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II. Los mondongos del rio Congo

En sopa es la única forma de disfrutar del mondongo en Nicaragua, como ocurre en otros lugares de América Latina y el Caribe, tal el caso de República Dominicana, Colombia, México, Costa Rica o Venezuela; y de otras maneras diferentes como en Perú, Argentina y Uruguay, pero en todos los casos se reconoce como un plato de esclavos africanos. Los mondongo, procedentes de la cuenca del río Congo, fueron llevados como esclavos a México y Haití, entre otros lugares de América.
Mondongo es todo lo que compone el estómago de los rumiantes: la panza o rumen; el bonete o retículo; el librillo u omaso; y el cuajar o abomaso, también pretina, a los que en nuestra clásica sopa de mondongo se agregan las patas y las manos de la res, que le prestan sustancia por su consistencia gelatinosa.
El secreto de un buen mondongo, dicen los sabedores, está en lavarlo con naranja agria y limón, pero no lo suficiente para que pierda por completo el tufito a boñiga. Lavado con detergente, como lo compraba yo en mis años de Berlín, se vuelve una herejía. Limpiado de pellejos y gorduras, se le pone una noche antes en agua, otra vez con naranja agria, limón, y sal para dejarlo así reposar hasta el alba, cuando se corta en trozos.

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19 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Leer a Javier Marías

La narrativa de Marías ha terminado por construir a su lector.

De pronto, nos hallamos en situaciones narrativas,observando con raro deleite la intrincada urdimbre donde reconocemos nuestro rostro, esa imagen del ser, en otra mañana, esa definición de este tiempo que busca ser leído como historia para ser tolerado como relato.  Javier Marías ha ampliado el campo de la mirada del lector, haciéndole ver - basta con el rabillo del ojo -, la célula narrativa de la que, al volver otra página, uno es capaz de formar parte. Es por ello que para devolverle la palabra, o la mirada, este coloquio se ha impuesto como una reflexión a medio camino: sobre aspectos de su obra pero también sobre el proceso íntimo de su lectura.

 

Detonante de este encuentro ha sido el libro de Heike Scharm (“El tiempo y el ser en Javier Marías, El ciclo de Oxford a la luz de Bergson y Heidegger”, publicado este año por Rodopi). Heike es alemana y norteamericana, graduada en francés y doctorada en español en mi Universidad, la de Brown, con una tesis sobre el tiempo bergsoniano y el ser heidegeriano en el Ciclo inglés, el de Oxford, de Marías. Por tanto, la precisión “a la luz” no es casual, aunque también podría haber sido “al claroscuro”-- tratándose del ver, que es el pensar, que va a dar a la novela. (Sobre esta poética de la mirada desencadenante he adelantado una nota a propósito de los cuentos de Marías en una entrada anterior de esta bitácora).

 

Para empezar esta encrucijada trasatlántica, contamos con Elide Pittarello, catedrática de la Universidad "Ca Foscari" de Venecia, a cuya inteligencia gentil debemos algunos de los primeros estudios de calado de la narrativa de Marías.  Enseguida, le tocará el turno a Jordi Gracia, catedrático de  la Universidad de Barcelona, y analista puntual de Marías, sobre cuyas novelas ha dejado vivo testimonio de lector mediterráneo. Continúa Heike Scharm, profesora de South Florida University,  con un resumen de su tesis meditativa.  Y para completar la figura contamos con Juan Luis Cebrián, de la RAE y El País, cuya apuesta por los trabajos de Marías es de larga data.

 

Al proponer a estos colegas reunirnos en Madrid para esta conversación, partía yo de una hipótesis: la obra de Javier Marías ha crecido en nuestras vidas y preguntarnos por su lectura es interrogar el sistema nervioso que todavía enciende a nuestra cultura.  No en vano sus novelas nos dicen que nos debemos a nuestra capacidad de esclarecimiento.

 

Tengo que confesarles que leyendo un tomo de esta saga he tenido la inquietante impresión de que si no leía hasta el final, cualquier cosa podría pasarle al personaje.  Su suerte, me pareció entender, dependía de mi lectura, y debía por tanto acompañarlo en su plazo episódico para que el ser sea y el tiempo no cese. Persona o personaje, uno y otro nos debemos a la suerte imprevisible de nuestra lectura. Después he entendido que nos retiene en estos libros su pasión de certidumbre, esa extraordinara convicción de que la mayor certeza se debe a la incertidumbre.

