Vicente Luis Mora
¡Adelante! ¡Basta de especulación! ¡Seguid copiando!
Flaubert, Bouvard et Pécuchet
Hay una serie de escritores, o no sé si decir una serie de personas, que nacen con una opinión curiosa sobre el universo: no les gusta. Estas personas, entre las que me cuento, adoptan por separado o consecutivamente dos posturas: una, la de escribir un mundo nuevo. La otra, copiar éste.
La preocupación por la pérdida del saber humano es muy antigua. Según Flavio Josefo (Historia de los judíos, II), alertados de la posibilidad de que el mundo fuera destruido por el agua y por el fuego, los antiguos decidieron salvar sus conocimientos de astrología erigiendo dos estatuas, una de ladrillos y otra de piedra, en las que grabaron las nociones adquiridas. Muchos siglos después, la NASA lanzó al espacio la sonda Pioneer 10, con la intención de que la información relativa al ser humano más importante pudiera ser encontrada por una posible civilización extraterrestre. Si la leyenda es cierta, el pueblo mormón viene microfilmando desde hace decenios todos los padrones, registros natales y libros de familia del mundo y enterrándolos en una montaña de Utah, para que las generaciones venideras sepan de donde provienen. El Internet Archive (www.archive.org) graba continuamente copias de la Red en su totalidad. Como vemos, todos estos esfuerzos tienen algo en común: son colectivos.
La postura de copiar el mundo, mucho más extrema por individual, se da sólo en personas excéntricas, como la que les escribe. Ante todo, les advertiré que copiar significa exactamente eso, copiarlo todo. Desde niño me fascinaron los enciclopedistas franceses. Pensé que ningún destino humano sería más interesante que aquél al que tantos años sacrificaron D’Alembert y Diderot, entre otros. Todas las grandes enciclopedias han pasado por mis ojos: la Britannica, la Brockhaus, la Islámica, la Espasa, la Larousse, la Wikipedia y hace años las jurídicas principales. Ninguna creo mala; ninguna, a pesar de las diferencias de volumen, incompleta: todas, más o menos extensamente, resumen el mundo, luego no pueden ser parcas; todo lo más, apresuradas. Pero los copistas no somos enciclopedistas. No queremos colaborar con ninguna enciclopedia; ni siquiera queremos leerlas o saberlas de memoria. Nosotros queremos escribirlas.
Desde muy niño tuve un plan, que sólo hace unos lustros he aparcado: escribir una enciclopedia de enciclopedias. Me recuerdo en las bibliotecas públicas de Chantada (Lugo) o Palma del Río, donde pasé buena -la mejor- parte de mi infancia, mirando con desdén la biblioteca Espasa, leyendo clásicos, y pensando "ya la completaré". La abría con suficiencia: veía que la voz Bicicleta, amén de ser anacrónica (así lo recordaba con nostalgia Carlos Fisas en uno de sus amenos libros), era una entrada ridícula, que no excedía las ocho páginas. "¿Y qué pasa -me decía yo- con el tratamiento pictórico y fotográfico de las bicicletas? ¿Por qué no hay referencia al tratamiento literario de los ciclos, a las películas Ladrón de bicicletas y Las bicicletas no son para el verano, a la escena de E.T. de la bicicleta pasando frente a la luna, al dibujo de un ciclo de Leonardo da Vinci y el óleo de Dalí Placeres iluminados (1929), a La bicicleta voladora del Teatro Negro de Praga, a las novelas de Javier García Sánchez y el libro ilustrado de Miguel Delibes Mi querida bicicleta (1988), al comienzo de Espejos negros, de Arno Schmidt?". Más adelante, comprendí que en mi proyecto, cada palabra debía contener, al menos, todo lo escrito en los mejores ensayos sobre ella publicados en las principales lenguas. Así, la voz Estética debía incluir los libros homónimos de Hegel y Croce, las refutaciones a éste de Borges, la Crítica del juicio, un recorrido por Vischer y Schelling, las aportaciones de Adorno, Gadamer y Heidegger, y un inacabable etcétera. Calculé para todo el proyecto, por lo bajo, cien mil entradas, a una media de dos volúmenes de quinientas páginas. Es decir, unos cien millones de páginas.
No soy tan desmesurado ni tan ingenuo de pensar que podía llevar a cabo tan ingente trabajo por mí solo; al menos no en un año. Sabía además que esa especie de maldición de incompletud había asolado incluso a dos de las obras que se proponían, sólo figuradamente, lograrla: las inconclusas El hombre sin atributos de Musil y Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert, siendo esta última la historia de dos raros metódicos, que dejan a medias el proyecto. La posibilidad de no terminarla fue la única razón de no darle comienzo. Un trabajo como ése, si se hace, hay que terminarlo. Y, en mi concepción, no cabían las delegaciones ni los colaboradores, ni las continuaciones póstumas.
Pensarán ustedes que yo estaba trastornado de joven, y era cierto: tanto como ahora. Pero no piensen que la vocación enciclopédica es infrecuente: Ibn Munqid cita al sabio Abd’Allah el Toledano, que tenía todo el conocimiento de su época en la memoria, y hay otros numerosos casos en el medievo árabe, salvedad hecha de que en aquella época había bastantes menos conocimientos que ahora. También Aristóteles, Lucrecio, Isidoro de Sevilla, el Aquinatense, Averroes o Alberto Magno tenían saberes cuasi universales. Junto a esto, la tentación de escribir agotadoramente parcelas de la realidad no nos es desconocida: recordemos a Raymond Queneau, a La vida instrucciones de uso, de Perec; al Anecdoted Typography of Chance elaborado por Daniel Spoerri[1], a las incansables descripciones de Robbe-Grillet, a las Tentativas de agotar la plaza de Rovira de Vila-Matas[2].
En nuestra época he conocido a dos personas que comenzaron a copiar el mundo. Una era Giovanni Papini, quien en Un hombre acabado describe cómo se sentaba en la biblioteca pública de su ciudad natal para copiar volúmenes. La otra persona debe vivir todavía en uno de los pueblos en los que he pasado parte de mi existencia. Recuerdo que mis amigos, con los que iba a estudiar a la biblioteca municipal, se reían de aquel chico. Llegaba por las tardes solo, con un aspecto algo estrafalario, y copiaba, en decenas de papeles sucios, doblados e ilegibles, páginas enteras de las enciclopedias y atlas. Lo que más me intrigaba es que su preferencia eran los mapas, que reproducía lo más exactamente posible, aunque sin utilizar papel cebolla, sino a vuelapluma en hojas cuadriculadas, que no transparentaban demasiado y en las que se iba dejando la vista. Los demás chicos sonreían. Yo no.
Porque, aunque al cabo renuncié a copiar el mundo para escribir otros nuevos, no he olvidado el motivo soterrado tras aquella ambición. Quienes queríamos copiar el mundo lo hacíamos, pura y simplemente, para ver si aprehendiéndolo por entero llegábamos a comprenderlo en parte.
[1] Citado en John Barth, "La literatura del agotamiento", en el volumen colectivo Jorge Luis Borges, Taurus, Madrid, 1976, pág. 170. Según Barth, consistía en "una descripción de todos los objetos que se encontraban sobre el escritorio del autor".
[2] En La ciudad nerviosa, Alfaguara, Madrid, 2000.