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Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Caribe de Jean Rhys

Segundo post para la sección "La vuelta al mundo literaria" del blog Papeles perdidos, en El País: 

            Pocas precuelas hay más atrevidas que Ancho mar de los Sargazos (1966), la novela de Jean Rhys, escritora nacida en la colonia inglesa de Dominica en 1890 y fallecida en 1979. Rhys se atrevió a meterse con Jane Eyre (1847), la reverenciada novela de Charlotte Brontë. Al imaginar la historia de Antoinette Cosway, la "loca del ático", al dotarla de personalidad, Ancho mar de los sargazos le da una respuesta post-colonial a una literatura inglesa que, a lo largo del siglo XIX, tuvo a las colonias del imperio como uno de sus puntos ciegos.

            La novela está ambientada en su primera parte en una Jamaica en la que los negros esclavos acaban de obtener su libertad. Es una sociedad pigmentocrática, de colonos ingleses, negros, y criollos como la madre de Antoinette, una viuda joven rechazada por las señoras jamaiquinas porque proviene de la Martinica. Los negros también se burlan de ella: la pobreza los acecha, y la finca en la que viven en Coulibri muestra señales de deterioro: "Nuestro jardín era amplio y hermoso como el Jardín de la Biblia: allí crecía el árbol de la vida. Pero se había transformado en un lugar salvaje. La hierba borraba los senderos y el olor de las flores muertas se mezclaba con el fresco olor de la vida... La finca de Coulibri, en su totalidad, se había asalvajado al igual que el jardín, toda ella era salvaje floresta. Ya no había esclavos, ¿quién iba a trabajar? Esto no me entristecía. No recordaba el lugar en sus días de prosperidad".

            Ancho mar de los Sargazos es la historia de un descenso en la locura en pleno Paraíso, en un Caribe tan hostil como encantado, en el que la lluvia es música, el agua de los ríos es verde y la puesta del sol es un incendio en "el cielo y el distante mar". La madre de Antoinette perderá la razón, y Antoinette, casada con un inglés en un matrimonio apresurado, la irá también perdiendo inexorablemente. Esa locura no sólo es hereditaria, sino también está relacionada con el pecado histórico de la esclavitud. Los colonos ingleses tardan en darse cuenta que esas islas de las Antillas no les pertenecen culturalmente; pertenecen a gente como Christophine, la nana de Antoinette, que canta canciones en patois de música alegre y palabras tristes, domina las artes de la magia negra (la versión local se llama obeah) y sabe de zombies, "personas muertas que parecen estar vivas o personas vivas que están muertas".

           No hay más esclavitud. Pero cuesta liberarse plenamente. En Ancho mar de los Sargazos, los negros se aplican a la venganza, unos cuantos colonos ingleses todavía tratan de seguir haciendo fortuna, y, en medio del fuego cruzado, están los criollos, esos "blancos negros" o "negros blancos" rechazados por todos que deambularán como fantasmas hasta asumir su identidad dividida. Aunque eso les cueste la vida.

 

(El País, 31 de julio 2013)

 



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2 de agosto de 2013
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III. Imprima su casa

Una impresora tridimensional que produce objetos de hasta 28 por 15 por 16 centímetros en toda la gama de colores, simples o mezclados, usando plástico biodegradable, cuesta hoy unos 2 mil dólares, y las hay, para objetos de mayor tamaño, que llegan a costar 10 mil; pero ya se sabe que estos precios tienden a bajar en la medida en que el uso se generaliza.
Las impresoras en tercera dimensión están en su infancia, pero además fabrican ya prótesis médicas, piezas dentales, y brazos, pies, manos, piernas, con la ventaja de que son hechas de acuerdo a las necesidades exactas de cada paciente. Y también piezas de maquinaria industrial, de automóviles, de aviones, o de barcos, como lo está haciendo ya la Marina de Estados Unidos, desde luego que existen plásticos tanto o más resistentes que los metales.
La impresión en tercera dimensión va a revolucionar no sólo la industria con la fabricación de matrices y prototipos, sino también la arquitectura y la construcción. En Holanda, la compañía de arquitectura DUS dispone de la impresora KamerMaker, la más grande del mundo, que utilizará un bioplástico obtenido del maíz, y fibras de madera, para imprimir las paredes, techos y demás componentes y muebles de edificios. El primero de ellos se alzará junto a uno de los canales de Ámsterdam, una vez ensamblado.