 

Hace cosa de 30 años, cuando yo era un joven profesor en la Universidad de Texas en Austin, nos visitó el más joven Javier Marías, que pasaba un semestre en Wellesly College. Me contó la historia que Uds. ya conocen sobre la sociedad de lectores del raro Arthur Machen, según la cual en Londres compró Javier un libro de Machen y a poco lo visitó un señor que se identificó como miembro de esa asociación y le pidió venderle el tomo que acababa de comprar porque, dijo, la sociedad estaba dedicada a recobrar todos los ejemplares de Machen para que nadie los leyera.  Sospecho que había en ello una amenaza, y Javier devolvió el tomo. Pero como en todo lo de Marías, hay otra vuelta de tuerca que prologa la ficción. Resulta que mi amigo el  escritor peruano Luis Loayza, experto él mismo en el arte de desaparecer, acababa de traducir dos novelas de Machen que publicó Alianza, con lo cual, alarmado por su seguridad, le alerté de la parábola de Javier, con la inobjetable explicación de que si comprar un libro de Machen era peligroso, multiplicarlo en una traducción, era casi un suicidio. Me temo que la alarma contribuyera a que Loayza dejara Ginebra y se mudara a París.

 

Javier Marías hará, si le apetece, algunos comentarios, y tendremos, si les parece, una sesión de preguntas y respuestas. Gracias son debidas al Instituto Cervantes por acogernos en esta espléndida sala; a los participantes,  aquí por amor al arte del diálogo; y a Uds. por estar en esta su casa.

 

(Presentación del coloquio "Una celebración de la lectura de Javier Marías" organizado por el Proyecto Transatlántico de la Universidad de Brown en colaboración con el Instituto Cervantes. Madrid, 16 de julio, 2013)

                        

 



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19 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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¿Boicot a Israel?

No hay que leer este artículo hasta el final para dar con la respuesta. Rotundamente: no hay que boicotear a Israel. Y no debe hacerlo, sobre todo, quien desee la creación de un Estado palestino, que viva en paz y seguridad junto al Estado judío, plenamente reconocido por todos sus vecinos.

La campaña denominada BDS (Boicot, Desinversión y Sanciones), lanzada hace ocho años por más de 170 organizaciones civiles palestinas para presionar en favor del retorno de los refugiados palestinos y por la plena igualdad de derechos entre árabes y judíos, complace a los más radicalizados de ambos bandos, a los palestinos que rechazan la existencia de Israel y a los israelíes que rechazan la existencia del Estado palestino.

Hay muchos argumentos para combatir el boicot a Israel. ¿A cuántos países habría que someter a boicot por incumplimientos probados o presuntos de la legislación internacional y de las convenciones sobre derechos humanos? La mejor explicación sobre los orígenes de la campaña es también un argumento sobre su escasa legitimidad moral: en cierta forma ha venido a sustituir la acción bélica y terrorista, que tenía como objetivo destruir Israel, por una actividad militante pacífica que persigue idénticos fines. La Comisión Europea no está para hacer boicot alguno al Estado de Israel, sino para actuar como guardiana de los tratados y ejecutora de las decisiones del Consejo y el Parlamento Europeo. Con esos títulos acaba de aprobar unas directrices sobre la adjudicación de subvenciones, becas y ayudas financieras a instituciones israelíes que excluye a las entidades radicadas en los territorios ocupados de Gaza y Cisjordania y que ha sido recibido en Israel como si fuera parte de la campaña BDS.

Las directrices se aplicarán a partir del 1 de enero, pero solo afectarán a las ayudas que salgan del presupuesto europeo y que puedan otorgar la Comisión Europea, las agencias ejecutivas de la UE o cualquier otra entidad con autoridad para aplicar el presupuesto. En nada obligarán a los Estados socios, ni a sus autoridades fiscales y aduaneras ni mucho menos a las empresas públicas o privadas.

