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Desenterrar el pasado, enterrar el futuro: un clásico de David Remnick

Un libro indispensable. La tumba de Lenin, de David Remnick. El director de The New Yorker lo publicó originalmente en 1984, finalmente lo publicó en castellano Debate el año pasado, dura 863 páginas pero se hace corto. Esta es una versión abreviada de mi comentario, publicado en Cultura/s de La Vanguardia.

 

 El 19 de agosto de 1991, el coronel Alexander Tretetsky, de la fiscalía militar soviética, dirigía la excavación de huesos de militares polacos que habían sido asesinados en Katyn en 1940 por órdenes de Stalin, cuando le llegaron órdenes de la KGB de detener sus actividades.

Tretetsky decidió desobedecer. La orden era ilegal, como era ilegítimo el golpe de estado contra Mijail Gorbachov que ese día empezaron a ejecutar, con increíble torpeza, defensores del sistema soviético que la historia estaba barriendo. Los golpistas fracasaron, Gorbachov fue reinstalado, y poco después Boris Yeltsin abolió el sistema y declaró ilegal el Partido Comunista.

El periodista David Remnick, actual director de la revista New Yorker y corresponsal en Moscú del Washington Post de 1986 a 1991, comienza a contar su monumental relato de la caída del comunismo y la transformación del mundo con Tretetsky, un personaje menor pero que representa la importancia de desenterrar y confrontar el pasado para construir un futuro distinto.

A partir de allí, La tumba de Lenin se abre en cien direcciones. El libro tiene aliento tolstoiano y un puñado de personajes memorables, como la trágica y amable ‘conciencia moral’ de la nación, Andrei Sajarov, el profeta furibundo Alexander Solzhenitzyn, el duro alfil del partido convertido en constructor del cambio Nikolai Yakovlev, y sobre todo el destructor del régimen, el fascinante y contradictorio Mijail Gorbachov.

Como en una extensa novela histórica, estos personajes gigantescos son presentados como personajes de tragedia griega. La crónica del funeral de Sajarov, por ejemplo, es un momento memorable donde el periodismo combina el detalle con el mito para volverse gran literatura.

Pero lo que hace apasionante la lectura hoy de este libro, publicado originalmente en 1984 como historia del presente contada por un periodista excepcional, es su capacidad para entrelazar los grandes relatos de la Historia y las grandes teorías sociales y políticas con la historia pequeña, las desventuras, luchas y frustraciones de centenares de hombres y mujeres que vivieron uno de los experimentos sociales más profundos y ambiciosos que jamás se realizaron.

David Remnick, quien ganó con este libro el Premio Pulitzer e inició la carrera que lo llevaría a ser hoy el personaje más relevante del periodismo literario de su generación, comenzó su carrera como periodista de deportes y luego, como corresponsal del Washington Post, marchó a Moscú con su flamante esposa, que le haría la competencia para el New York Times.

Tras La tumba de Lenin publicó una colección de crónicas de la nueva Rusia (Resurrection) y dos colecciones de reportajes. Su perfil de Mohammed Alí, Rey del mundo, es un clásico del periodismo deportivo.

Hace dos décadas asumió la dirección de la revista New Yorker y la mantiene como el referente máximo de literatura de hechos reales en Estados Unidos. Cada tanto alegra a sus admiradores con historias de jazz, de béisbol o de la nueva y deprimente Rusia.

Para esta nueva edición de La tumba de Lenin, Remnick denuncia el retroceso de la democracia y la vuelta del autoritarismo con Vladimir Putin y su camarilla, pero confía, pese a la evidencia en contrario, en que algún día Rusia se transforme en “un país con problemas en vez de catástrofes, en un lugar que se desarrolla en vez de estallar”.

Si eso llega a pasar, este relato ya clásico de la caída del imperio seguirá siendo al menos tan valioso como el trabajo modesto del coronel Alexander Tretetsky desenterrando hueso a hueso los crímenes ocultos del estalinismo.

