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Eder. Óleo de Irene Gracia

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Jorge Ibargüengoitia, el cronista descortés

La escritora mexicana Margo Glantz dijo alguna vez que su compatriota y colega Jorge Ibargüengoitia tenía el "don de la maledicencia, era terrible... Transformar esa maledicencia cotidiana, esa mala leche nacional en literatura era un gran mérito, su rasgo genial". Ibargüengoitia, uno de los "olvidados del Boom" según Jorge Volpi, ha quedado en el recuerdo como un humorista a tiempo completo, capaz de parodias magistrales (como en la novela Los relámpagos de agosto) y con una notable facilidad para rasgar el velo cínico de las costumbres mexicanas (ver la escalofriante Las muertas). Sólo eso podría ser suficiente para su incorporación al canon de la literatura latinoamericana del siglo XX. Sin embargo, hay más, mucho más, como se comprueba en Recuerdos de hace un cuarto de hora (Ediciones Diego Portales), la antología de sus "crónicas en primera persona" preparada por Rafael López Giral y con un prólogo muy útil de Álvaro Díaz.

Ibargüengoitia fue un especialista en la observación de la vida cotidiana elevada a la disección aguda de un carácter nacional. En Recuerdos de hace un cuarto de hora muestra, se muestra tan preocupado por entender la esencia de lo mexicano como el Octavio Paz de El laberinto de la soledad, sólo que lo hacía desde un ángulo más subterráneo, menos ampuloso: no quería elevar sus observaciones a una teoría general (aunque, claro, esa teoría general se puede deducir de sus crónicas). Por ejemplo, en "Lo cortés no quita lo valiente", Ibargüengoitia habla de la cortesía: para pedir un salero, un español diría "¡Un salero!", mientras que un mexicano diría: "Oígame: cuando tenga un ratito, me hace el favor de traerme un salero, si no le es molesto". De allí se deduce una conclusión: el mexicano "prefiere dar órdenes envueltas en paliativos". Pero Ibargüengoitia no se queda ahí, y señala que si la persona a la que se le pide el salero dice "ahora no tengo tiempo", el mexicano reacciona mal: "es lo malo de la cortesía mexicana, que es nomás de dientes para afuera".

Aunque le molestaba que lo describieran como un humorista (ver su crónica "Humorista: agítese antes de usarse"), lo cierto es que muchas de sus páginas hacen reír, incluso cuando tratan de temas como la muerte de su madre (en ‘No manden flores", escribe: "Nunca fue afecta a entierros, pero creo que el suyo no le hubiera parecido mal... Los empleados de la agencia, que la cargaron y la bajaron a la tumba, le hubieran causado muy buena impresión: ‘Muy limpios, muy bien rasurados, dos de ellos bastante guapos. ¡Pobres muchachitos, qué oficio tan terrible el de andar cargando muertos'"). Al escribir en un registro humorístico, "menor", como dice Álvaro Díaz en el prólogo, "en un continente que alaba la introspección, los barroquismos, el deber ser y todas las formas conocidas del aburrimiento", Ibargüengoitia se arriesgó a no ser tomado en serio. El problema fue otro: fue tomado tan en serio que se lo encasilló como un proveedor de risas fáciles.

Algunas crónicas se refieren a Londres y París, ciudades en las que vivió, pero en ellas México nunca está lejos: "Yo paso los días en París y las noches en México". Su mirada siempre está comparando actitudes, como en "Nota roja", un texto magistral sobre las diferencias entre periódicos ingleses, franceses y mexicanos en el reporte de la información criminal. También era capaz de indagar en otras realidades, y si bien se le reprochó la falta de compromiso en sus artículos, pocas crónicas hay más devastadoras de la revolución cubana que "Revolución en el jardín", escrita en 1964 a partir de un viaje a Cuba para recibir el premio Casa de las Américas. Sólo por ese texto descortés -un premiado que no habla bien de sus premiadores--, en el que en cada párrafo aparece convertida en literatura esa mala leche mencionada por Margo Glantz, habría que pensar en Ibargüengoitia como un gran crítico de la realidad social y política del continente.