Pero son sin duda un precedente, en realidad la primera ocasión en que la UE pasa de las palabras a los hechos, puesto que obligará a quienes quieran obtener algún tipo de ayuda a firmar una declaración por la que se comprometen a cumplir con las directrices, a riesgo de someterse a un procedimiento y a una sanción. Nunca hasta ahora la UE había trasladado su rechazo a la ocupación de Gaza y Cisjordania a sus políticas presupuestarias o comerciales. El intenso comercio entre la UE e Israel, incluidos los territorios, no es objeto de control alguno sobre su origen por parte de las autoridades europeas, de forma que buena parte de la producción de los colonos recibe el trato preferencial concedido por Bruselas a Israel sin que sean de aplicación las restricciones que deberían desprender de la legislación europea.

Las directrices han sido redactadas pensando, sobre todo, en el programa marco de investigación de la UE para los próximos siete años, denominado Horizonte 2020. Israel se benefició con 750 millones de euros del anterior programa plurianual, entre 2007 a 2013, que fueron a parar a 1.900 proyectos de investigación, y recogieron el 1'5 por ciento del conjunto de inversiones europeas en investigación.

Las directrices no son un capricho de la Comisión, sino que responden a posiciones de los Estados miembros y del Parlamento, así como a los cambios producidos sobre el territorio. Desde la aprobación en 2005 del anterior programa marco, Israel ha creado y reconocido la Universidad de Ariel (14.000 estudiantes) en la colonia de Kedumim, de forma que a partir de ahora no podía haber duda alguna de que el dinero de los presupuestos europeos iría directamente a una universidad de los colonos en los territorios ilegalmente ocupados.

Las directrices han sido acogidas con enorme disgusto por el Gobierno israelí. Su primer ministro Benjamin Netanyahu ha respondido con el disparate de que es Israel y no la comunidad internacional quien determina sus fronteras. Otros han ido más lejos y han blandido de nuevo el espantajo del antisemitismo e incluso del nazismo para atacar a los europeos. Hay una opinión israelí, en cambio, que considera esta toma de posición europea como una señal de esperanza. Intelectuales como Amos Oz, Abraham Yehoshua, David Grossman o Shlomo Ben Ami, o el judío estadounidense Peter Beinart, consideran que hay que aplicar la campaña BDS, pero solo a los territorios ocupados, y no solo por razones de justicia y legalidad internacional, sino ante todo para legitimar la existencia del Estado de Israel y garantizar su futuro como Estado judío y democrático.

No hay que boicotear a Israel. Hay que aplicar con firmeza las directrices de la Comisión Europea que excluyen a los colonos de los territorios ocupados de un trato similar al que reciben los ciudadanos de la UE.



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18 de julio de 2013
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…en la misma montaña

El paleontólogo Eudald Carbonell co-director de Atapuerca reitera en una entrevista en un diario barcelonés su convicción de que un día los humanos nos comportaremos respondiendo a intereses de la especie, en lugar de responder a meros imperativos de subsistencia individual o de conveniencia grupal. Ese día las diferencias contingentes ("color de piel, lugar de nacimiento") serán variables secundarias, de tal manera que -cabe decir- la humanidad empezará a sentar las bases de su realización. La humanidad que nosotros constituimos...y algo más, pues como ya he tenido ocasión de comentar aquí mismo, el descubrimiento de que el genoma de hombre de Neandertal presenta la misma mutación en el gen FOXP2 que en homo sapiens constituye una de las condiciones de la articulación lingüística, hace que -sin subordinar lo esencial- la causa del hombre pueda hoy entenderse como causa de todo un grupo de homínidos. Todos aquellos cuando menos que (marcados por el hecho determinante de la techne) comparten con nosotros, "capacidad de socialización, herramientas, vida en grupo", de tal manera que a la pregunta "¿qué le gustaría encontrar en Atapuerca?" Carbonell puede dar la bella respuesta siguiente: "Ya tenemos Homo erectus, Homo antecesor, Homo heidelbergensis...y ahora me gustaría hallar un neandertal y así reunir a todas las humanidades en la misma montaña".

