la libertad y que pronto se resolverán los males de la sociedad". Y remata su afirmación diciendo: "Imbéciles".
La trama es muy sencilla: la escultora Elisabet Ney está terminando de esculpir su hoy famoso busto del anciano e irascible filósofo. Y como la obra está ya casi acabada, la artista permite moverse al modelo y hasta le da réplica a los exabruptos que suelta mientras se le calienta el ánimo y la va emprendiendo contra unos y otros. Sin ir más lejos, le trae a mal traer que durante más de treinta años nadie le haya hecho el menor caso mientras cubrían de medallas y honores a ese falsario llamado Hegel. Su amistad en cambio con Goethe... Y hablando de esto y aquello, a ellos dos, más a una inesperada visita que reciben cuando estaban a punto de dar por finalizada la sesión, les llega el momento de hacer mutis por el foro. Y se van dejando en el lector la sensación de que no han dicho todo lo que tenían que decir. Pero esa sensación de carencia tiene remedio.
En tanto que catedrático de filosofía, y por una evidente afinidad personal, Fernando Savater conoce muy bien a Schopenhauer y, como digo, puede hacerle hablar con toda propiedad. A este respecto, y aquellos no profesionales de la filosofía a quienes les intrigue la figura de aquel viejo gruñón tienen la posibilidad de ver al propio Fernando Savater hablar de Schopenhauer (http://www.youtube.com/watch?v=wEZOpsiy3xI). Y lo mismo cabe decir acerca de información, esta vez escrita, sobre la escultora, Elisabet Ney, una mujer insólita y de gran personalidad, como bien pudo comprobar su padre cuando, por negarle el permiso para matricularse en la Escuela de Bellas Artes, le montó ante su casa una huelga de hambre a la que no renunció hasta que se le concedió el dichoso permiso. El resto de su vida fue igual de voluntariosa y merece la pena seguirle la pista, por ejemplo en http://www.utexas.edu/gtw/ney.php
Aparte de las cuestiones estrictamente filosóficas que pone en boca de Schopenhauer, Fernando Savater explota muy bien las posibilidades cómicas que le ofrecen unos personajes que vivieron hace más de un siglo y medio y que hablan de cuestiones que continúan siendo perfectamente polémicas en la actualidad pero que también lo eran ya entonces, como los toros y la estética, unos gobiernos a los que compara con el comportamiento de los malos amantes, el papel de la monarquía, los sufrimientos de los pueblos y el derecho de éstos a levantarse contra los gobiernos corruptos y crueles...momento que el autor no desaprovecha para hacer que Schopenhauer cuente en primera persona cómo, al serle solicitado permiso para que unos soldados puedan disparar desde el balcón de su casa contra la multitud amotinada, el propio Schopenhauer le ofrece sus prismáticos al oficial al mando para que pueda apuntar mejor...
El traspié
Una tarde con Schopenhauer
Fernando Savater
Anagrama
Preliminar
Sabemos que el alcohol que estamos ingiriendo nos producirá muy probablemente una crisis hepática, y al no dejar de ingerirlo tenemos quizás el molesto sentimiento de que nosotros mismos estamos siendo la causa de nuestro (lamentable) estado futuro. Pero una vez inmersos en la resaca no tenemos la menor esperanza de poder influir sobre la situación que la provocó. Interna certeza de la imposibilidad de intervenir sobre el pasado, que, junto a la certeza de que todo lo que acontece tiene causa, da testimonio de nuestra profunda interiorización del principio de causalidad.
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En fin, nos relacionamos con esas cosas del entorno dotadas de propiedades, con el sentimiento bien anclado de que las mismas no dependen de nosotros, contrariamente a las representaciones que nos hacemos de ellas, las cuales obviamente no se darían sin nosotros, y que en el mejor de los casos nos ayudan a relativizar la barrera que nos separa de las primeras. Las cosas, en suma, tienen su ser y su devenir y seguirían teniéndolos, aun en el caso de que no estuviéramos nosotros como testigos. Principio este de la independencia de las cosas en relación al pensar de las cosas, que lleva el nombre de realismo. Principio muchas veces puesto en tela de juicio en la historia de la filosofía aunque ha de quedar claro que no se pone en cuestión la apariencia del principio, es decir la diferencia entre la reductibilidad de nuestras representaciones y la irreductibilidad, la resistencia a nuestra subjetividad, de lo que tiene los caracteres de lo físico.
