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Los raíles de un sueño

El tren es, sobre todo, un estado de ánimo. La vida en tránsito, y con ventanas. Con su ritual absolutamente hiperestésico: el silbato de la máquina; los chasquidos gomosos del freno; esa figura, entre hiperrealista y fantasmal, del revisor con visera en el andén; la mezcla de olores: alquitrán, azufre y café. Las estaciones de tren han forjado la historia de Europa, desafiando fronteras y cauces hasta franquear el círculo polar Ártico. De la imperial Victoria Station de Londres, de ladrillo rojo y piedra de Portland, por la que pasan al año más de 73 millones de viajeros, a la modernísima Berlin Hauptbahnhof, que, haciendo borrón y cuenta nueva con el pasado, es el mayor nudo ferroviario de la Unión. ¿Y las parisinas, con sus nombres llenos de resonancias? Como el pasado heroico al que remite la Gare d’Austerlitz, o la Gare de Lyon, provista de ese emblemático reloj, vestigio de la belle époque, donde ahora llega el AVE de Barcelona. El ir y venir de pasos y equipajes reproduce el coladero humano que sintetiza una estación. Los trenes nocturnos saturan novelas y películas, reproduciendo la escena universal de amor, separación y muerte. En ellos cristaliza con esa mezcla de dulce sopor y cabeza recostada la auténtica idea del sueño. El AVE Barcelona-París llega en un momento afanoso. Histórico también: la determinación de la consulta como un sueño posible, agitando el antiguo debate del derecho a decidir. En El dret d’escollir de Brian Clark, que dirigió e interpretó Josep María Flotats en el Poliorama hace ya más de dos décadas, Mateu Artigues, el protagonista, razonaba ante el juez que “cualquier definición razonable del hecho de vivir incluye la idea de la autosuficiencia”. Autosuficiencia e independencia igual a suicidio colectivo, dicen los unionistas, todos aquellos que consideran la voluntad de querer devenir Estado, y Estado libre, como una especie de eutanasia. Pero una gran parte de los catalanes desean ser desconectados de la máquina de España. De sus mecanismos inalterables, del agónico aliento que obliga a monitorizarle pulmón y corazón. Mal negocio posponer cualquier debate sobre el derecho a escoger, y más en una gran Europa en la que, desde la caída del Muro, se han movido la mitad de sus fichas: todas las antiguas repúblicas soviéticas; Bosnia, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia, desgajadas de Yugoslavia; Chequia y Eslovaquia… Y veremos Escocia. Unos tienden al provincialismo, otros a la identidad global. Pero la experiencia en otros países ha demostrado claramente que a pesar de que las fronteras se muevan, los vínculos entre habitantes apenas se alteran. Los raíles ya están. (La Vanguardia)

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18 de diciembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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No hay que esperar al choque de trenes