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5 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Scott Fitzgerald: de la promesa al desencanto

En el obituario de F. Scott Fitzgerald (1896-1940) publicado por el New York Times se puede leer que "la promesa de su brillante carrera jamás se cumplió". Pocas frases más equivocadas que ésta: Fitzgerald se convirtió en un clásico en vida con la publicación de El gran Gatsby (1925) y nunca perdió su relevancia; es cierto que los excesos que llegaron con el éxito repentino, el alcoholismo, los problemas de salud y una tempestuosa relación de pareja con Zelda hicieron que, muy pronto, en sus últimos años, Fitzgerald fuera visto como un escritor que había desperdiciado su talento. Digamos que él también se veía así, pero eso no quita nada del hecho de que con su obra temprana había cumplido con creces. Lo irónico de todo esto, sin embargo, es que buena parte de esa obra es una lúcida reflexión sobre el fracaso, sobre la corrupción de los ideales. Esta reflexión aparece incluso en los mejores momentos, cuando el joven Fitzgerald estaba en la cumbre: como si hubiera algo en el fracaso que lo sedujera. 

Fitzgerald es el cronista fundamental de la década del veinte en los Estados Unidos, cuando el fin de la primera guerra mundial produjo un boom económico y cierta liberación de los códigos morales de conducta. La "década del jazz" es la de "una generación de mujeres que se veían dramáticamente como flappers, una generación que corrompió a sus mayores y eventualmente se excedió menos por una falta de moral que por una de gusto", escribió Fitzgerald en El crack-up; pero este autor también sabía, porque lo había vivido en carne propia, que el dinero fácil y el triunfo inmediato ablandaban al más duro (en 1919, Fitzgerald ganó 800 dólares con la escritura y cobró 30 dólares por cuento; un año después, su ganancia era de 18000 dólares anuales y sus cuentos valían 1000).

Hemingway se burlaba de la fascinación de Fitzgerald por los ricos, más allá de que esa fascinación tuviera una enseñanza amarga: casi todos, en el fondo, querían vivir como ellos, sin darse cuenta que eso significaba hipotecar promesas de juventud y dar paso al cinismo. Fitzgerald disfrutaba de la frivolidad del mundo que narraba, pero ese disfrute no le impedía ver que había un precio a pagar. "Para muchos revelarse es desdeñable", decía Fitzgerald, "a menos que esa revelación termine con un noble agradecimiento a los dioses por tener un Espíritu Inconquistable". En su obra, el espíritu es fácilmente conquistable, se deja vencer por las tentaciones del dinero, el amor, el frágil prestigio. Tanto en El gran Gatsby como en sus cuentos y crónicas, el lirismo de la prosa se conjuga con una mirada desencantada: el romanticismo y la promesa de la juventud han pasado rápido, y cuando se levanta la bruma queda la quieta desesperación -a veces no tan quieta-- de lidiar con los restos del autoengaño.

En Cartas a mi hija (Alpha Decay, 20130, Fitzgerald se mostraba como un padre cariñoso pero también duro, insistente en su credo puritano: "En la vida, sólo creo en las recompensas por la virtud y en los castigos por no cumplir con tus obligaciones, que sin duda se pagan caros"; "no te preocupes por el fracaso a menos que sea por tu culpa". En los últimos años de su vida Fitzgerald desaprovechó sus talentos, pero, a la vez, esa "virtud" lo llevó a escribir páginas memorables y a imaginar personajes como Jay Gatsby, que no pasan de moda porque sus lecciones siempre sirven: para entender los excesos de la era del internet y el pasado fin de siglo, estaba la parábola del millonario de West Egg, y hoy, para alumbrarnos un poco en estos tiempos de resaca de la crisis, está nuevamente la obra de Fitzgerald, que sabía intuitivamente que pocas fiestas acaban bien. "Mi pasada felicidad, o talento para el autoengaño o lo que a ustedes se les ocurra, fue una excepción", escribió en El crack-up; "no fue lo natural sino lo antinatural, tan antinatural como el Boom; y mi experiencia reciente tiene un paralelo como la ola de desesperanza que recorrió la nación cuando terminó el Boom". Han vuelto los tiempos normales, aquellos en los que no reina la felicidad, y con ellos ha vuelto con fuerza, pese a que nunca se fue, F. Scott Fitzgerald.    