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2 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Pastoral iraquí

La guerra es una experiencia universal (en el sentido de que afecta a todos los órdenes de la existencia sin excepción) y extrema hasta el punto de haber quedado impresa indeleblemente en la memoria del ser humano como especie. Se puede hablar de ella sin haberla vivido, como lo demostró aquel autor norteamericano que alcanzó un éxito extraordinario con una novela sobre Vietnam para ser relegado de pronto al escarnio y el anonimato cuando se descubrió que apenas si conocía Vietnam de oídas y que ni siquiera había hecho el servicio militar. Y en un relato bélico tampoco son necesarias las descripciones de cruentas batallas cercanas al apocalipsis con incontables víctimas civiles y militares, y pienso por ejemplo en El desierto de los tártaros, de Dino Buzatti, en la cual no sólo no se llega a disparar un solo tiro sino que ni siquiera se ve una sola vez al enemigo que sin embargo está siempre ahí, al acecho, pues aun invisible esa presencia es lo único que dará sentido a la vida del joven teniente Giovanni Drogo.
Hasta cierto punto, es lo que ocurre en Pastoral iraquí, en la que se narra la misión de un destacamento militar español en Iraq durante la Segunda Guerra del Golfo. En estricta justicia, el único hecho de guerra reseñable es el estallido de una bomba en un mercado de Bagdad, aunque en último término no acaba de estar claro si es un acto terrorista cometido en un lugar público y muy concurrido para causar el mayor número de víctimas o si el artefacto iba dirigido contra los militares españoles "amigos". Y la única baja efectiva que sufre el destacamento es la muerte por decapitación del intérprete Massoud, aunque tampoco en este caso es consecuencia de un ataque del enemigo y más bien tiene el aspecto de un sacrificio ritual colectivo celebrado para acentuar los vínculos entre unos hombres inmersos, como decía al principio, en una experiencia universal y extrema, y en la que si por un lado necesitan ineludiblemente de los demás para sobrevivir como colectivo, la posible salvación será individual y cada uno habrá de cargar con el resultado de su experiencia.
Puesto que el autor no cede en ningún momento a la tentación del recurso fácil y emotivo de los bombardeos, el golpeteo de las balas desgarrando carne y los combates cuerpo a cuerpo, o dicho de otro modo, puesto que la guerra como tal es una presencia abrumadora que lo condiciona todo pero desde el exterior, la narración termina siendo, necesariamente, una metáfora interior, oscura, extrema y ajena al hecho de si lo narrado ocurrió como se cuenta o si los hechos reseñados son dignos de ser conservados en la memoria colectiva. Y en este sentido suena muy oportuna la cita de Hemingway recogida antes de inicio del libro y que dice: "Siempre cabe la posibilidad de que un libro de ficción arroje alguna luz sobre las cosas que antes fueron contadas como hechos".
Pero en Pastoral iraquí, en lugar de luz se cosechan tinieblas porque también en este terreno el autor ha renunciado al privilegio de hurgar y poner al descubierto determinados rasgos definitorios de los personajes en nombre de su familiaridad con ellos (al fin y al cabo se supone que los ha creado él y los conoce como nadie). En esta ficción, ninguno de los soldados, empezando por los jefes, conoce el terreno que les ha sido asignado, ni está familiarizado con los civiles a los que supuestamente ha ido a salvar ni  conoce tampoco las tácticas y peculiaridades del enemigo. Se aprende sobre la marcha, muchas veces a costa de los errores, de la misma forma que el lector va adentrándose en la progresiva, dolorosa y en cierto modo angustiosa complejidad de las situaciones según se suceden unas acciones impuestas desde el exterior y que nadie controla, salvo la fatalidad: ese coro trágico de mujeres vestidas de negro que reclaman los cuerpos de sus maridos muertos en una acción bélica; las autopsias realizadas sin los medios adecuados y narradas por un médico que distrae a los testigos con consideraciones metafísicas mientras le arrebata su sortija a una mano cercenada; el progresivo deterioro del coronel al mando del destacamento y que acaba siendo destruido por la misma realidad (la guerra) que debiera dar sentido a su vida como militar; el capellán castrense al que ya no le valen los argumentos de los que se servía en tiempos de paz para guiar a unos reclutas a los que ahora abandona a su suerte por carecer de argumentos creíbles, o el capitán de los servicios de información que termina siendo víctima de las mentiras y manipulaciones propias de su condición de espía. Ni el lector ni los soldados se benefician de subterfugios y remansos por gracia del narrador. Si tuvieran respuesta las preguntas que obsesivamente se hace el coronel jefe (¿Conseguiré salir vivo de aquí? ¿Salvará su vida el más miedoso de los hombres? ¿Quién me ha traído hasta aquí?)  dichas respuestas valdrían para todos los personajes e incluso para el lector pero no, por desdicha no hay explicación posible.