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(1) La vinculación de ambos enunciados queda puesta de manifiesto en el siguiente: "Sean A y B dos entidades físicas no contiguas y sea p una propiedad de A. Entonces tal propiedad no puede ser alterada instantáneamente por una intervención en B" Así pues para que se de eventualmente una influencia como la señalada se necesita tiempo, de hecho el tiempo necesario para que el efecto se propague a través de la secuencia de entidades contiguas que se dan entre A y B y que garantizan la ausencia de vacío.
Existe una versión restringida de este principio de contigüidad-localidad que dice así : "Aunque hubiera manera de ejercer una influencia instantánea de B sobre A, esta influencia no podría ser utilizada para enviar una señal. O dicho de otro modo: no podemos comunicar nada a velocidad superior a la velocidad de la luz. La terca constancia de esta versión restringida del principio tendrá enorme importancia a la hora de ponderar la verdadera trascendencia ontológica de ciertos experimentos de la física contemporánea. Doy desde ahora un avance:
Una acción instantánea entre dos entidades no contiguas supone un "intervalo" menor que el intervalo, digamos I, de tiempo que la luz tardaría en superar la distancia entre ambas. Ahora bien, en relación a esa distancia el menor intervalo temporal es I. Por consiguiente, tal acción a distancia trasciende el tiempo. Si las acciones instantáneas de las que parecen dar testimonio ciertos experimentos físicos permitieran enviar señales, ello supondría la posibilidad de transmisión de información fuera del tiempo.
(2) Es casi obvio que el determinismo es difícilmente incompatible con el concepto de emergencia que nos ocupará en una reflexión ulterior.
El Musée de la Poste de París expone, hasta el 30 de marzo, 70 obras de 13 artistas urbanos de prestigio internacional. La exposición se titula Más allá del arte urbano pero, en realidad es un más acá puesto que los han encerrado en un local cuando lo suyo debía ser ontológicamente un lugar sin determinaciones.
Artistas urbanos y mucho más que artistas del campo, pero el arte que ahora practican muchos de estos pintores ciudadanos sobre las grandes urbes posee la particularidad de que no solo se capturan artificialmente para mostrarlos después en salas bajo techo, sino que al ser street art o arte de la calle su encantamiento desaparece radicalmente con el acantonamiento.
Obra de callejeros y de marginales, de fumatas o de rebeldes sin causa, estos grafiteros existen desde los años sesenta, aunque solo en las dos últimas décadas han penetrado desde las fachadas a los paneles de algunos museos. Solo en París los grafiteros han pasado ya por la sala Cartier y por el Grand Palais, lo que no es solo una casualidad sino más bien una sorna. Aquello contra lo que luchaba y sigue luchando la policía y los servicios de limpieza de los municipios millonarios ha logrado la categoría de arte con valor inestimable. Porque, ¿cuánto valdrá hoy una obra de Corbread que pintaba hace más de medio siglo en los vagones del metro neoyorquino? O ¿qué precio obtendría en Christie's las creaciones de Banksy, Obey o Space Invader? Acaso mil millones o acaso, también, ni un céntimo. El valor sustantivo de estas obras es que no se pueden vender a menos que unas veces se derribe un edificio u otras un puente. Es por tanto tan sólo lúdico o simbólico. Son, lo que se llamaría, impagables. Aunque, como era de esperar, ya hay algunas galerías, como WallWorks, Itinerance o Ligne 13 en París que han introducido soportes más o menos convencionales para no desaprovechar los réditos.
Pero, ¿serían entonces estos productos comerciales sucedáneos enlatados? La Tate Modern expuso los grafitis en su fachada y así se ha hecho en Filadelfia o Copenhague, entre otros lugares. Sin el soporte de la ciudad no hay arte urbano. Y ya sin arte urbano toda gran ciudad pierde modernidad. Lo marginal ha prestado valor a lo central, lo excluido a lo integrado y, al fin, los recursos más pobres han enriquecido al arte de mayor integridad. Un grafitero si es tal no cobra. Es famoso porque lo contempla todo el mundo con una u otra emoción, es famoso porque se agrega a los monumentos, se plasma en el trayecto cotidiano, compone la pared del vecino que se proyecta día y noche sobre nuestras ventanas. Es famoso porque no es famoso o no se sabe dónde está. No se sabe donde está el autor ni de la fama se sabe adónde va.