Hay algunas cosas que deberían saber quienes quieran resolver el conflicto con Cataluña si es que efectivamente hay alguien que quiera resolverlo. Artur Mas tiene mucha responsabilidad personal en lo ocurrido. Ha cometido muchos errores. Pero no ha sido Mas quien ha creado el problema. Ni siquiera ha sido Convergència. Si acaso han contribuido a empeorarlo. Pero no han sido los únicos. En el capítulo de los errores habría que contar también con otros: por ejemplo, quienes instalaron mesas petitorias para celebrar una consulta contra el Estatuto catalán, instigaron el boicot a los productos catalanes o presentaron el recurso ante el Tribunal Constitucional. No tan solo Aznar, claro está, también Rajoy. Y muchos más que han contribuido al desvarío. Seguro que no es difícil documentar manipulaciones en los medios y esfuerzos de adoctrinamiento en las escuelas catalanas. Pero la denuncia de estas intromisiones gubernamentales en la sociedad catalana, sean imaginadas o sean reales, no cambiará en nada la realidad de la decantación de la opinión pública en favor del derecho a decidir ni mitigará la fuerza del independentismo. Sin contar por descontado con las manipulaciones en los medios y en las escuelas del otro lado, tan perfectamente documentadas como las anteriores por sus respectivos adversarios, y que al final explican muy poco: a fin de cuentas los jóvenes antifranquistas salieron del adoctrinamiento franquista. El catalanismo ha sido hasta ahora pactista y moderado, comprometido en la democracia y en la estabilidad españolas, algo que algunos solían interpretar de forma malévola y arrogante como síntoma de un tipo de acción acomplejada y débil, insuficientemente obstinada y consecuente. Ahora hay que reconocer, al parecer, que ?los catalanes van en serio? y que están dispuestos a que todo vaya mucho peor antes de que vaya mejor, aunque probablemente ninguno de los dos juicios advierte la seriedad del catalanismo en toda su historia centenaria ni la vocación pactista y moderada de muchos de los que se sienten actualmente arrastrados hacia un callejón sin salida. Es posible, y probablemente muy necesario, desnudar el problema de los personalismos y de las culpabilizaciones fáciles. Ahora se trata de resolver, a ser posible definitivamente y cuanto menos para la próxima generación, lo que quedó pendiente y en una nube de ambigüedad en la negociación de la Constitución. Y esto consiste en saber si España es capaz de seguir aceptando como parte integrada de sí misma a Cataluña con su lengua, su personalidad diferenciada y su voluntad de autogobierno o si no hay más remedio que reconocer lo contrario, que se trata de realidades incompatibles y de suma cero, de forma que lo que añades a una lo restas a la otra y viceversa. Eso sería la nación de naciones, la España plural o el federalismo plurinacional, también la Espanya Gran de Prat de la Riba y Cambó, objetos identificados en la actualidad como obsoletos, desconocidos o incluso indeseables por unos y otros. O dicho de otra forma: el final del café para todos y el regreso al proyecto inicial de la Transición de reconocimiento de las nacionalidades históricas. Cataluña no es ni puede ser como Murcia, aunque el presidente Valcárcel se sienta autorizado a tachar de fascistas a los independentistas catalanes. Si estamos por la primera hipótesis, mejor que nos pongamos a dialogar y pactar lo antes posible, no fuera caso que los malentendidos y las tensiones nos conduzcan finalmente a la segunda. Si estamos ya en la segunda, como muchos nos tememos y algunos desean fervientemente, entonces es obligado que respondamos a una pregunta muy sencilla antes de que pasemos a la siguiente fase: ¿cómo se piensa gobernar este país en el futuro con una parte de su territorio y de su población, 7,5 millones de ciudadanos, 19% del PIB, un tercio de las exportaciones, en permanente estado de desafección y de alejamiento electoral respecto a los dos partidos de Gobierno en España y con una abierta expresión, cada vez que se convoca a las urnas, de una creciente voluntad de constituirse en Estado independiente? Habrá quien quiera resolverlo a garrotazos. Quien esté imaginando este camino debe saber también que quien va a perder de forma súbita y estrepitosa será quien cometa la primera falta. Esta es una regla de juego no escrita que al parecer no saben algunos independentistas, pero sí la sabe el presidente Mas. Tampoco la saben los gatos al agua ni los santos neofalangistas, pero la sabe muy bien el presidente Rajoy. A la primera ilegalidad que cometa alguna autoridad o institución catalana su causa estará ya perdida, sobre todo para la fase llamada de internacionalización: la solidaridad entre socios europeos, la exigencia de estabilidad no tan solo monetaria sino política y social, y el respeto al Estado de derecho caerían sobre las cabezas de quienes jugaran a romper la regla de juego y a situarse fuera de una construcción cimentada en la cooperación entre Estados democráticos y en el derecho. Pero exactamente lo mismo vale para el Gobierno central: suspender la autonomía o encarcelar al presidente Mas, como aúlla la caverna, sería entregar una baza preciosa al independentismo. Porque ni la UE ni la comunidad internacional se quedarían con los brazos cruzados ante el abuso de corte balcánico y serbio por parte de la España centralista de siempre con la pequeña Cataluña democrática y republicana. Declarar la independencia como inevitable es tan osado como declararla imposible. Ambos son dos actos de lenguaje con funciones más próximas a la superstición que al conocimiento racional. La palabra así utilizada actúa como una rogatoria para que llueva, es decir, para afirmar un deseo. Aunque es verdad que aplicada con intención negociadora también busca funciones disuasivas sobre el adversario. Todos sabemos que nada está escrito y que los lodos de mañana vendrán de los polvos de hoy. Nada hay imposible en política y todo es evitable cuando sabemos aprovechar la oportunidad que nos ofrece la fortuna y ponemos la inteligencia y el empeño necesarios. O así debiéramos comportarnos si todavía conservamos una chispa de esperanza en la libertad política y en la fuerza de la voluntad democrática. Si nada se hace para regresar al territorio donde se fraguan los pactos y los consensos, no puede descartarse ninguna de las dos hipótesis más extremas: ni que los independentistas se encuentren con el peor negocio de la historia para ellos y para todos los catalanes, es decir, compuestos con menos autonomía y sin el novio de la independencia; ni que sus adversarios se vean obligados a tragar con una consulta y con una negociación sobre el estatus futuro de Cataluña, incluida la eventualidad de la independencia, después de haberse negado a una y otra cosa con el propósito de regresar a su España unitaria de siempre. Entre tanto, sin embargo, queda muy corta la idea de la suma cero entre dos realidades que se declaran por esencia incompatibles y se fastidian una a la otra tanto como pueden y cada vez que tienen ocasión de hacerlo. Corresponde hablar de sustracción como operación opuesta a la capacidad inclusiva de una España capaz de aceptar a Cataluña tal como es: su resultado final es menos España y también menos Cataluña, disminuidas ambas tanto dentro como fuera, justo en el instante en que el poder en el mundo se desplaza desde el Atlántico al Pacífico y cuando los europeos entramos en una etapa de peligrosa irrelevancia. Por tanto, una sencilla pero eficaz contribución a nuestra decadencia. Esto es lo que ya está ocurriendo y lo que va a intensificarse, a menos que medie un golpe de timón que nos devuelva a todos la cordura, sin necesidad de esperar a que se produzca el profetizado y tan enigmático choque de trenes. De hecho, a poco que reflexionemos veremos que no hace falta esperar al choque de trenes; ya se produjo. Y lo peor es que no ha sido el hijo de dos voluntades fuertes sino del encontronazo entre dos debilidades que se afirman en su empecinamiento.



