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Efecto Boris Vian

El cine nació, naturalmente, como un efecto, el que producía en los espectadores la movilidad de las imágenes y, en el famoso plano del tren llegando a la estación filmado en 1895 por Louis Lumière, la amenaza de ser arrollados por la locomotora. Los efectos fueron atemperándose con el refinamiento del lenguaje cinematográfico y el hábito de las ‘moving pictures', aunque el componente ilusionista, literalmente mágico, del nuevo arte, nunca ha dejado de producirse voluntariamente: Méliès, el Fellini de ‘Y la nave va', las anamorfosis de Aleksandr Sokurov.

    La pujanza comercial del actual cine en tres dimensiones, que ha dado a mi juicio sólo dos obras de substancia (‘Pina' de Wim Wenders y ‘La cueva de los sueños olvidados‘ de Werner Herzog), se está tragando a muchos directores de talento, como Scorsese (‘La invención de Hugo'), Ang Lee (‘La vida de Pi'), y ahora el mexicano Alfonso Cuarón, quien tras haber realizado con ‘Hijos de los hombres' una de las más indiscutibles obras maestras de la ciencia-ficción fílmica, presenta estos días esa ingrávida demostración de mero efectismo aeroespacial que es ‘Gravity'. Menos mal que Bertolucci, tentado por los efectos estereoscópicos, no filmó al fin en relieve su excelente película de cámara ‘Tú y yo'.

     ‘La espuma de los días' no hay que verla con gafas especiales, ni los objetos y las figuras que pululan en el interior de los fotogramas se nos echan encima, aunque la finalidad de sus imágenes es la misma: ofuscar. Michel Gondry, un director franco-americano cuyo cine anterior (efectista sin efectos especiales) nunca me ha deslumbrado, intenta en esta ocasión el equivalente visual de la imaginería verbal de Boris Vian, y en ese ejercicio de adaptación sale muy airoso, dando vida brillantemente a los mil inventos con los que el escritor francés contó en 1947 su historia de amor entre el joven millonario Colin y la dulce Chloé, invadida mortalmente por los nenúfares. Más que en los recovecos de la tercera dimensión, Gondry se inspira en el dibujo animado, y también en ello acierta, ya que el libro de culto de Vian es una novela adolescente y evanescente, con un fondo de patafísica surreal y una gran dosis de puerilidad exquisita. El ojo del espectador del film de Gondry no descansa nunca, como tampoco leyendo las páginas de Vian dejamos de celebrar casi en cada párrafo la ocurrencia de las palabras. La novela describe, por ejemplo, "un frasco de formol en cuyo interior dos embriones de pollo parecían mimar el ‘Espectro de la Rosa' en la coreografía de Nijinsky", o el repetido baile de unos ratoncitos movidos al compás del agua de los grifos de la cocina. Pues bien, todo eso y pasajes aún más alambicados obtienen su correlato en la pantalla, con gusto compositivo, con medios adecuados (nada menos que 19 millones de euros de presupuesto) y con ingenio.

     Claro que el texto no sólo se detiene en los efectos léxicos (que tanto influyeron, junto con alguno de los poemas de ‘En la masmédula' de Oliverio Girondo, en el capítulo 68 de la ‘Rayuela' de Cortázar) sino en una poética de los afectos, y en ese sentido Gondry lima demasiado las aristas del original, edulcorando los sentimientos hasta extremos empalagosos a los que Vian no llegaba. La adaptación, firmada por Gondry y su coguionista Luc Bossi, es fiel, aunque las pérdidas son más de una vez lamentables. La escena de la boda de la pareja, que en el libro ocupa cinco capítulos magistrales, del XVII al XXII, resulta demasiado sintética en la película, y también la presencia del filósofo obsesivo, Jean-Paul Sartre, memorablemente rebautizado por Vian para la eternidad como Jean-Sol Partre, sabe a poco, siendo tan determinante en la novela. Aunque el actor Philippe Torreton está muy bien caracterizado (en el estrabismo catódico de sus gafas), la escena de la conferencia no trasmite el descarrachante humor del retrato escrito del autor de ‘El ser y la nada', que fue por cierto el padrino, junto a su compañera Simone de Beauvoir, del lanzamiento literario del escritor (es recomendable, si se quiere saber más de la vida, corta y trepidante, de Vian, la lectura de ‘Piscina Molitor. La vida swing de Boris Vian', que acaba de publicar Impedimenta).