 

(La Tercera, 4 de mayo 2013)

 

 

 



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4 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Como Bush, pero al revés

Un presidente mediocre puede dejar una poderosa huella y condicionar el futuro de su país tanto o más que otros presidentes más brillantes. Este es el caso de Bush, como ha podido comprobar su sucesor, Barack Obama. A la dificultad de terminar las guerras que dejó abiertas en Irak y Afganistán se añade la maraña legal que le sirvió para lanzar su guerra global contra el terror: Obama todavía no ha conseguido desenredarla, como se está demostrando con el campo de detención de Guantánamo, donde tiene a un centenar de presos en huelga de hambre que le han obligado a resucitar la promesa de clausurarlo.

Más que las guerras libradas y los cambios legales, en el legado presidencial pesan las ideas que amoldan la época. Estados Unidos, gracias a Bush y a pesar de Obama, sigue en guerra contra el terror, una guerra indefinida que sigue autorizando al comandante en jefe a realizar acciones fuera de la legalidad internacional, o incluso nacional, como asesinar a distancia a conciudadanos sospechosos de terrorismo.

La sombra del expresidente se proyecta sobre su sucesor incluso cuando este último va en dirección contraria, como sucede con la crisis de Siria en comparación con la guerra de Irak. Se parte de un mismo principio: que el uso de armas químicas por parte del régimen podría justificar una intervención militar de EE UU. Pero si Bush declaraba innecesaria una pistola humeante para tener la evidencia del crimen, el actual presidente exige la plena seguridad de que se ha utilizado este tipo de armas e incluso quiere conocer exactamente quién las ha utilizado, no fuera caso que la culpa sea de la resistencia y el bombazo se lo llevara el régimen.

Todo lo que eran facilidades para ir a la guerra en uno son dificultades en el otro. Bush no tuvo paciencia para esperar los resultados completos de las investigaciones de los inspectores de Naciones Unidas. Le bastaron las pruebas falsas fabricadas por la CIA y organizó una coalición de voluntarios en la que le acompañaron Blair y Aznar, sin necesidad de la aprobación del Consejo de Seguridad. Obama atenderá a las inspecciones de Naciones Unidas, quiere que la comunidad internacional comparta la certeza que proporciona la pistola humeante y que la decisión que se deduzca sea multilateral, es decir, con cobertura legal internacional.

Obama no quiere meter a su país por tercera vez en una guerra en esta zona explosiva tras las pésimas experiencias de Irak y Afganistán. La aventura de la guerra requiere un intenso apetito que EE UU ha perdido del todo después de sacrificar tantas vidas y dinero en dos guerras de resultados discutibles. De ahí que prefiera dejar su compromiso en el suministro de armas a la oposición más prooccidental contra el régimen sirio.

Uno buscó excusas para hacer la guerra, mientras que el otro busca excusas para no hacerla. Como Bush, pero al revés.



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4 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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STAMM EN LA FILBO.- Peter Stamm, uno de los mejores escritores…

STAMM EN LA FILBO.- Peter Stamm, uno de los mejores escritores contemporáneos, paseó por la FILBO y estuvo en el stand de Penta (que distribuye Acantilado). Dijo: ?Internet y las tecnologías emergentes son los medios perfectos para compartir la literatura y llegar hasta donde no hay librerías. Estos elementos no son una amenaza para el futuro de la novela y la literatura, al revés. No creo que cambien la necesidad histórica del ser humano de escuchar historias, lo que hoy serían novelas, con lo cual la lectura estaría garantizada y diversificada?.



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3 de mayo de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Bang Almazán Bang

Alejandro Almazán, uno de los autores ¡Bang!, presenta nuevo libro en México. Se trata de un conjunto de crónicas publicadas bajo el titulo de "Chicas Kalashnikov". Una muestra del trabajo de uno de los principales cronistas de la Generación ¡Bang!