En París, es ahora corriente ver constantes motivos de arte urbano, sea en las señales de tráfico, en los buzones, en los pasos de peatones. Tanto en las esquinas como en las bajantes, en las fachadas o en las columnatas. El grafiti empezó siendo una forma bárbara de ensuciar lo venerable y ahora lo que fuera suciedad se expone en el Grand Palais al modo de joyas. Pronto el Thyssen, que ahora alberga una exposición de Cartier, instalará a su lado una batería de street art. El lujo se aparta radicalmente de la miseria pero ambos se juntan en su incalculable valor moral o material. ¿Y qué otra cosa podría ser más significativa de esta época? Cuando el dinero se ha concentrado como una bomba atómica en manos de unos pocos, los muchos componen la bomba humana de acaso mayor explosión. Al borde de la desesperación y el estallido social, el arte de los marginados se reconduce a las salas con medidas de seguridad.
¿Haremos también del hambre un show brillante? Claro que sí. África fue un escenario inmejorable para las vanguardias de hace un siglo que supieron sacar inspiración de sus vidas primitivas. Ahora regresa un fenómeno semejante. El grafitero es un artista rico reducido a cero. Pero puede ser la nueva inspiración. Una inspiración que se recrea no de la abundancia que es ya excremento del sistema sino del impulso desahuciado. Un impulso que trata de decir lo que la afonía del arte actual no puede. Haciendo ver, en los márgenes, el relevo de las metrópolis tradicionales, se trate de su poder económico, político o cultural. Con una importante particularidad y es que ese mundo en ciernes no reproducirá el poder del poder, la política de esta política ni la condición de ningún sistema maestro. Creíamos que la libertad se había secado y, sin embargo, ahora fluye desde las canaletas de los desagües, por los túneles del ferrocarril, por los ojos húmedos de un puente. Se desliza por las fachadas para volver del revés el edificio más educado puesto que la posible educación del futuro será igual a la liberadora creación y educación sin canon.
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Soy poseedor, como todos ustedes, de una variada gama de electrodomésticos de las marcas más reconocidas, y mi satisfacción global con ellos es grande; tanto, que la mayoría ha crecido a mi lado, alcanzando una edad apenas un poco menos longeva que la mía. De hecho, el microondas, al que me siento enormemente apegado, y el ordenador de consola, constituyen, cada uno a su modo, vestigios de una era electrónica pre-moderna. ¿Se le puede tener cariño a un lavaplatos, a un fax, a una maquinilla de afeitar, a un tocadiscos? Se le puede. Yo soy la prueba.
Imaginarán, por tanto, el estupor, la congoja, la ira y el desencanto que se apoderaron de mí al saber que las empresas Philips, LG, Panasonic, Toshiba y Samsung habían sido declaradas culpables de un grave delito de fraude comercial junto a otra, Technicolor, de la que no creo tener ningún producto en mi parque doméstico de aparatos. La operación fraudulenta, como lo contaba una noticia fechada en Bruselas hace pocas semanas, consistía en "amañar el negocio de los tubos catódicos", componente técnico que, sin estar seguro de lo que es en puridad, debo de tener empotrado, de nuevo como todos ustedes, en la entraña del televisor. Los altos ejecutivos de esas firmas, conchabados en la conspiración, se reunían periódicamente en hoteles de lujo asiático y allí pactaban los precios del tubo en cuestión, su reducida producción, para encarecerlo de modo abusivo, y el reparto de cuotas y mercados, que ha durado por lo visto diez años. Delatadas dichas prácticas por un ‘arrepentido', la Comisión Europea les ha impuesto conjuntamente la mayor multa de la historia comunitaria, 1.470 millones de euros. Mucho dinero, diría yo, para la mayoría de nosotros. ¿Y para ellos?