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18 de julio de 2013
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I. De mondongos y canales

Leyendo la novela Mariposas para los muertos de Diane Wei Liang, me he encontrado que en China el mondongo es un plato muy popular, que se sirve en mondonguerías de escasos lujo como en Nicaragua; se le conoce en Pekín como badou, y viene desde los tiempos de la dinastía Qing. Después de hervido y cortado en tiras, restregado con sal gruesa, se sirve con una salsa de vinagre, ajonjolí, chile y especias. Pero la verdad es que se come en todas partes del ancho mundo: los callos a la madrileña, las tripas de Caen, el lampredotto italiano; y lo mismo en Portugal, y Escocia.
Cuando las legiones de chinos vengan a abrirnos en canal, esa inmensa zanja de océano a océano que partirá en dos a Nicaragua, y que según se anuncia tendrá 300 kilómetros de largo, más de medio kilómetro de ancho, y 30 metros de profundidad, suficiente para ahogarnos todos, al menos no nos enseñarán nada nuevo con el mondongo, que tiene su cuna en Masatepe, el pueblo de la meseta cafetalera donde nací.
La prócer del mondongo masatepino es doña Néstor Arias, una señora de pequeña de estatura y rubicunda de cara, que en los años cincuenta del siglo pasado recorría las calles entregando a domicilio su sopa en pequeñas porritas que daban para raciones individuales, antes de abrir en el barrio de Veracruz su célebre mondonguería. Hoy, los sábados y domingos hay grandes romerías que concurren desde todas partes de Nicaragua a las que regentan los descendientes de doña Néstor.

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17 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El vaquero indomable

Año 1955. En un punto indeterminado del gran desierto atravesado por el río Bravo y que se extiende por Texas y Nuevo México para luego atravesar la frontera y adentrarse en México, el joven cowboy Jack Burns se está preparando el almuerzo antes de levantar el campamento para seguir su camino. Todo lo que posee en la vida está a la vista: una yegua joven y a medio domar; una silla de montar, un viejo saco de dormir y unas alforjas del ejército en las que guarda la sartén y el cazo con los que cocina los pocos alimentos que le restan. Posee además un sombrero negro, un rifle y una guitarra, y en el bolsillo guarda un puñado de dólares ganados a cambio de haber pasado casi un año cuidando ovejas (el oficio más degradante para un cowboy de verdad).
El conflicto, el irresoluble conflicto, no tarda en estallar: su amigo Paul Bondi ha sido condenado a dos años de prisión por negarse a inscribirse en la caja de reclutamiento, una especie de organismo de reserva que el Ejército de Estados Unidos, recién terminada la Guerra de Corea, tenía mucho interés en mantener activo y muy nutrido en previsión de lo que ya se veía venir: la Guerra de Vietnam y los movimientos antibélicos, anti sistema y anti todo que se iban a generalizar durante las décadas de 1960 y 1970. Bondi está a punto de ser trasladado de la prisión estatal a un penal federal y la idea de Jack Burns consiste en hacerse detener esa misma tarde para luego fugarse (de ahí las dos afiladas limas que oculta en sus botas vaqueras) y llevarse consigo a su amigo. En ese momento el cowboy y su clásico concepto de la vida (individualismo feroz, íntima relación con la naturaleza y rechazo visceral de la civilización y sus odiosas servidumbres) ya son tan anacrónicos como desplazarse a caballo o pensar que se puede plantar cara al Estado y sobrevivir.
Jack, en efecto se hace encarcelar a despecho de que él mismo es un prófugo porque tampoco se ha inscrito en la caja de reclutamiento, aparte de que tanto él como su amigo Bondi están en la lista negra de FBI desde su época en la universidad por haber fundado un grupo anarquista del que, además de ellos dos, formaban parte unos individuos todavía no identificados y llamados H.D. Thoreau, P.B. Shelley y Emiliano Zapata. Esta es la parte más ideológica del libro y quizá la más árida, más que nada porque el lector tiene la sospecha de que eso mismo podría haberse contado de forma más sucinta: el conflicto es, en resumidas cuentas, que si bien Paul Bondi agradece mucho el gesto de su amigo, se niega en redondo a acompañarle porque ello equivale a condenarse a una vida de persecución, acoso y salto de mata. Él tiene esposa e hijo y si firma determinados papeles, puede ver sustancialmente reducida su condena de dos años.
En esencia, ése fue el gran dilema que se les planteó a los movimientos de jóvenes anarquizantes y libertarios que tanto iban a proliferar en los años siguientes: frente a la feroz intransigencia del Estado (también conocido como Sistema y demás términos similares) cabía la posibilidad de ir al choque frontal, que por ejemplo fue la desgraciada vía elegida por los Black Panthers antes de ser exterminados sin misericordia, o bien elegir ese tipo de oposición más suave y acomodaticia encarnada por la hoy tan denostada vena irónica de rebeliones como la de Mayo del 68, aunque también se podía negar el sistema a fuerza de consumir cannabis y ácido lisérgico antes de acabar en California con flores en la cabeza.
Burns, evidentemente, rechaza los argumentos acomodaticios de su antiguo camarada y, con la ayuda de las limas y de dos indios navajos encarcelados por acosar a una dama blanca cuando iban borrachos, se escapa de la cárcel, recupera su yegua y huye al desierto con la esperanza de poder alcanzar la zona de grandes bosques que se abren más allá de los áridos e intrincados cañones que desembocan en el río Bravo.
Quienes tuvieron la curiosidad de leer La banda de la tenaza, publicada por esta misma editorial, ya saben cómo se las gasta Edward Abbey cuando centra la acción en las soledades del desierto y se complace en describir la integración del paisaje en la ética vital del fugitivo, para el que lo primordial es cómo llegar vivo al día siguiente pese al acoso de un ejército de policías locales, estatales, forestales y federales que se valen de radios móviles, vehículos todo terreno, avionetas e incluso un helicóptero prestado por un general al que le entusiasma ametrallar anarquistas. Y todo por apresar a un pobre tipo que se ha fugado de la cárcel.
Son antológicas la relación del cowboy con su yegua, y los riesgos que afronta con tal de no sacrificarla pese a que más le estorba que ayuda en la fuga, o la descripción de la caza de un ciervo y el banquete a que da lugar esa captura, con el siseo de la carne sobre la brasa y el humo cargado de aromas disipándose en los cañones. Una magnífica novela del Oeste.
Se entiende que a Kirk Douglas le entusiasmase  y que recurriese al genial Dalton Trumbo para que le escribiese Lonely Are the Brave (Los valientes andan solos) la mejor de sus películas. Para consuelo de acérrimos, existe la posibilidad de encontrar de nuevo a Jack Burns en sucesivas novelas de Edward Abbey, o rebuscar en la de la tenaza porque hacía allí un breve cameo.