    La película acierta más en la caligrafía de los ambientes que en la de la intimidad. La oficina siniestra de rodantes máquinas tiene, por ejemplo, una potencia icónica que nunca alcanzan las escenas amorosas de la pareja, quizá porque a Audrey Tatou no se le quita del todo, haga el papel que haga, el síndrome de ‘Amelie', y Romain Duris, excelente actor, no parece aquí bien dirigido. Vian fue un artista múltiple en diferentes facetas ligadas al espectáculo: letrista de canciones y libretista de ópera, compositor, cantante, dramaturgo copioso, actor secundario (le recuerdo en ‘Las relaciones peligrosas' de Roger Vadim, entre Gérard Philippe y Jeanne Moreau), y el cine le ha devuelto con creces su interés; de ‘La espuma de los días' existen tres versiones anteriores a la de Gondry, que no conozco, incluyendo una hecha en Turquía y otra, más recientemente, en Japón. Novelas tiene muchas, algunas con su nombre y otras ‘negras' firmadas con su seudónimo de V. Sullivan. ¿Se llevarán al cine? A una de mis preferidas, ‘El lobo-hombre', y sobre todo a su fantástico ‘Cuento de hadas para uso de las personas medianas', que Boris le escribió en 1943 a su esposa Michelle convaleciente, no les faltan efectos, susceptibles quizá de despertar la avidez de los efectistas hoy tan prevalecientes sobre los artistas.

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20 de noviembre de 2013
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Morir por amor

Qué interesante entrevista a la autora del polémico Cásate y sé sumisa en el Huffington Post. Es una excelente muestra del sudor del periodista a la búsqueda, no del titular, sino del hecho consumado. De cómo se abre paso, con gran manejo de la mano izquierda y el tempo, ávido por encontrar alguna fisura en la coraza de Constanza Miriano, la periodista de la RAI que ha encendido el escándalo con su libro, un superventas en Italia, que al principio fue colocado en algunas librerías en la sección de humor. “No me podrían haber hecho mejor cumplido -dice -. ¡Reír hablando de san Pablo!”. En España ha sido editado por empeño del arzobispado de Granada, y aboga por “la obediencia leal y generosa, la sumisión” de las mujeres. PSOE e IU han pedido ya explicaciones en el Congreso, interrogándose acerca de la posición del Gobierno frente a tal “apología del machismo”. Pero la periodista transalpina -rubia, atractiva, joven-, que según confiesa al periódico digital recomienda a sus amigas el matrimonio como portal a la felicidad, está perpleja. Algunas frases clave de la citada entrevista: “No me explico todo este revuelo porque en Italia no ocurrió nada de eso” , “gritar los propios derechos no sirve de nada”, o cómo se tradujeron las teorías de género y la antropología cristiana a “un lenguaje pop”. Pero el mayor hallazgo reside en esta pregunta: “Entonces, ¿usted cree que el hombre debe dominar a la mujer?”, y en esta respuesta: “No, creo que debe morir por ella”. Digamos que según la lógica de Miriano, en plena era hipermoderna, casarse es el pasaporte a la dicha, la docilidad debe ser una constante unidireccional entre mujeres y hombres, y estos deben morir por sus esposas llegado el caso. Cristianismo, burguesía, pop y amor cortés en una mezcla genuina. Pero tal vez lo más inquietante sea su idea de la sumisión. Lejos de vincularla con la falta de respeto – “los buenos no son violentos”-, sostiene que querer cambiar a las personas “siempre es la tentación de las mujeres (…) lo que están haciendo las españolas conmigo”. Qué audaz contrapunto: la abnegación gozosa frente a la rebeldía infeliz de quienes se escandalizan por una apología del sometimiento. Hace un par de días escribía en este periódico acerca de las relaciones masoquistas. De ese silencio tan femenino, de la madurez estoica que tanto nos turbaba de las madres o abuelas resignadas. No creo que haya que retirar el libro de Miriano, en absoluto. Es más, deberíamos leerlo atentamente porque en él se perpetúa la idea del amor que tanto hemos combatido. Morir por amor no sólo es folletín. Es también veneno. (La Vanguardia)

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20 de noviembre de 2013
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Bajo la mirada de Goya

El último sábado de octubre, con un cielo de nubes amenazadoras, me fui al mitin del Movimiento Ciudadano convocado por Albert Rivera. El teatro Goya, un edificio con empaque, está en una esquina de Madrid, cruzado el Manzanares y alejado de cualquier centro clásico. Amenazaba lluvia, pero a pesar de todo, no cabíamos. El teatro tiene capacidad para 800 personas y otras tantas se habían quedado fuera siguiendo el acto por las pantallas. Muchos más se volvieron sobre sus pasos.

El origen del Movimiento es el partido catalán de Ciutadans, apenas conocido fuera de la región, aplastado por los medios conocidos como "el Pesebre", y al que las encuestas colocan ya como tercera fuerza política de Cataluña en intención de voto. Ahora quieren ampliar su reforma radical al resto de España. Quieren abrir ventanas en el bunker de la partitocracia.