Pasado el momento de la consternación inicial, de la melancolía doméstica, de la cólera retrospectiva, algo mucho peor que el ‘caso criminal de los tubos catódicos' cobra relieve, sobre todo si lo relacionamos con otros delitos de envergadura conocidos por las mismas fechas. A saber: la Unión de Bancos de Suiza (UBS), pagará 1.250 millones de euros por manipular los tipos de interés del mercado interbancario, algo en lo que sigue al Barclays británico, entidad que tuvo que abonar en junio de 2012 el equivalente a 360 millones y por las mismas causas, mientras que nuestra Comisión Nacional de la Competencia (CNC) ha castigado con una multa de 119 millones a tres de las grandes operadoras telefónicas, Movistar (que habrá de pagar 44,49 millones), Vodafone (43,52 millones) y Orange (29,95 millones), por cargar precios excesivos al servicio mayorista que prestan, a los operadores móviles que no disponen de red propia, en el envío y recepción de mensajes de texto (SMS). Muchas siglas, mucho dinero, mucha multa. Muchísimo sinvergüenza.
Se trata, sin embargo, de prácticas corrientes, casi podríamos decir que acreditadas y previstas en el funcionamiento del mundo mercantil. Un mundo en el que los consumidores, los usuarios de una pantalla de plasma o un frigorífico, los clientes de un banco, los ilusos que nos comunicamos tecleando en el móvil lo que los franceses, en simpática ‘espagnolade', llaman "textòs", estamos como víctimas propiciatorias en el centro de una red tensada, por un lado, por los empresarios entregados al logro de la estafa, sabedores de que en el extremo opuesto de la red está la autoridad, en estos casos disfrazada del Tío Paco de la rebaja, o de magnánima diosa de la multa. Y se extiende así entre nosotros la conciencia de que el delito forma parte del curso de las cosas, instaurándose el principio tácito de que engañar, abusar, estafar, amañar, y robar con guante blanco son modalidades inherentes al tejido de nuestra trama vital. Todo el mundo lo hace, o lo haría, es el corolario de ese principio, imperfecto sólo por una razón: a alguno de los delincuentes se le pilla. De hecho, el fundamento de tal sistema es el juego de azar, sujeto a las caprichosas vueltas de la bola de la culpa en la ruleta de la justicia. ¿Y si toca?
Si toca, llega la super-estructura del organigrama: la multa. La multa como panacea, como redención, como respiradero del fétido submundo del robo sistemático, es decir, sistémico. Y con ello, la gran sospecha en aumento: ¿Depende la continuidad del tinglado del equilibrio entre esas dos deidades protectoras que Santayana, con ácida ironía, veía como los amigos sobrios que sostienen la borrachera del error humano, manteniéndolo en límites aceptables? Para el filósofo angloamericano nacido en Madrid las dos deidades eran el Castigo y el Acuerdo.
La multa y el pacto, en términos políticos actuales. Y de ese modo, la financiación ilegal de un partido, con su cuantiosa propina embolsada por el intermediario, el comisionismo de los alcaldes y los concejales, el uso de dinero público para gastos privados, el desvío de lo sustraído a cuentas en Suiza o paraísos de latitudes más cálidas, son patas del sistema, patas de lobo con pezuña negra blanqueada, que en público conviene denostar y sin las que, pueden decir los cínicos, el ‘status quo' no se mantendría estable.
Encima de las patas está el cuerpo social, más y más separado en función de su debilidad y su musculatura. El prevaricador, el defraudador, el estafador, si es detectado por la ley, saca pecho y paga. Rara vez paga su culpa; paga la calderilla de una pena pecuniaria para la que lleva años acumulando reservas. Ningún banquero corrupto o inepto en la cárcel, pese al daño sin reparación causado a millones de ciudadanos; ningún político indigno y vil, de cualquier sigla, en la cárcel, pues si acaso llegara a entrar, no tardará el indulto de sus conmilitones o de sus colegas de otra ideología, convertidos por ‘compañerismo' en cómplices de la inmoralidad; ninguna empresa multinacional suspendida en sus actividades por el lucro indebido. Y, por el contrario, el pequeño delincuente, el insolvente, el que le adeuda al banco una suma que no tiene, por no tener trabajo, o el que le debe al gobierno de su ciudad un tributo que el gobernante no deja de acrecentar, ah, ése habrá de responder con todo lo que tenga, y con lo que no tenga, y será desposeído, humillado y encausado con una celeridad pasmosa que los poderosos de la balanza dilatan años y años con las mañas de sus caros asesores legales.