El vaquero indomable
Edward Abbey
Traducción de Juan Bonilla
Berenice



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17 de julio de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Sólo escapé yo para traerte la noticia

Había una vez en el país de Us un hombre llamado Job, sencillo, cabal y temeroso de Dios. En la primavera de 1928, Joseph Roth decidió que ese inicio, padre y modelo de todos, sería el suyo y concibió su novela “Job”. Enseguida escribió a Félix Bertaux: “Trabajo en mi nueva novela. Será una sensación y me haré de un solo golpe rico y famoso”. Y fue verdad, salvo de lo rico, que ahora importa poco. Resolvió el principio, siempre tan importante, y dejó para luego el milagro. Hay en Job tanta riqueza que ha dado abasto a sus lectores durante milenios, y seguirá haciéndolo mientras siga la vida inteligente sobre esta tierra.
 
Hay un motivo que se repite hasta tres veces en el primer capítulo del libro de Job. Sólo escapé yo para traerte la noticia. Siempre me ha parecido que esa interpelación contiene toda la literatura posible. Sólo yo y una noticia para ti. ¿Qué más hace falta? Nada, salvo lápiz, papel y goma de borrar, como dijo aquel cazador acomplejado en todos los continentes por la ficción trágica y risible de si sería lo bastante macho.
 
Leo otra vez Pastoral iraquí, de Baltasar, y sigo sorprendido. Sabíamos del editor, del articulista y del comunicador, pero no esperábamos al novelista, y menos al de largo aliento. Y eso que la novela se la suponemos fatalmente y con escasa duda a todo humano letraherido que nada, corre y vuela, por no mencionar a los que están quietos, que llevan más de una y van a reincidir hasta el amanecer.
 
Ésta sucede durante una guerra reciente en la tierra antiquísima de Job y Gilgamés, y tanta ambición no puede ser casual. Contiene la peripecia de un hombre que aprende a rezar, y a llegar al corazón de las tinieblas, y a mentir al prójimo como a sí mismo, y la de muchos otros que se han perdido en una guerra narrada en un ambiente febril que recuerda en algún trazo sudoroso y sofocante al que habita en los grandes folletines de crímenes y castigos. Dijo el estoico Marco Aurelio que la vida es como guerra en país extranjero, y todos esos hombres han escapado solos para darnos la noticia.