 

 

(La Tercera, 24 de agosto 2013)



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26 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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El espíritu del General

Bajo el título de "Propiedades petroleras estadounidenses tomadas por los mexicanos", el 18 de marzo de 1938, el New York Times publicó el siguiente cable especial de su enviado en México, Frank L. Kluckhorn: "El control de diecisiete compañías petroleras estadounidenses y británicas, que representan una inversión de $450,000,000 en México, fueron tomadas por 18,000 trabajadores petroleros mexicanos." Luego añade: "Más tarde por la noche, el presidente Lázaro Cárdenas anunció en una transmisión radiofónica en cadena nacional que México estaba expropiando las propiedades estadounidenses y británicas. Se hizo saber que el decreto, ya firmado, sería publicado por la mañana. El presidente Cárdenas llamará a una sesión especial el lunes para la aprobación del decreto. Esto es legalmente innecesario, dado que cuenta con todos los poderes, pero quiere tener el apoyo moral de un movimiento como éste".

Según Kluckhorn, la medida fue recibida con un "entusiasmo salvaje" en los distintos pueblos petroleros del país. El 26 de marzo, el mismo Kluckhorn publicó un nuevo cable en el Times, titulado "La expropiación mexicana abre una gran pregunta", en el cual, en un tono menos aséptico, realiza un primer análisis de las repercusiones de la medida. "¿Dónde parará este movimiento?", se cuestiona. "El presidente Lázaro Cárdenas se jugará el éxito de su administración en los resultados del manejo por parte del gobierno y los sindicatos de la enorme industria petrolera mexicana." Según el enviado, "más allá de su Constitución y sus leyes radicales, es la primera vez desde que se inició la revolución en 1910 que México ha llegado a expropiar un grupo de grandes compañías extranjeras en activo. Con los trabajadores triunfantes, entusiastas y dispuestos, el gobierno mexicano está ahora comprometido con una senda de extrema izquierda."

            El 12 de agosto de 2013, bajo el título "Para mover la Economía, el presidente mexicano busca inversión extranjera en energía", Elizabeth Malkin, del New York Times, escribió: "El plan del presidente, que implica la reforma de dos artículos constitucionales, desafía uno de los postulados de la identidad nacional de México -la soberanía completa sobre sus recursos energéticos- al invitar a compañías extranjeras a explorar y extraer petróleo y gas natural." Al día siguiente, Clifford Kraus escribió: "La controvertida reforma propuesta para las leyes energéticas de México no sólo tiene el potencial de devolver a México a los niveles de extracción de inicios de los ochenta, cuando era uno de los productores más prometedores del mundo, sino también para reducir aún más la dependencia estadounidense de países de la OPEP." Y añade: "Las compañías petroleras estadounidenses respondieron con entusiasmo". 

            En medio del debate abierto por la presentación de la propuesta energética del presidente Peña Nieto -así como la posición previa del PAN y la reciente del PRD, en voz ni más ni menos que del hijo del General-, la mirada del diario más influyente de Estados Unidos acaso sirva para poner en perspectiva nuestra actitud frente al asunto. Para empezar, parece que ambos presidentes se "juegan el éxito" de sus administraciones en sus políticas sobre el petróleo. Sólo que, mientras Cárdenas no necesitó lidiar con una oposición interna a la hora de tomar su histórico decreto, hoy la negociación con las demás fuerzas políticas se vuelve tan fatigosa como imprescindible.

La diferencia más notable entre los dos momentos es que el "entusiasmo salvaje" de 1938 se halla ausente en nuestros días: quienes apoyan la reforma la presentan como una medida inevitable ante el declive de Petróleos Mexicanos, mientras que quienes se oponen a ella lo hacen con una irritación fundada en una decepción equivalente. Más allá de ser acusado por el Times de pertenecer a la "extrema izquierda", cuando Cárdenas decretó la expropiación se creía que el petróleo contribuiría a mejorar en el futuro las vidas de millones. Hoy, desde ese futuro, tanto quienes buscan como quienes se oponen al regreso de la iniciativa privada comparten el mismo malestar.