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18 de diciembre de 2013
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Viaje al pais del siempre jamás / I. Empezar a vivir

1959. La Bildungsroman de la vida, el Werther que se vuelve insurrecto. Tenía dieciséis años cuando salí de mi pueblo natal, Masatepe, para matricularme en la Escuela de Derecho en León. Mi padre nunca dudó que yo sería abogado. Yo sí tenía esa duda. O una certeza, quería ser escritor. Pero de todas maneras fui el primero en obtener un título universitario entre mis 56 primos hermanos.

Acababa de triunfar la revolución cubana y había manifestaciones diarias de estudiantes. Yo también estuve pronto en las calles, otro mundo distinto de aquel de donde yo venía, porque mi familia era leal al partido liberal de los Somoza. Me veo subido a una balaustrada arengando a los estudiantes en imitación del discurso radical de mis compañeros. Levantábamos a la gente y se sumaban cientos de personas. Hasta que llegó aquel 23 de julio.

El cuartel de la Guardia Nacional estaba a dos cuadras de la universidad, en una de las esquinas de la plaza central. Un pelotón de soldados nos cerraba el paso y pocos segundos después escuché el estallido de una bomba lacrimógena. Vi correr por el pavimento las latas rojas humeantes que estallaban y quedé cegado por el gas. Oí los primeros disparos de los fusiles Garand, luego el tableteo de una ametralladora y comencé a correr. A escasos metros me topé con la puerta de servicio de un restaurante. Empujé la puerta y cedió. Subí a un dormitorio de la segunda planta que daba a la calle, donde había dos niñas en una cama, acompañadas de una empleada. "Estamos solas aquí", me dijo la mujer con voz temblorosa.