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17 de julio de 2013
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La antiestrella

Fue un acontecimiento extraño, hace algunas noches, en el Poble Espanyol. Para quienes aún no hayan visto el oscarizado documental Searching for Sugar Man, Sixto Rodríguez es un músico que, en los años setenta, grabó un par de discos de los que sus productores se enamoraron de tal manera que lo consideraron superior incluso a Bob Dylan. Un timbre transparente, unos acordes vibrantes y unas letras con la suficiente carga poética para conectar con la deriva existencial desde un suave inconformismo. Pero Rodríguez fracasó. No llegó ni de lejos a los top ten. Y deportivamente regresó a su oficio de albañil, cargando frigoríficos y remozando muros con la humildad de un peón. Seguía tocando la guitarra en la intimidad, mientras en Sudáfrica, en pleno apartheid, sus canciones se convertían en himnos y le hacían más popular que los Stones. Él nunca supo que había vendido más de medio millón de copias en la entonces aislada Ciudad del Cabo. Sus hijas, en el documental que lo ha convertido en leyenda, confiesan que fueron pobres, y que vivieron en más de 26 casas. Algunas sin habitaciones. Otras sin lavabo. Sin embargo, el padre las llevaba a bibliotecas, a la ópera, “a los lugares de los ricos e ilustrados”. En Sudáfrica, cuando Rodríguez se convirtió en el mayor ídolo musical de los setenta, los periódicos publicaron la falsa noticia de su suicidio. Y a pesar de que tres generaciones cantaban sus canciones, nadie se interesó en seguir su rastro hasta que unos periodistas musicales descubrieron que no estaba muerto. Y le organizaron una gira por Sudáfrica: 30 conciertos, limusinas, hoteles de cinco estrellas… Sólo sus hijas comprendieron el significado de todo aquello: su padre, un genio outsider con vocación de jornalero vestido de esmoquin, donó el dinero recaudado a los más pobres que él y continuó viviendo como si no hubiera pasado nada, acaso con la reservada satisfacción de haber sido aclamado por una multitud enfebrecida cuando había tenido más de veinte años para reconciliarse con el fracaso. El otro día, en Barcelona, apareció el misterio en el escenario mientras se vendían bocadillos de salchichón de Trujillo y helados de crema catalana. Casi ciego, no sé si extraviado, desafinó ante un público maduro y condescendiente. Daba igual. Jóvenes y viejos acudieron a venerar al hombre del documental, al proletario digno. A un símbolo de los genios fallidos. El que hoy, veinte años después de resucitar del olvido, es requerido como antihéroe en los veranos musicales. Demasiado tarde para un idealista albañil de Detroit. Ojalá no sea ingenuo desear que, como mínimo, ahora sí cobre los royaltis por la reproducción, venta y descarga de sus discos.

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17 de julio de 2013
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Mirta Ojito: Cuba, la inmigración y el recuerdo de El Mañana

A los 16 años desembarcó en las costas de Florida, muerta de susto y de sueño. Había vivido hasta entonces en la cerrada y orgullosa Cuba castrista. Cuando Fidel Castro abrió las fronteras, durante unos días alucinados de 1980, y el gobierno de Jimmy Carter los dejó entrar a Estados Unidos, Mirta Ojito se acurrucó entre las tablas de un viejo bote de pesca.

 

Mirta Ojito vivió en carne propia uno de los episodios más importantes de la historia de su país en el último medio siglo: el éxodo de miles de cubanos en el único ‘permiso’ del régimen castrista en 50 años. Ese verano de 1980, más de 125.000 cubanos salieron del puerto del Mariel en lanchas, botes, catamaranes y veleros. Cientos de capitanes de barcos de Florida colaboraron con esta salida, entre ellos el capitán Mike Howell y su barco, el Mañana.

Mirta tenía 16 años y apenas sabía unas pocas palabras en inglés, pero se embarcó en el Mañana con su familia rumbo a la vida con la que siempre había soñado. La libertad que les faltaba en Cuba como a quien le falta el aire.