Decía La Rochefoucauld que "Somos muchos más duros con los que nos traicionan en pequeñas cosas que con los que cometen grandes traiciones a los demás". Vivimos un momento de grandes traidores, no todos criminales, aunque los traidores a su cometido representativo, a su función rectora, son igual de dañinos. Cada día resulta más difícil confiar en los ‘aparatos'; los de la política según está establecida, los de la empresa, ávida, por encima de todo, de ganancia en la cúpula, los de los organismos supranacionales, tan a menudo aquejados de parálisis. Mientras, en Grecia, que fue la cuna de la civilidad, asaltan estos días las sedes de los partidos, las oficinas de los periódicos y a ciertos gobernantes significados con bombas incendiarias y cócteles Molotov hechos en la cocina. No es una buena noticia. En realidad, ni siquiera es noticia. Se esperaba. ¿Desesperaremos?
Hemos aprendido a soportar la división entre el ser y el parecer, a resignarnos ante las nuevas formas en que repta la soledad, incluso hemos acabado aguantando a esos diosecillos encumbrados por las audiencias. Pero no hay hígado capaz de metabolizar la larga lista de sinvergüenzas con cargo que han abierto la mano para quedarse con aquello que no les correspondía. Recibo un correo que solicita su difusión. Se titula “la denuncia silenciosa” e incluye un listado donde figuran 127 políticos españoles imputados por prevaricación, falsedad documental, corrupción urbanística, malversación, blanqueo o tráfico de influencias. Algunos nombres son populares, como los de Camps o Matas, y otros menos; eso sí, proceden de toda la geografía española de Alcobendas a Salou y de Pontevedra a Murcia. El goteo diario en los medios nos hace incapaces de digerir tantos sobresueldos y cuentas en Suiza, al tiempo que asistimos al desplume de nuestros honrados vecinos con “preferentes” y otras intoxicaciones bancarias. La generalizada corrupción se ve ahora redondeada por esa cutre teneduría de libros que ha publicado El País, encendiendo la mecha social por la jerarquía de los implicados. Porque mientras todo eso ocurría en el vértice de la pirámide del poder, el ciudadano de a pie aprendía a rebajarse el precio, moderar posiciones y ambiciones, y considerar aquello que tan admirablemente sostenía Camus: jugar es un riesgo. Me lo recuerda Gemma Cuervo con su catalán de Reus en el coche que avanza de madrugada por el norte de Madrid. Volvemos del estreno de El malentendido, protagonizada por su hija Cayetana Guillén Cuervo y Julieta Serrano. Volvemos de un deseo hecho realidad. “Papá, quiero hacerte un homenaje, ¿qué te gustaría que te dedicara?”, preguntó la hija al padre muy enfermo. “Revisa El malentendido de Camus, es oportuno recuperar su valor crítico”, le respondió. Y lo hizo: conseguir los derechos, entrar en el papel que interpretó su madre cuando la llevaba en el vientre, salir del ensayo para ir al hospital, traspasar, y de qué manera, la cuarta pared sacudiendo el dolor del personaje a cuchillazos. El gran actor no llegó al estreno por catorce días. Pero en el Valle-Inclán se pudo respirar el eco de su antiguo sueño. El estreno coincide con el centenario de Albert Camus, el intelectual comprometido con su tiempo y dotado de una capacidad extraordinaria para bajar hasta las profundidades del ser humano sin poesía ni moralinas. El que en su discurso al recibir el Nobel dejó bien claro que su propósito no era rehacer el mundo sino impedir que el mundo se deshiciera. El que alertaba de que los poderes mediocres, herederos de una historia corrompida, podían destruirlo todo. Camus es un mito sí, pero capaz aún de recordarnos que no podemos seguir soportando todo este gran malentendido. (La Vanguardia)