No hay que olvidar que, desde 1938, el control del petróleo ha recaído en casi todos los sectores del país: la izquierda cardenista y echeverrista -de la que provienen el PRD y el propio López Obrador-, el PRI nacionalista y el PRI neoliberal, e incluso el PAN, sin que ninguno haya sabido qué hacer con el monstruo en que se convirtió el proyecto cardenista. Quizás esta frustración explique la desoladora nostalgia que predomina entre todos nuestros actores políticos, empeñados en mirar hacia ese pasado supuestamente idílico. Si algo valdría la pena recuperar de ese instante fundador de nuestra "identidad nacional" -en las anquilosadas palabras del Times- es la capacidad del general  Lázaro Cárdenas, y en realidad de todo el país, de mirar hacia delante y arriesgarnos a planear un futuro para la industria petrolera que no se parezca a éste.

 

Publicado originalmente en el diario Reforma, 25.08.13

 

Twitter: @jvolpi



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25 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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80-81. Copiar el mundo

¡Adelante! ¡Basta de especulación! ¡Seguid copiando!

Flaubert, Bouvard et Pécuchet

 

Hay una serie de escritores, o no sé si decir una serie de personas, que nacen con una opinión curiosa sobre el universo: no les gusta. Estas personas, entre las que me cuento, adoptan por separado o consecutivamente dos posturas: una, la de escribir un mundo nuevo. La otra, copiar éste.

 

La preocupación por la pérdida del saber humano es muy antigua. Según Flavio Josefo (Historia de los judíos, II), alertados de la posibilidad de que el mundo fuera destruido por el agua y por el fuego, los antiguos decidieron salvar sus conocimientos de astrología erigiendo dos estatuas, una de ladrillos y otra de piedra, en las que grabaron las nociones adquiridas. Muchos siglos después, la NASA lanzó al espacio la sonda Pioneer 10, con la intención de que la información relativa al ser humano más importante pudiera ser encontrada por una posible civilización extraterrestre. Si la leyenda es cierta, el pueblo mormón viene microfilmando desde hace decenios todos los padrones, registros natales y libros de familia del mundo y enterrándolos en una montaña de Utah, para que las generaciones venideras sepan de donde provienen. El Internet Archive (www.archive.org) graba continuamente copias de la Red en su totalidad. Como vemos, todos estos esfuerzos tienen algo en común: son colectivos.

 

La postura de copiar el mundo, mucho más extrema por individual, se da sólo en personas excéntricas, como la que les escribe. Ante todo, les advertiré que copiar significa exactamente eso, copiarlo todo. Desde niño me fascinaron los enciclopedistas franceses. Pensé que ningún destino humano sería más interesante que aquél al que tantos años sacrificaron D'Alembert y Diderot, entre otros. Todas las grandes enciclopedias han pasado por mis ojos: la Britannica, la Brockhaus, la Islámica, la Espasa, la Larousse, la Wikipedia y hace años las jurídicas principales. Ninguna creo mala; ninguna, a pesar de las diferencias de volumen, incompleta: todas, más o menos extensamente, resumen el mundo, luego no pueden ser parcas; todo lo más, apresuradas. Pero los copistas no somos enciclopedistas. No queremos colaborar con ninguna enciclopedia; ni siquiera queremos leerlas o saberlas de memoria. Nosotros queremos escribirlas.

 