*          *          *

En los años siguientes aprendió inglés, se hizo periodista, trabajó en el Miami Herald, fue fichada por el Times, ganó el Premio Pulitzer junto con varios compañeros por una serie de reportajes que trazan el mapa de la inmigración de una forma tan profunda y compleja que cambiaron la forma en que se cubría este fenómeno, cada vez más universal, más dramático, más incomprendido y más usado por políticos y periodistas demagogos.

El trabajo de Mirta Ojito en ese proyecto es un ejemplo de llegar al fondo de la construcción de la personalidad en este siglo de identidades astilladas. Best of Friends, Worlds Apart (algo así como Los mejores amigos en mundos separados), es la historia de dos cubanos, uno ‘blanco’ (aunque los estadounidenses dirían que es de etnia ‘latina’) y el otro ‘negro’, que eran grandes amigos en la isla. Ambos emigraron a Miami, y al llegar, poco a poco, de forma sutil pero determinante, se fueron apartando, se fueron colocando en mundos culturales e identitarios separados.

En Cuba eran cubanos, y punto. En Estados Unidos, uno es latino y el otro es negro. Les tocan barrios distintos, se van sintiendo cómodos con amistades diversas, vistiendo ropa diferente, divirtiéndose por separado, cada uno en su universo. En ambos países lo que significa ser blanco o ser negro es muy distinto.

La crónica de Mirta Ojito, a la que dedicó cerca de un año, es tan profunda como un tratado de antropología. Pero es periodismo. Es el tipo de periodismo que nos permite ver cuán lejos, cuán profundo se puede llegar mirando, preguntado, contando.

*          *          *

En 1998, Mirta regresó a Cuba. No había vuelto desde que zarpó el Mañana.

Fue como enviada del New York Times a cubrir la visita del Papa. Contó el fascinante viaje de Juan Pablo II, la extraña alianza hostil entre las autoridades comunistas y la Iglesia, las misas y los encuentros.

Y visitó su vieja casa en La Habana, donde una familia aterrada le abrió la puerta, pensando que venía a reclamar algo. Al final de la tarde se habían contado, entre risas y llantos, las vidas mutuas.

Fue ahí donde empezó a tomar forma la idea de su libro: Finding Mañana, que juega, por supuesto, con su búsqueda del barco, su capitán y toda la historia del Mariel, y por otro lado con el viaje en busca de un ‘mañana’ que ella había emprendido hacía casi dos décadas.

El libro fue un gran éxito en Estados Unidos, y la misma editorial, Vintage, lo tradujo al español, reduciendo su título a El Mañana.

 “En mis recuerdos, Mariel era algo que sencillamente me había sucedido a mí, a todos nosotros –en Cuba, en Miami y en Washington”, escribe en su prólogo. “Después de quince años de reportera en Miami y Nueva York, cubriendo mayormente temas de inmigración, estaba al tanto de las consecuencias y los rasgos generales del puente marítimo: las fechas, las estadísticas, el impacto –bueno y malo– y las imágenes televisadas de desesperación y esperanza, pero mi propia historia era una página en blanco”.

Mirta Ojito necesitaba recuperar, investigar y contar la historia ‘oficial’ del Mariel, porque faltaba la crónica indagada con profundidad escrita como una novela, de ese episodio histórico. Y eso hace en sus capítulos pares.

Pero en los impares, empezando por el primero, cuenta su propia historia y la de su familia. Su entusiasmo por la revolución como niña, su desencanto, la desesperación por huir de sus padres, el viaje peligroso, la llegada al país desconocido.

*          *          *

La autora leyó miles de documentos y entrevistó a cientos de fuentes para poder contar, en sus capítulos de Historia, por qué y cómo un extraño personaje se acercó al gobierno de Jimmy Carter con la insólita petición de que las autoridades cubanas dejaran ir a los ‘marielitos’. Y la aún más sorprendente historia de cómo y por qué la administración norteamericana accedió, y luego el gobierno de la isla dio el sí. En esos capítulos no aparece la primera persona.

 Pero en los otros, los impares, la historia con minúscula es la de la propia autora, y tiene toda la razón para ser así. Para transformar los números y las negociaciones internacionales en dramas, sufrimientos y alegrías de personas concretas, usa un caso que conoce bien. El suyo propio.

Sus recuerdos son nítidos, y además, como ya soñaba con ser escritora, había anotado todo en un diario íntimo. Cuando se lanzó a investigar para El Mañana, entrevistó a su familia con la precisión y el profesionalismo con los que había ganado el Pulitzer entrevistando a desconocidos. Y con esos mimbres armó su emocionante y reveladora historia.