Me asomé por el balcón y los soldados estaban colocados en tres posiciones: de pie, de rodillas y acostados, todos con los fusiles humeantes. Uno con una ametralladora de trípode se hallaba echado en la esquina, en la banda izquierda. En la banda derecha yacía un montón de cuerpos. Alguien gritaba: "¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!".

La mujer me dijo que no había un teléfono. El aire se había vaciado de ruidos y todo me parecía en cámara lenta. Vi llegar a un cura que daba los sacramentos a los heridos, un cura norteamericano que de casualidad se hallaba en León, y luego supe se apellidaba Kaplan. En ese momento estalló la banda de sonido en la película muda y escuché la sirena de las ambulancias y desde el balcón vi que la guardia no las dejaba pasar. Fernando Gordillo, con quien dirigí la revista Ventana donde él publicaba poemas y yo cuentos, envuelto en una bandera marchaba resuelto ofreciendo el pecho al pelotón de soldados.

Parecía, me parece un sueño. Bajé corriendo, le grité que se detuviera. No me hizo caso, no me oía. El pelotón abrió sus filas en ese momento para darle paso a las ambulancias, y luego retrocedió hacia el cuartel. Olía pólvora. Erick Ramírez, mi compañero de banca, estaba tendido en el suelo. Tenía un orificio en la espalda. Me arrodillé a su lado para decirle que lo llevaríamos al hospital y cuando lo volteé vi que tenía el pecho desflorado por el balazo.

Subimos a los heridos y a los muertos en taxis y en vehículos particulares para trasladarlos al hospital. Era la primera vez que entraba a una morgue. Ahí descubrí sobre una de las losas a otro compañero de banca, Mauricio Martínez. Erick y él tendidos sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera. La cuenta total fue de setenta heridos y cuatro muertos. Ese fue el día que mi vida cambió para siempre.

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18 de diciembre de 2013
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Camus, Renoir, Visconti

La conmemoración del centenario de Camus ha sacado a la luz, entre homenajes, recelos, mezquindades y espléndidas publicaciones (como la correspondencia con el poeta Francis Ponge), detalles desconocidos de un proyecto cuyo fracaso entristeció al escritor. El 25 de septiembre de 1950, el actor Gérard Philipe le escribió una carta a Camus rebosante de optimismo; el encabezamiento, "Mon cher Albert", y el tuteo utilizado en toda ella denotan la familiaridad que existía entre ambos, establecida desde que en 1945 se conocieron personalmente el día del estreno de ‘Calígula' en el teatro Hébertot de París. Tres años antes, Camus había descubierto a Philipe en una pieza de Giraudoux, quedando tan impresionado que fue él mismo quien le eligió para interpretar el rol titular de su tragedia. Poco tiempo después, en 1947, Gérard protagonizaría junto a María Casares, la pareja de Camus, la adaptación de ‘La cartuja de Parma' filmada por Christian-Jaque.

Los documentos encontrados en los archivos de la editorial Gallimard y recientemente dados a conocer indican sin embargo que fue del actor -en 1950 convertido en una estrella gracias a sus papeles cinematográficos a las órdenes de Autant-Lara, Allégret, René Clair, Max Ophüls y Marcel Carné, entre otros- de quien partió la idea de llevar a la pantalla ‘El extranjero' de Camus, que ya había despertado el interés de la industria cinematográfica francesa. En la correspondencia cruzada con los primeros productores que pidieron una opción de compra de derechos a la editorial parisina encontramos a Dionys Mascolo, sugestiva figura del campo entrecruzado de la literatura y la política, en el que desempeñó largos años, y no sólo por su larga vinculación amorosa con Marguerite Duras, un relevante papel de característico. En el asunto al que nos referimos, Mascolo comparece en función del cargo que desempeñaba en Gallimard desde el fin de la guerra mundial, el de director del servicio de ventas audiovisuales y teatrales de los libros de autores de la casa. Y es él el que, al contestar a esos productores interesados, señala que el novelista franco-argelino sin duda pondrá como una de las condiciones de su consentimiento el nombre del director elegido, añadiendo Mascolo que a Camus le gustaría mucho "ver a Jean Renoir hacer el film. ¿Creen que eso será posible?".