Desde muy niño tuve un plan, que sólo hace unos lustros he aparcado: escribir una enciclopedia de enciclopedias. Me recuerdo en las bibliotecas públicas de Chantada (Lugo) o Palma del Río, donde pasé buena -la mejor- parte de mi infancia, mirando con desdén la biblioteca Espasa, leyendo clásicos, y pensando "ya la completaré". La abría con suficiencia: veía que la voz Bicicleta, amén de ser anacrónica (así lo recordaba con nostalgia Carlos Fisas en uno de sus amenos libros), era una entrada ridícula, que no excedía las ocho páginas. "¿Y qué pasa -me decía yo- con el tratamiento pictórico y fotográfico de las bicicletas? ¿Por qué no hay referencia al tratamiento literario de los ciclos, a las películas Ladrón de bicicletas y Las bicicletas no son para el verano, a la escena de E.T. de la bicicleta pasando frente a la luna, al dibujo de un ciclo de Leonardo da Vinci y el óleo de Dalí Placeres iluminados (1929), a La bicicleta voladora del Teatro Negro de Praga, a las novelas de Javier García Sánchez y el libro ilustrado de Miguel Delibes Mi querida bicicleta (1988), al comienzo de Espejos negros, de Arno Schmidt?". Más adelante, comprendí que en mi proyecto, cada palabra debía contener, al menos, todo lo escrito en los mejores ensayos sobre ella publicados en las principales lenguas. Así, la voz Estética debía incluir los libros homónimos de Hegel y Croce, las refutaciones a éste de Borges, la Crítica del juicio, un recorrido por Vischer y Schelling, las aportaciones de Adorno, Gadamer y Heidegger, y un inacabable etcétera. Calculé para todo el proyecto, por lo bajo, cien mil entradas, a una media de dos volúmenes de quinientas páginas. Es decir, unos cien millones de páginas.

 

No soy tan desmesurado ni tan ingenuo de pensar que podía llevar a cabo tan ingente trabajo por mí solo; al menos no en un año. Sabía además que esa especie de maldición de incompletud había asolado incluso a dos de las obras que se proponían, sólo figuradamente, lograrla: las inconclusas El hombre sin atributos de Musil y Bouvard y Pécuchet de Gustave Flaubert, siendo esta última la historia de dos  raros metódicos, que dejan a medias el proyecto. La posibilidad de no terminarla fue la única razón de no darle comienzo. Un trabajo como ése, si se hace, hay que terminarlo. Y, en mi concepción, no cabían las delegaciones ni los colaboradores, ni las continuaciones póstumas.

 

Pensarán ustedes que yo estaba trastornado de joven, y era cierto: tanto como ahora. Pero no piensen que la vocación enciclopédica es infrecuente: Ibn Munqid cita al sabio Abd'Allah el Toledano, que tenía todo el conocimiento de su época en la memoria, y hay otros numerosos casos en el medievo árabe, salvedad hecha de que en aquella época había bastantes menos conocimientos que ahora. También Aristóteles, Lucrecio, Isidoro de Sevilla, el Aquinatense, Averroes o Alberto Magno tenían saberes cuasi universales. Junto a esto, la tentación de escribir agotadoramente parcelas de la realidad no nos es desconocida: recordemos a Raymond Queneau, a La vida instrucciones de uso, de Perec; al Anecdoted Typography of Chance elaborado por Daniel Spoerri[1], a las incansables descripciones de Robbe-Grillet, a las Tentativas de agotar la plaza de Rovira de Vila-Matas[2].

 

En nuestra época he conocido a dos personas que comenzaron a copiar el mundo. Una era Giovanni Papini, quien en Un hombre acabado describe cómo se sentaba en la biblioteca pública de su ciudad natal para copiar volúmenes. La otra persona debe vivir todavía en uno de los pueblos en los que he pasado parte de mi existencia. Recuerdo que mis amigos, con los que iba a estudiar a la biblioteca municipal, se reían de aquel chico. Llegaba por las tardes solo, con un aspecto algo estrafalario, y copiaba, en decenas de papeles sucios, doblados e ilegibles, páginas enteras de las enciclopedias y atlas. Lo que más me intrigaba es que su preferencia eran los mapas, que reproducía lo más exactamente posible, aunque sin utilizar papel cebolla, sino a vuelapluma en hojas cuadriculadas, que no transparentaban demasiado y en las que se iba dejando la vista. Los demás chicos sonreían. Yo no.

 

Porque, aunque al cabo renuncié a copiar el mundo para escribir otros nuevos, no he olvidado el motivo soterrado tras aquella ambición. Quienes queríamos copiar el mundo lo hacíamos, pura y simplemente, para ver si aprehendiéndolo por entero llegábamos a comprenderlo en parte.