Almazán nació en Ciudad de México en 1971. Estudió Ciencias Políticas y Sociales en la UNAM. Ha sido miembro fundador de Macrópolis, CNI-Canal 40, Milenio Semanal, Milenio Diario, Larevista y Emeequis. Además, ha trabajado para los diarios Reforma y El Universal. Actualmente colabora la revista Gatopardo, en el Grupo Milenio. Ha ganado tres veces el Premio Nacional de Periodismo en la categoría de crónica. Ha ganado, también, el Premio Nacional Rostros de la Discriminación, el premio que otorga la Sociedad Interamericana de Prensa y el Fernando Benítez. 

Es autor de La victoria que no fue (2006), Gumaro de Dios, el caníbal (2007), Placa 36 (2009), la novela Entre perros 2009), Palestina, historias que Dios nunca hubiera escrito (2011) y la novela El más buscado (2012). Sus textos sobre narcotráfico han sido publicados en antologías recientes de España, México y Venezuela.

En la entrevista que le hice para Generación ¡Bang! le dije que entre sus varios libros hay dos novelas ("Entre perros", sobre un sicario, y "El más buscado", con la vida de un capo narco), y me interesaba saber cómo hacía el cruce entre realidad y ficción en su trabajo periodístico.

Esta fue su respuesta: 

-Como una vez se lo leí a Martín Caparrós: Sé que es periodismo porque se publica en periódico y sé que es ficción porque se publica una novela. Es decir, como Caparrós, no cambio mi chip de escritura, pero al teclear tengo claro cuál de los dos pactos con el lector estoy utilizando: el del periodismo, donde tecleo lo que me consta, lo que vi, lo que no puedo torcer; y el de la ficción, donde tecleo lo que se me ocurre, lo que quiero transformar. Quizá lo más difícil del paso a la ficción fue que debía mentir, siendo que mi oficio trabaja con la verdad. Entonces sentí un gran alivio al pensar que la ficción había sido creada para los que, en el mundo real, no sabíamos mentir. En la ficción, también, he encontrado un refugio para contar lo que en el periodismo no se puede. Hoy, que están matando a mucho periodista en este país, mucha de la información se desecha. Ya sea por miedo, porque no está confirmada o porque sí lo está. Porque entiendes que las autoridades con partícipes y estás más vulnerable. O simplemente porque entiendes que, aún cuando se publique, no pasará absolutamente nada y tú sólo, en el mejor de los casos, vas a engrosar la lista de sentenciados.

 

 

 

@menesesportatil 



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3 de mayo de 2013
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II. Los eternos colorados

A partir de 1865 se declaró la Guerra de la Triple Alianza, o Guerra Grande, librada contra Brasil, Uruguay y Argentina, y que duró hasta 1870, en el curso de la cual murieron un millón de paraguayos, entre ellos el propio mariscal presidente, y sólo sobrevivieron niños, mujeres y ancianos, y un puñado de hombres. El país quedó en manos del imperio brasileño, y bajo la sombra de esta ocupación nació en 1887 el partido Colorado, fundado por el obediente presidente Bernardino Caballero. Los colorados gobernaron durante 60 años, y fue el partido único desde la llegada al poder del dictador Alfredo Stroesnner en 1947, hasta que éste fue derrocado en 1989 por su consuegro el general Alfredo Rodríguez, otro colorado.
A comienzos del siglo veinte, 79 personas poseían la mitad de la tierra, mientras campeaban la marginalidad, el atraso y el analfabetismo, que cubría al 80 por ciento de la población. Esta situación ha cambiado poco hasta ahora, como ha cambiado poco el imperio de la corrupción, que va del enriquecimiento ilícito de los gobernantes a la compra de votos, sobre todo a los indígenas más pobres de la población guaraní. Y cambiarla fue la bandera con que el antiguo obispo Fernando Lugo llegó al gobierno en 2008, el primer presidente que desde la independencia recibiera la banda presidencial como candidato de la oposición, derrotando al sempiterno partido Colorado, hasta que fue depuesto en 2011 por un golpe técnico.

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3 de mayo de 2013
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