*          *          *

 “Cuba ya no es una obsesión en mi vida”, dice en el anteúltimo párrafo de El Mañana.

“Más bien es la experiencia definitoria de mi identidad, un dolor sordo que late a la más leve provocación: una palabra que creía olvidada; un himno que sólo antiguos pioneros comunistas, como yo, todavía se saben; una fotografía en blanco y negro de mi familia alrededor de 1970 que mi madre conserva en un álbum; y aquel lápiz labial color chocolate que traje conmigo y que está guardado en mi botiquín”.

Recuerdos tan personales no suelen formar parte del periodismo narrativo. Pero cuando sabemos que el desnudar el alma y el pasado es una herramienta que el autor usa no sólo para hacer las paces consigo mismo y su historia sino porque es necesario y útil para contarnos algo del mundo, el ‘yo’ se convierte en herramienta de gran valor.

El camino de un tema desconocido o poco comprendido hacia nuestra propia sensibilidad pasa, entonces, por los detalles concretos albergados en la memoria del periodista.  Pero para eso hay que aprender a tratarse a uno mismo con la misma mezcla de presión, confianza y escepticismo con la que tratamos a nuestras mejores fuentes.

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15 de julio de 2013
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Diamantes en bruto

Los dos rombos nos marcaron, y de qué manera. No tanto por su prevención moral como por la fascinación que suponía transgredir lo prohibido. Cumplir catorce años, en la España de los años setenta y primeros ochenta, significaba alcanzar un grado de madurez para los jóvenes que, ante un rombo, se sentían legitimados para poder consumir material sensible. “Bah, un rombo”, nos decíamos, aunque a menudo el contenido que visionábamos fuera más atormentado que el de cualquier peliculilla del destape, donde más que alentar el sentido del morbo se exaltaba el del ridículo. La geometría inspirada en la baraja francesa y símbolo del diamante debió de ser obra de algún censor esteta con vocación de diseñador gráfico. No he podido averiguar el nombre del autor de tan refinado invento identificador de lo moralmente condenable por parte del comité de censura de TVE. Duraron hasta 1985, cuando una sociedad que se consideraba ya madura y democrática empezó a entenderlos como un mensaje naif. Empleados ornamentalmente desde la antigüedad y emble- ma del op art o el cuerpo de paracaidismo del ejército español, los rombos han sido puestos en juego tanto por las matemáticas como por David Delfín. El anuncio de que el Gobierno proyecta unificar un sistema de calificación de contenidos por edades para televisión, cine e internet sorprende a una audiencia que durante años ha esperado la tan requerida autorregulación por parte de las cadenas televisivas que, sin complejos, programan en horario infantil asuntos abyectos que promueven desde la violencia hasta el sexismo, el mal gusto o el analfabetismo emocional, más nocivos que una de indios y vaqueros. Sea en forma de dos rombos o dos calaveras, la regulación que ahora promueve el Gobierno viene a decir que hace falta un mayor vigor para compensar la laxitud que se da en tantos hogares donde los niños pequeños ven Los Simpson -que, por cierto, hasta 1994 se emitían a las 23.00 y actualmente, a la hora de comer- “porque son dibujos animados”. Y es que hoy, con doce años, uno puede descubrir a Visconti y Thomas Mann en la reposición madrileña de Muerte en Venecia, y enfrentarse, con 16, a la iniciativa gubernamental de permitir una noche al año cualquier actividad criminal, incluido el asesinato, en The purge. La noche de las bestias. Titánico trabajo le espera al comité que, de continuar con la medida, designe el Gobierno como autoridad moral para decidir qué es nocivo y qué no, incluso para ponerle puertas al mar. Acaso se trate de un gesto de impotencia, de condenar y prohibir como cínico lavado de cara en lugar de promover el desarrollo de un autocontrol y orquestar una iniciativa pedagógica. El conocimiento es poder, y necesita de maestrazgo, acompañamiento, tutela, aliento. Porque el verdadero sentido de los rombos no fue su efecto disuasorio sino su papel como rito de pasaje, y estos nunca son moralizadores. (La Vanguardia)

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15 de julio de 2013
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El Boomeran(g)
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