El Movimiento Ciudadano exige una renovación radical de los fundamentos establecidos y va a chocar con los abrumadores intereses de los grandes partidos y del aparato administrativo. Antes, a semejante desafío se le llamaba revolucionario. Constatada la juventud de los afiliados y sus votantes, podría serlo.

    Esta es gente harta del inútil griterío de PP, nacionalistas y PSOE, gracias a cuyo barullo siguen dominando los resortes de la financiación y las listas clientelares. Los Ciudadanos quieren empezar de nuevo mediante un programa estrictamente práctico de cinco puntos básicos que, de llevarse a cabo, transformaría por completo la vida política en España. Enumero las propuestas de Rivera.

Una reforma de la Administración que elimine los hasta seis niveles burocráticos que ahora soporta el contribuyente. Una nueva ley electoral que no conceda privilegios a algunas regiones sobre otras o al mundo rural sobre el urbano: cada hombre un voto. Una ley de financiación de los partidos que acabe con las abyectas corrupciones actuales. La más estricta separación de poderes y la destrucción de los pasajes secretos entre el poder político y el judicial. Finalmente, una reforma pactada de la Educación que acabe con la miseria de los estudios en España y no dependa de los compromisos sindicales de cada partido y cada legislatura.

Es una reforma tan radical que parece imposible, pero el manifiesto que expone este proyecto ha pasado a la firma popular hace sólo unos días y lleva ya recogidas treinta mil adhesiones en una semana y sin publicidad. La ocultación del mismo por los medios de comunicación sectarios se da por descontada: el partido de Rivera confía sobre todo en la comunicación personal. Su seguridad es tanta que al final del discurso puso un colofón audaz. Dijo que si los grandes partidos aceptan su propuesta, disolverá el movimiento, pero si no, "nos veremos en la urnas". Es un anuncio de que el Movimiento de los Ciudadanos puede ampliarse como partido a toda España. Imagino que Rosa Díez ha de estar tentándose la ropa.

Ante semejante desafío, el escepticismo es grande entre la gente mayor, pero quizás dentro de cinco años el movimiento supere a los partidos tradicionales. En Cataluña lo han conseguido. Todas las prospecciones lo sitúan ya por delante del partido de los socialistas catalanes y sólo superado por los nacionalistas.

Lo más euforizante es que en realidad todo depende de nosotros. El eslogan de Rivera es un punto salsero: "¡Muévete!". El baile ha comenzado. Se puede elegir pareja.

 

Artículo publicado en Jot Down.

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19 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Del asesino como estrella de cine

La mejor película que he visto este año es un documental. Se llama The Act of Killing y la vi en el cine de la universidad de Cornell; quise verla porque uno de los productores era Werner Herzog. Hacía mucho que no veía una reacción así al terminar la película, o mejor, una falta de reacción así: el público se quedó sentado en silencio por un buen rato, como tratando de decidir si convenía salir corriendo de la sala o quedarse a llorar. Ambas cosas a la vez, quizás, y por eso el susto en el alma, la parálisis.

Hacía más de diez años Joshua Oppenheimer filmaba en el norte de Sumatra, en Indonesia, un documental sobre las consecuencias nefastas de la globalización, cuando le contaron que en esa ciudad vivían asesinos muy orgullosos de su pasado. Oppenheimer se dedicó los siguientes años a tratar de conocer a esos asesinos -miembros de escuadrones de la muerte responsables, entre 1965 y 1966, de haber asesinado a casi un millón de sospechosos de ser comunistas--, y se sorprendió al descubrir que, en efecto, esos asesinos no tenían ningún problema en reconocer sus crímenes. ¿Cómo no jactarse, si lo que esos "gangsters" habían hecho no era visto como algo malo? En el país no había habido actos de reconciliación con el genocidio, y los "triunfadores" de ese periodo nefasto seguían en el poder.

The Act of Killing capta un momento perturbador en la historia de nuestra relación con los medios: en el tiempo de los reality shows y los selfies, hasta los asesinos quieren ser inmortalizados en una película. No es suficiente hablar, confesar los crímenes: Anwar Congo y otros paramilitares sueñan con una película que les permita recrear sus crímenes tal como ocurrieron. La realidad y la fantasía se muerden la cola: hacia 1965, Anwar y sus amigos eran conocidos como "los gangsters del cine" porque revendían entradas a la puerta de los cines. En su interregno, los comunistas querían, entre otras cosas, prohibir el cine norteamericano. Con el golpe militar de 1965, Anwar y sus cómplices se pusieron a matar a los sospechosos de comunismo copiando formas aprendidas en los géneros de Hollywood (películas de gangsters, Westerns). Recrear las muertes en The Act of Killing significa, entonces, traducirlas al lenguaje cinematográfico, aprehenderlas a través de los géneros que en su momento las inspiraron (a Anwar también le gustan los musicales, y la recreación de algunas muertes en clave de musical proporciona las imágenes más surreales de la película).