Frustrado casi de raíz aquel intento, Gérard Philipe, a través de su agente Lulu Watier, logró levantar una nueva producción gracias al apoyo económico del príncipe ruso emigrado Sacha Gordine, otro personaje real muy novelesco, tanto que aparece con siluetas cambiantes en más de una novela de Patrick Modiano. En ese segundo proyecto patrocinado por el actor con el dinero del príncipe, Renoir ya figura como realizador, a plena satisfacción de Camus; para el rodaje, una vez listo el guión que se encomendaría al celebrado tándem Aurenche y Bost, se ha previsto la fecha de la primavera de 1951. Todo parecía estar bien engranado, como le escribe Philipe a Camus en la citada carta de septiembre de 1950: "Tengo la impresión de que esta vez no habrá pegas". Las hubo.

Mascolo, actuando en aguerrida defensa de los derechos del autor, rechaza las cantidades ofrecidas, y en el forcejeo escrito que sigue invoca la autoridad suprema de Gaston Gallimard, a quien no le parecía justo, dice Mascolo "que el autor de un libro deba recibir cantidades tan netamente inferiores a las que recibe el actor encargado de interpretar en el cine el libro". Las conversaciones se alargaron sin que las diferencias se superaran, hasta que en febrero de 1951, Jean Renoir, incómodo por tanta demora y receloso de contar con un presupuesto exclusivamente francés, abandona y regresa, con la perspectiva de un film que también se frustró, a los Estados Unidos, donde había vivido y trabajado durante la década anterior, un período que él mismo llamó en sus memorias "mi estancia entre los pielesrojas".

Camus, que estaba entonces escribiendo ‘El hombre rebelde‘, sintió una amarga decepción. La cronología posterior, reiteradamente trágica, es sabida. Gérard Philipe siguió su fulgurante trayectoria en el cine y el teatro hasta que el 25 de noviembre de 1959, acabado su último trabajo fílmico con Buñuel, muere de un cáncer de hígado días antes de cumplir los 37 años, pidiendo ser enterrado con el atuendo de uno de sus grandes triunfos escénicos, ‘El Cid' de Corneille. Cinco semanas después, el escritor pierde la vida en el accidente del coche que conducía su amigo y editor Michel Gallimard, también fallecido.

Pero ‘El extranjero' acabó siendo una película, que ninguno de los dos ilusionados instigadores pudo ver. ‘Lo straniero', así llamada a menudo sin haberse rodado en italiano, tiene, pese a ser de Luchino Visconti, mala fama en la historia del cine. Es una fama inmerecida. Realizada en 1967, antes que ‘La caída de los dioses', una de sus estampas históricas más abarquilladas por el paso del tiempo, ‘El extranjero' de Visconti ha ganado, por el contrario, en calidad y justeza, al menos para mí, que he vuelto a verla hace una semana sin someterme al suplicio insoluble de pensar cómo habría sido este gran libro en la mirada de Jean Renoir. La del autor de ‘Senso' es escueta y extraordinariamente fiel a la novela, que adaptaron junto con él, además de su habitual colaboradora Suso Cecchi d´Amico, los novelistas franceses Georges Conchon y Emmanuel Roblès. La coproducción fue franco-italiana, los escenarios, de notable autenticidad, la capital argelina y sus alrededores, y el reparto de altura, actores franceses en su mayoría (algunos de la Comédie Française) dando réplica al protagonista que no era, en este caso, el deseado, Alain Delon, que renunció por motivos pecuniarios. Marcello Mastroianni hace un trabajo impecable, si bien es Anna Karina quien deslumbra en su composición de Marie. Los nativos árabes, en pequeños papeles, aportan mucho más que su físico, y sólo es de lamentar, lo digo a título personal, que la partitura que empezó a componer el gran Luigi Nono desagradara a Visconti en las primeras muestras, una maqueta de las secuencias carcelarias, en las que Nono quería incorporar una rica gama de sonidos naturales. La música definitiva, encargada a Piero Piccioni, cumple de acompañamiento convencional.