Pastoral iraquí
Basilio Baltasar
Alfaguara



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31 de julio de 2013
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II. Una revolución que no hace ruido

Del correo electrónico oí hablar primero de manera lejana, un asunto curioso. El teléfono celular me pareció un juguete raro. Y recuerdo que la revista Time registraba en cada número los sitios web más atractivos, tarea que sería hoy inútil, porque hay millones.
Es lo que está pasando hoy día con las impresoras en tercera dimensión, por eso empecé hablando de nuestra idea limitada de lo que significa imprimir. Se oye hablar de esta nueva invención de manera esporádica y lejana, apenas como una curiosidad, a pesar de que estamos entrando en una nueva era, como antes con la aparición de la imprenta, o de la máquina de vapor, o de las computadoras.
Una impresora en tercera dimensión trabaja igual que cualquier otra, con cartuchos, sólo que en este caso son de polvos de resinas, polímeros y tintes; sólo que en lugar de imprimir caracteres sobre una superficie plana, como el papel, va agregando capa tras capa hasta formar objetos, siguiendo las instrucciones inscritas en el programa digital de diseño. Juguetes, por ejemplo. Adornos de mesa, lámparas, pulseras de reloj, pendientes, collares, broches, adornos de Navidad. Todo lo que nos puede parecer bagatelas.
La fabricación de estos objetos, que ha dependido hasta ahora de un proceso industrial bajo una marca registrada, y de la distribución por un mayorista a tiendas al detalle donde el cliente tiene que buscarlos, se hace ya de manera doméstica. Desde su propio hogar, cualquier puede buscar en Internet el diseño que le convenga, y fabricar la pieza uno mismo.

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31 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Papa se llama Paco

Un fenómeno principal de nuestra época es que una inmensa mayoría de sus creaciones no quieren decir nada. Algunas películas a cargo de respetados directores como, por ejemplo, La mejor oferta, de Giuseppe Tornatore, se esfuerzan de principio a fin en repetir la tontada de que "siempre en una falsificación hay una pincelada auténtica". Es decir, la pincelada personal del falsificador ¿Y? Nada: he aquí su total mensaje, el punto conceptual adonde la mente debería dirigirse para no hallar importancia alguna puesto que esta película es, de principio a fin, un juego que juega con el juego de jugar. Juega, efectivamente, con la desaparición del cine como el mismo Tornatore anunciaba en su Cinema Paradiso.

El juego ocupa el más y el menos de la experiencia, sea con los productos creados o con los sobrevenidos del almacén. Los mismos productos llamados culturales se entretienen entre sí como si su mecanismo se hallara incrustado en el mecanismo anterior y más tarde en el precedente, hasta la inanidad de la repetición.

Este tiempo actual, catastrófico pero de entretiempo, viene a justificar la omnipresencia del vano entretenimiento. No es fácil hallar significación a las políticas económicas ni a sus proclamas represivas. La ecuación entre contención y cielo, entre pobreza y salvación ha perdido su lazo virtuoso y productivo. Se sufre, se sobrelleva, se pierde el empleo, se queda marginado y nos morimos sin más. ¿Una rebeldía efectiva hacia la Revolución? Nada de nada. ¿Un camino hacia el "Paradiso"? Tampoco. Los hechos y los desechos se funden como en una banda de Moebius sobre la que los días pasan sin que notemos que no pasa sino lo peor de lo que fuera mejor.

Quizás algunas novelas -género vetusto donde los haya- de renombrados autores -vetustos, casi todos- sigan con sus cantatas morales. El resto ha perdido la moral para llegar más lejos y, sobre todo, pierden peso para la vuelta al mundo con mayor facilidad. El entretenimiento es su condimento pero su core también. La novela fue la plomada imperial del siglo XIX, el cine fue la clave del siglo XX, la televisión es hoy, a través de sus series célebres, lo valioso del entretenimiento audiovisual, pero, en general, todo lo nuevo pretende acentuar sin dictar ni incordiar. La ignorancia es la máscara de la inocencia y la ley absoluta del robot.