[1] Citado en John Barth, "La literatura del agotamiento", en el volumen colectivo Jorge Luis Borges, Taurus, Madrid, 1976, pág. 170. Según Barth, consistía en "una descripción de todos los objetos que se encontraban sobre el escritorio del autor".

[2] En La ciudad nerviosa, Alfaguara, Madrid, 2000.



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24 de agosto de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Las mil magdalenas de Orhan Pamuk

En el primer piso del Museo de la Inocencia, situado cerca del popular barrio de Beyoglu en Estambul, se encuentra una enorme vitrina con 4.213 colillas de cigarrillos, cada una de ellas con una nota al pie indicando el día en que fue conseguida y lo que representa. Quienes han leído la novela El museo de la inocencia (2008), de Orhan Pamuk, saben que esas colillas eran de Füsun, el gran amor del narrador, Kemal: "cada una de aquellas colillas, uno de cuyos extremos había tocado los labios de rosa de Füsun, había entrado en su boca, a veces había rozado su lengua humedeciéndose, como comprendía cuando tocaba el filtro, y, en la mayoría de los casos, se había pintado de un agradable rojo con su lápiz de labios, era un objeto muy particular e íntimo que llevaba consigo el recuerdo de dolores intensos y momentos felices".

            El Museo de la Inocencia abrió sus puertas en abril del año pasado y es uno de los edificios más impactantes de una ciudad a la que no le faltan lugares para impresionar. Es un edificio dedicado a una obra de ficción, que se presenta como si esa ficción fuera real. La novela cuenta el amor contrariado de Kemal, un hombre de la clase acomodada estambulí, por Füsun, una pariente lejana de la clase media baja; una vez que ella desaparece después de un breve romance, Kemal, desesperado, se dedica a coleccionar los objetos que ella ha tocado como si fuera un "drogadicto": esos objetos le recuerdan "el placer de haber estado sentado junto a ella, la taza de té, el pasador de pelo olvidado, la regla, el peine, el bolígrafo... y ampliaba mi colección reviviendo ante mi mirada cada uno de los recuerdos relacionados con ellas".

            En los cuatro pisos del edificio, situado en la esquina de las calles Çukurcuma con Dalgik -el lugar exacto donde vivía Füsun con su familia en la novela--, están los más de mil objetos coleccionados por Kemal, organizados meticulosamente, una vitrina correspondiente a cada uno de los 83 capítulos. Hay saleros, peines, cepillos, espejitos, broches para el pelo, pendientes, etc; hay incluso una cucaracha que alguna vez cruzó por la cocina de la casa de Füsum. Proust tenía su magdalena; en el Museo de la Inocencia, Pamuk tiene más de mil magdalenas.

            Pamuk ha escrito un manifiesto en contra de los museos "atestados y pretenciosos como el Louvre" y a favor de los museos pequeños y personales, en los que cada objeto está relacionado con una profunda historia sentimental. Su museo intenta ser un recordatorio de la vida cotidiana en los años setenta y ochenta en Estambul, recuperada a través de chucherías como perritos de cerámica, lapiceros y entradas al cine. Sí, lo es, pero más que eso es un canto al fetichismo del coleccionista, que intenta curar una ausencia a través de la frágil consolación de los objetos.    

Por supuesto, el museo es también un homenaje narcisista al propio Pamuk: en el último piso se pueden observar varias vitrinas con manuscritos de la escritura de la novela. Pamuk coquetea con las complejas relaciones entre la realidad y la ficción: él no es Kemal, nos dice, al mismo tiempo que susurra "Kemal soy yo" (varios de los objetos provienen de su adolescencia y juventud). Al final, hay que ver el museo como un homenaje al poder de la ficción: como los hrönir, esos objetos de un cuento de Borges imaginados con tanta fuerza que terminan por aparecer en la realidad, el edificio de la calle Çukurcuma fue primero soñado antes de imponerse a la realidad.

 

(Qué Pasa, 22 de agosto 2013)



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24 de agosto de 2013
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