Visconti no abusa de la voz en off, trasmite el estupor y la dejadez de Mersault, y filma con la maestría esperada: las escenas del hospicio donde ha muerto la madre, el velatorio, el entierro, y el largo día de playa que lleva al asesinato, son memorables El director enriquece, además, muy visualmente a los ancianos, Thomas Pérez, amante de la madre, y el vecino del perrito sarnoso, agrandando su perfil doliente y tragicómico. ¿Qué hace entonces que la película no constituya en sí misma una obra maestra parangonable a la de Camus? La voz, y no me refiero a la de Mastroianni en tanto que narrador. La novela nos seduce, más que por la técnica ‘conductista' a la americana, por la construcción de un cauce verbal propio, inigualable, insondable, por el que el novelista desliza fatalmente a su anti-héroe; la identificación sutil entre el autor y el narrador en primera persona es la esencia del libro, y por ello, pienso, aun siendo los hechos y las figuraciones las mismas en el papel y en la pantalla, la obra de Visconti pierde en parte la resonancia de Mersault, ese "hombre sin cualidades" (así se le llama expresamente en la película) que el propio Camus definió como un "extranjero a la sociedad en que vive", errando marginalmente por "los suburbios de la vida privada, solitaria, sensual".

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17 de diciembre de 2013
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El placer del ridículo

De la misma forma que en internet arrasan las fotogalerías porque basta con mover el cursor para ir recorriendo una narración visual ya sea de los Grammy, del huracán de Filipinas o de la boda del hijo de José Manuel Lara, los rankings de fin de año resultan un tentador almanaque con cromos que nos convierte en espectadores y jueces de la realidad más mediática. Desde un púlpito imaginario, vemos desfilar las listas de los más algo, pero los repasos resultan tediosos en un mundo lleno de ventiladores virales que propulsan la misma información una y mil veces. Hoy todo es cuestión de enfoque y de punto de vista, de USP -unique selling position-. Y en esa recolección de personajes destacados, momentos solemnes, hitos, tragedias y anécdotas, lo que continúa vendiendo más es la estrepitosa caída. O sea, los que más la han pifiado. De la misma forma que los individuos, cuando alguien se rompe la crisma, ríen en una especie de acto reflejo, el error y muy especialmente el ridículo de los otros, suele proporcionar un placer vivificante. En verdad es trágica esta característica de la condición humana. Cómo nuestras emociones se deleitan con el patinazo ajeno, aunque nuestra moral nos dicte compasión y respeto. Dice Alberto Oliverio en Cerebro que “los juicios morales son naturales cuando son inmediatos y surgen de la emoción, de una empatía inmediata antes que de una racionalidad fría”. Y me pregunto por qué seguimos considerando las emociones propias del cuerpo caliente, y la razón como un sistema frío. Ese ha sido el error de la revista Time escogiendo las mejores pifias de alcaldes del año. ¿Cuál es la confusión, si no, que lleva a comparar la justificación del japonés Toru Hashimoto de que las violaciones durante la Segunda Guerra Mundial eran necesarias para relajar a los soldados, con el relaxing cup of café con leche de Ana Botella? Si bien la alcaldesa de Madrid produjo vergüenza ajena con su histriónica presentación, su desliz fue formal y además linda con una de las fantasías más fangosas que a menudo nos persiguen: el pánico al ridículo. Ese pellizco de ansiedad que siempre produce la exposición pública, desde hacer una pregunta en clase a tener que hablar frente a un auditorio. Para redondearlo, la moda de las selfies -esas fotos que se hace uno a sí mismo, con poses y gestos grotescos, muecas y absurdos ademanes de victoria- pone en evidencia la sonrojante idiotez humana. Como la de Obama ante la primera ministra danesa, igual que un colegial, Cameron de sujetavelas y Michelle con celoso rictus de ofensa. Acaso se deba a la serendipia de la cámara del fotógrafo, un soplo de instante que puede ser leído con maldad. La red contribuye a que el ridículo hoy alcance cotas nunca vistas. Pero siempre ha habido un ojo dispuesto a congelar ese instante en que la dignidad se arruga.