De todo ello se hace culpable a la importancia de la audiencia pero seguramente también buena parte de la audiencia ha taponado sus oídos en vistas a que no hay nada interesante que escuchar. Todo el superabundante cine de acción catastrófica y sin pausa representa bien esta característica de la creación que trata de armar el máximo ruido contra la audacia de la temible audición.

Y prácticamente lo mismo sucede en las artes plásticas que no procuran por gusto denunciar nada de lo preexistente o si lo denuncian es a la manera de un juego sin emoción. El arte se conforma con que se vea su propósito amanerado de ser rebelde y su autoinmolación haciéndose cada vez más deleznable.

Pero todo esto, hay que decirlo, sucede especialmente con los bestsellers de millones de ejemplares mundiales y apartados de la novela convencional. Sus intrigas y sus misterios no se dirigen a nada que no sea la segura vacuidad. Así como las frenéticas persecuciones de automóviles en las superproducciones cinematográficas no se proponen otra meta que la de crear sobresaltos, la novela, el cine o la tele - en general- tratan de procurar brincos divertidos sin levantarse del sillón.

La moción y no la emoción productiva copan el mundo de la generación artística pero también la financiera, la social, la política y hasta teologal puesto que ¿hay otra prueba mayor de este simplismo que al Papa se le llame Paco?

El arte, como la religión, se halla en todas partes y en ninguna. Nunca desaparecen, siempre se transforman. Y el mundo se desenvuelve en un perpetuo intercambio entre la justicia y lo injusto, entre el sí y el no del valor. Ahora además, cabe añadir, mediante la indiferencia del canje infantil, inocuo y banal, entre la idea y la mercancía.



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31 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El Brasil de Guimarães Rosa

El blog Papeles perdidos de El País me pidió tres textos para una sección llamada "La vuelta al mundo literaria". Aquí va el primero: 

Dice el escritor brasileño João Guimarães Rosa (1908-1967) que antes de embarcarse a escribir Sagarana (1946) se puso a rezar de verdad para olvidarse de "modas, tendencias, escuelas literarias, doctrinas, conceptos, actualidades y tradiciones... Eso, porque: en la olla del pobre, todo es condimento". Es cierto que se olvidó de muchas cosas para reinventarlas a su manera, pero, si este escritor veía su olla como la de un pobre, cómo vería la nuestra? Guimarães Rosa dominaba más de diez idiomas y gracias a ese conocimiento exprimía el lenguaje en cada frase. Esa riqueza lingüística proporciona una asombrosa cantidad de hallazgos literarios en cada página (en sus relatos, un personaje no muere sino que "desvive", la humedad "enmela" las ropas, y una lluvia fuerte es la caída de "un mazo de agua mal atada").

Guimarães Rosa no es tan conocido como debiera en el mundo hispanoamericano. Los que han leído Gran Sertón: Veredas (1956) suelen quedar deslumbrados con esta novela joyceana que anticipa al Boom. Pero la feliz explosión comienza con los largos relatos de Sagarana, en los que el escritor brasileño da cuerpo a su particular visión del sertón, en el interior de Minas Gerais, su estado. Es un mundo vasto, descrito con exactitud "micromilimétrica": "Están el pato fierro y el pato cabeza roja... Están el ánade de pico grande y otro azulado, y uno con un adorno de muchos colores... Está el ánade rabudo, que silba... Está el sirirí pampa... están las garzas. ¡Un montón!..." Un montón, sí.

Como otros grandes escritores de la transculturación -Rulfo, Arguedas, Carpentier, Castellanos, Roa Bastos- Guimarães Rosa logró mezclar los relatos populares de su tierra -las cantigas del sertón-- con los logros formales de la narrativa europea y norteamericana de la primera mitad del siglo XX; a eso le añadió su léxico maravilloso y su mirada poética ("En noche de roza todo es canto y recanto. Y siempre hay un perro ladrando lejos, en el fondo del mundo"; "Volvió a llover... Y casi todo el día, un sapo sentado en el barro, se preguntaba cómo se hizo el mundo"). Después de él, el regionalismo ya no será lo que era.

En Sagarana está el pueblo y sus creencias contradictorias: el narrador de "San Marcos" no cree en hechiceros, pero acepta supersticiones como "sal derramada; un cura viajando con nosotros en el tren; no decir rayo: como mucho, y si el tiempo está bueno, decir ‘centella'..." En "Cuerpo sellado", Manuel Fuló es capaz de enfrentarse a un valentón del lugar gracias a que le han hecho creer que un hechizo lo protege. El sertón está encantado, los animales están muy presentes (y a veces son capaces de pensar, como en el magistral "Conversación de bueyes"), y el hombre se halla en constante diálogo con una naturaleza a veces hostil y otras protectora.

"Gracias a Dios, todo es misterio", escribe Guimarães Rosa. "Y riqueza, ¡oh riqueza!... Por lo menos, impiadoso, horror al lugar común". Sagarana es eso: misterio, riqueza, horror al lugar común.    

 

(El País, 29 de julio 2013)

 



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30 de julio de 2013
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El sentir del hablar

Citaba hace un tiempo el siguiente párrafo de Karl Marx relativo a la sociedad que surgiría de la abolición positiva de la propiedad privada:
"los sentidos y el goce de los otros hombres se han convertido en mi propia apropiación. Además de estos órganos inmediatos se constituyen de este modo órganos sociales, en la forma de la sociedad; así, por ejemplo, la actividad inmediatamente en sociedad con otros, etc., se convierte en un órgano de mi manifestación vital y en modo de apropiación de la vida humana"
Cabe enfatizar en este texto la referencia a órganos sociales que trascienden y enriquecen los órganos sensibles inmediatos y que, al igual que estos, tienden a actualizar toda su potencialidad. Añadiré por mi parte que concreción y testimonio de esta aspiración irreductible a la individualidad es simplemente la inclinación a hablar, y sobre todo la aspiración a que el lenguaje se despliegue en plenitud. Pues aunque uno pueda "hablar consigo mismo", aprender a hablar no es posible sin intrínseco lazo con otro ser de palabra, lazo que refleja toda la entera articulación del lenguaje. De nuevo esa afortunada expresión de Steven Pinker, de nuevo el "instinto del lenguaje". Dar todo su peso a la exigencia de hablar con plenitud, presente en todos y cada uno de los seres humanos, es lo que en realidad designa ese proyecto de "actividad inmediatamente en sociedad con otros", esa apuesta por la "apropiación de la vida humana" a la que el pensador se refiere.

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30 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Épica de diario

Los periodistas alemanes llaman, para variar, “die Iberer” (los íberos) a los españoles, sobre todo, a los futbolistas. Y los periodistas íberos titulan “galos” a los franceses, cada dos por tres. Dicen el ministro galo, la policía gala, o los ciclistas galos, como si estuvieran en un cómic de Astérix. Los periodistas galos, por su parte, no menos que los íberos, nombran “teutones” a los alemanes, el portero teutón, la escuadra teutona,  como lo harían, qué sé yo, Tácito o Tito Livio. Y no olvidemos a los "transalpinos", que vienen a ser los italianos para los periodistas íberos, galos y teutones, como si hablaran desde el punto de vista de Aníbal.


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30 de julio de 2013
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El ritual