(La Vanguardia)

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16 de diciembre de 2013
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Avive el seso y despierte…

Tenemos una memoria adecuadamente frágil como para poder aguantar el peso de nuestra maldad. Si recordáramos un poco más, nos hundiríamos. Por fortuna, en el siglo XIX inventamos la Historia como aparato técnico capaz de tranquilizar una memoria engañadora y sectaria. Ahora lo engañador y sectario es la Historia escrita por los expertos y así nuestra conciencia puede quedar al margen. C'est la faute a l'Histoire, repetimos. Así que recordamos perfectamente la maldad de los enemigos consagrados por la Historia y gracias a ello nosotros somos inocentes.

 Un ejemplo adecuado de esta relación inversa entre historia y culpabilidad es, a medida que se aleja en el tiempo, la monstruosa carnicería que produjimos entre los años 1939 y 1945. Seis años y cerca de setenta millones de muertos. Diez millones de muertos por año. Más los que siguieron muriendo en años posteriores como daño colateral. Por ejemplo, los infectados de Hiroshima.

 Un fenómeno semejante, aunque ha sido analizado por cientos de miles de historiadores, sociólogos y políticos, aún espera una explicación que sólo podría ser filosófica, pero por desdicha quizás la filosofía ya no tenga base suficiente para interpretar un caso moral tan gigantesco. Sus robustas piernas ahora no pueden apoyarse en fondo ninguno y pedalean en el aire como una figura de dibujos animados. Contra lo que pensaba Adorno, después de Auschwitz no es sólo que la poesía haya dejado de tener sentido, es que la filosofía lo ha perdido por completo.

 No obstante, la ingente obra de historiadores, sociólogos y políticos ha ido apaciguando a la memoria, acunándola y adormeciéndola, de manera que hoy es ya casi imposible hacerse una idea cabal de lo que aquello fue. No porque hayan muerto sus protagonistas, también murieron los de la Revolución Francesa y eso no impidió la reflexión continuada desde Marx hasta Horkheimer. Sino porque quizás hubo demasiados muertos para tan escasas consecuencias reales.

 La Revolución Francesa impuso un mundo nuevo desde Filadelfia a Tokio, una sociedad nueva, unas relaciones entre naciones perfectamente nuevas. La Segunda Guerra Mundial y sus añadidos no trajeron nada, tan sólo la sustitución de un imperio, el Británico, por otro, el Norteamericano, y un campo de concentración llamado la URSS. La guerra dejó, eso sí, una memoria de podredumbre moral, cobardía, asesinatos, dirigentes psicóticos, naciones enteras envilecidas y violencia delirante. Todo lo cual, por supuesto, está en trance de desaparecer de nuestra memoria.

 Fue (una vez más) Walter Benjamin, otra víctima de aquella guerra, quien nos advirtió sobre el Ángel de la Historia y las montañas de muertos que se acumulaban crecientemente a sus pies. La enseñanza es clara. Nos advertía de lo habitual que es, entre los pueblos civilizados, matar constantemente a sus muertos. Y la forma más frecuente de hacerlo, así como la más eficaz, es convertirlos en Historia. Los muertos de las novelas continúan conmoviendo nuestro ánimo, aunque sean muertos de la época napoleónica, siempre que nos los cuente Tolstoi. Los de la Historia no conmueven ni deben conmover porque la tarea de la Historia es esa, descargarnos de culpa o echársela a otros. Seguramente por esta razón necesitamos cada vez más libros de historia, los cuales van siendo cada día mejores y con mayores ventas. En tanto que ya no sabemos qué hacer con las novelas.