Rituales o rutinas. Los primeros se viven con mayor conciencia, arrastrando su erre que viene de antiguo, capaces de abstraer el paso del tiempo e incluso abrazar la ilusión de eternidad. En su relieve descansa la vida idealizada, la celebración de la belleza, la vanidad del devoto que aspira a un trozo de cielo. El virtuosismo. La experiencia como promesa. Las rutinas, en cambio, suelen calzar zapatillas. Cuando abundan, enmascaran el abismo y crean la ilusión óptica de ordenar el vacío existencial. El primer café del día, sin abrir los ojos. La minibaguette de jamón antes de entrar al trabajo. El museo de los jueves. El pilates de los viernes. El fútbol del domingo. Regar las plantas del balcón antes de acostarse. En realidad son una confirmación de que todo va bien, o de que al menos va igual. Por ello hay gente que se lleva alguna de vacaciones. Su cafetera o su almohada. Su música de jazz o su transistor. Sus antidepresivos o su botella de ron añejo. Pero lo importante no es lo que va en el equipaje sino lo que se deja. Las colas de problemas. Los asuntos pendientes. La vecina huraña. Los hipócritas, pedigüeños, traidores, mandones o estúpidos que no nos resbalan. Cambiar de paisaje, aunque no se vaya muy lejos, limpiar la mirada de imágenes demasiado vistas. “Aparcar”, decimos, dinámicas construidas a partir de un horario, de una agenda, de un mandato al que nos aferramos a fin de hallar una carcasa que nos proteja frente al extravío. Veinticinco días al año de libertad para aquéllos que tienen un contrato laboral. Un paréntesis que permite alternar con otros aires. Pero sobre todo una pausa entre cuentas de resultados y llamadas pendientes. Entre exámenes y castings, reuniones y manicuras, ebitdas y cash-flows. La agenda del mundo no se detendrá aunque tú te desentiendas de las rutinas a fin de iniciar un ritual. El de escoger una playa; comer al aire libre; leer libros cuidadosamente seleccionados; estrenar bañador; descubrir una nueva canción que se adherirá, tozuda y vitamínica, al hipotálamo; comer sopas frías; dormir con la ventana abierta; escuchar el eco gozoso de los niños en la orilla o el empedrado. No hace falta que el ritual sea sofisticado. Porque su peso es mental. Puede que hallemos una habitación verde lima, que tan bien combina con el mar. Que tengamos días de bruma, en los que el sol cae como una escueta acuarela, y atardeceres rojos que hasta fundirse en negro regalan postales de souvenir. Nos encontraremos con sofás tapizados de flores francesas, o con figuras de dioses tailandeses que habitan con mudez los apartamentos de verano. Olfatearemos esa humedad alquilada, que convive junto a la arena, los mosquitos, y en algún rincón del jardín, el moho. Y haremos todo lo que esté en nuestras manos para celebrar la vida sin negruras. Las vacaciones, ese ritual azul. (La Vanguardia)

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29 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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De inanitate

Nada muestra mejor la inanidad del farfullido de la actualidad que la llegada de agosto. El gobierno, los políticos y los opinadores con mando en plaza se van de vacaciones, desconectan, como dicen en su jerga de espectrodoméstico, y no pasa nada, todo sigue igual. ¿Qué mejor prueba de su inutilidad? Ese ritmo infantiloide, remedo del curso escolar, de la tropa de oficiantes del diario juego floral prueba su dedicación exclusiva a la nadería. El otro día hablaba Félix Ovejero de la porción de mañas pueriles que han adquirido sonsonete de axioma con el guitarrón del porquesí de aquella tuna del 68, el botellón de conbenditos que acabó porque llegaron las vacaciones escolares, gran momento de la humanidad. 
 
Todo lo que tiene rentrée, el porrompompero editorial y gubernamental, la opinión estacionada y los poetas vacacionales, no vale nada, ahora ni luego.
 
Quitando a los pobres, que se agostan todo el año y así no marcan tendencia ni llegan a nada, quienquiera que sea algo, desde el presidente de la nación de turno con casquería propia hasta su más fresco literatún subvencionado, desde el emérito que más se aburre hasta el cagulete que más promete, todos cesan en agosto, dejan el timón, y vemos que el artefacto era en efecto un timo grande, porque da lo mismo.
 
Andaba tecleando estas ocurrencias cuando han cortado la luz. Vaya hombre, tu quoque, oh miseras hominum mentes, iba a escribir, pero al back up le da igual Lucrecio y ha seguido chillando aparatoso. He tenido que grabar y abandonar, como si yo también fuera un prohombre que sale de vacaciones, siquiera al balcón. Y entonces he visto a los operarios que montan la gran torre del tendido eléctrico. Y ha roto la tormenta. Pero ellos han seguido trabajando igual. Levantar bajo la lluvia incensante una torre de acero y dotarla de su cableado, cerámicas, bucles y conexiones, es un trabajo que requiere concentración, agilidad, resistencia y sentido de equipo. La tensión estaba por las nubes. He visto los chispazos del temible poder.  Y ellos han seguido sujetos con arneses al monumento, pequeña torre eiffel de la pradera, veinte metros de altura sobre el suelo, siempre entre los visillos del aguacero y el retumbo del trueno. El hombre es aún capaz de mojarse. Me han quitado la velación y como he sido su único público, he ido a pegar hebra con los héroes subcontratados. Van al paro en agosto. No somos nada.


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28 de julio de 2013
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El Boomeran(g)
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