 Hay, sin embargo, un terreno privilegiado que sin ser Historia se aproxima a ella y no renuncia a hacernos vivir lo que narra, como en las novelas. El periodismo mantiene con vida lo que la Historia embalsama o petrifica en la urna del museo universal. También mantiene lo que la novela lanza al infinito de la suspensión de credulidad en un confuso avatar de sexualidad, guerra, robo, y matrimonio. Un periodismo en sentido lato en el que la literatura es tan esencial como en la novela y la exactitud del dato tan importante como en la Historia.
Sólo como ejemplo traigo aquí un caso extraordinario, una antología que permite volver a vivir con presencia emocional los espantosos años de la posguerra mundial. La recogió en 1990 Hans Magnus Enzensberger, modelo de intelectual que no renuncia a la literatura, y por fortuna lo acaba de publicar la editorial Capitán Swing con el título de Europa en ruinas. Es un conjunto de reportajes escritos por testigos oculares durante los años 1944 y 1948.

 ¿Quién reconocería en la actual ciudad de Colonia aquel desierto de cascotes y fúnebres figuras que describe la gran Janet Flaner en marzo de 1945? Trató de hablar con los supervivientes, pero sólo consiguió que le dijeran mentiras. La gente no podía soportar la verdad: nadie había conocido a un nazi. "Los escombros de Colonia se componen de las alfombras de las casas bombardeadas, de los vidrios de las ventanas, de libros, de las tejas caídas de las bellas y antiguas casas, y también seguramente de la sangre de los 200.000 muertos, un cuarto de la población de la ciudad". Uno de cada cuatro, a los que hay que sumar los jóvenes que estaban en el ejército viviendo otra destrucción.

 En Nápoles cuenta el soberbio narrador que fue Norman Lewis cómo un Príncipe superviviente se acercó a los servicios de ayuda británicos rogando que a su hermana, una muchacha palidísima de 24 años que le acompañaba, se le permitiera ingresar en un burdel del ejército. Cuando le dijeron que no existía tal institución exclamó "A pity" y se retiró muy contrariado. En Nápoles, con el mar rodeando el paisaje por todas partes, no era posible beber un solo vaso de agua. La población moría de sed y la ciudad se había convertido en una leprosería.
La espantosa miseria de la población parisina, aquel Londres que a Edmund Wilson le llevó a exclamar que "se parecía a Moscú", el horror de un continente en ruinas, contrastan con la altivez insoportable de los dirigentes de la industria química IG Farben, la que fabricaba el gas Zyklon B para los hornos de exterminio, que se permitían despreciar a los servicios de información americanos y exigían que les mandaran un coche para ir a declarar (R.Thompson Pell, Fráncfort, abril 1945). Aquellos tipos (algunos serían luego condenados en Núremberg) tenían la certeza de que el gobierno americano los necesitaba para reconstruir la industria alemana.

 Son cientos los relatos de primera mano que nos permiten vivir desde dentro el infierno que fue, no ya la guerra, sino la posguerra europea. Un ejercicio de memoria que, como decía al comienzo, es imprescindible ahora que aquella Europa ha desaparecido y sus muertos parecen haber muerto definitivamente. ¿Cómo no va a ser posible una nueva destrucción cuando vemos que al fin y al cabo en unos años los causantes de semejante horror son ahora quienes dirigen el continente? ¡Y menos mal que no nos dirigen los ingleses, los rusos, los italianos o los franceses!

 En la edad clásica, cuando un monarca o una nación eran derrotados, por lo general desaparecían sin hacer ruido. Allí se fueron los griegos vencidos por los romanos, y los cartagineses y los iberos y más tarde los imperios centrales o el Sacro Imperio, los caballeros Teutones o la Sublime Puerta. Nuestro tiempo es particularmente enigmático y una nación causante del mayor asesinato masivo de la historia de la humanidad, derrotada y hundida, se convierte de nuevo en la jefa de sus víctimas al cabo de unos escasos cincuenta años.
A los pies del Ángel, setenta millones de cadáveres observan estupefactos el presente. ¿Para esto hubo que matar a tanta gente? ¿Para que todo siguiera igual? ¿Para que Alemania unificara de una vez a Europa? ¿Después de Auschwitz no más poesía? Después de Auschwitz todo es Historia.

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16 de diciembre de 2013
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