La mayoría de los asesinos que aparece en el documental habla con desenfado de su ausencia de culpa: pasan los años, y el trauma de lo que han hecho no parece posarse sobre ellos. Pero el documental trata de la performance de una subjetividad invulnerable, fantasía creída con tanta convicción que se convierte en identidad. Anwar Congo es una excepción: al comienzo lo vemos, feliz, bailando chachachá en la terraza donde cometió algunos de sus más de mil crímenes. Cuando se ve a sí mismo en una pantalla, después de la primera recreación, hay algo que no le funciona: quizás, dice, habría que volver a filmar, embellecer la escena pintando de negro su pelo canoso.

Embellecer es el mecanismo con el que se construye The Act of Killing: se trata de volver sobre un hecho abyecto y cubrirlo a través del barniz de los géneros (no se trata de verse matar, sino de verse matar como en una película de cowboys). El acto fallido de Anwar se transforma en el centro moral de la película: el asesino descubre su abyección, y Oppenheimer capta a Anwar volviendo al lugar del crimen para asfixiarse y hacer ruidos guturales delante de la cámara, incapaz de verbalizar el horror. The Act of Killing narra el deseo del criminal de recrear compulsivamente el suceso traumático -incluso situándose, en una de las recreaciones, en el lugar de la víctima--. Este documental es inquietante, sobre todo en esos momentos en que la reconstrucción de los crímenes deja de ser performance y se convierte en real para los actores.

 

 (La Tercera, 16 de noviembre 2013)



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18 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Curioso Disraeli

La literatura miscelánea, un clásico grecorromano y medieval, tuvo un repunte dorado en el siglo XVI, cuando Silva de varia lección, de Mejía, o Reloj de príncipes, de Guevara, fueron bestsellers europeos e inspiradores de   otras obras compilatorias como los Ensayos de Montaigne, cumbre del género, y el Jardín de flores curiosas, de Torquemada, éxito simultáneo en francés, inglés, alemán e italiano, que Cervantes denigró en el Quijote y luego saqueó en Persiles. El género compilatorio aún tuvo a lo largo de la Ilustración autores de prestigio decantado, como Bayle, autor del Diccionario histórico-crítico, Feijoo con su Teatro crítico, Chamfort, con sus Caracteres y anécdotas, y Disraeli, el curioso epígono de todos ellos, y no el menos influyente, porque lo leyeron todos los autores ingleses decimonónicos, y su huella es perceptible desde Carlyle a Chesterton, pasando por Byron y Scott. 
 
El poeta Luis María Marina ha sido quizá quien más ha reclamado la necesidad de traer a Disraeli al castellano y ha traducido, a su vez, diversos fragmentos de Curiosidades de la literatura. Ahora, por fin, hay que felicitarse porque Isaac Disraeli ha sido traducido y publicado en un hermoso volumen titulado Un lector inglés por la distinguida editorial chilena Ediciones UDP. El honor es del narrador y traductor Ariel Magnus, que ha llevado a cabo por primera vez la tarea de preparar un libro con una selección de ensayos disraelianos. 
 
A lo largo de cincuenta años, Disraeli fue engrosando la singular cornucopia de ensayos literarios que tituló Curiosidades de literatura, anécdotas, caracteres, croquis y observaciones literarias, críticas e históricas. La primera edición data de 1791 y contiene 279 ensayos. La última, un año después de la muerte de Disraeli, es de 1849, con 276 piezas. El número parece estable y engaña respecto a la gran flexibilidad en la selección y naturaleza de los temas; sí es indicativo, en cambio, observar que una cincuentena de ensayos de la primera edición ya no aparecieron en las siguientes. Las ediciones posteriores dependen de la publicada por su hijo Benjamin Disraeli en 1881, donde se hallan también las noticias biográficas más conocidas del autor.
 
Magnus ha preparado un volumen con cinco ensayos disraelianos, sobre Shakespeare, Tomás Moro, Bacon, Hobbes y Sterne, y tres curiosidades literarias. La selección da una idea del particular bosquete ajardinado que cultivó y urbanizó Disraeli. La mayor parte deriva de su conocimiento libresco, siendo él principalmente estudioso y bibliófilo, y, en efecto, su obra ha sido repetidamente descrita como “biblioteca en miniatura”, pero en la amplitud y variedad de sus temas no se limitó al mundo de sus libros, de otro modo, no habría tenido una popularidad tan dilatada en un período tan largo. 
 
Por otra parte, el trasfondo cultural de Disraeli, preclaro descendiente de sefardíes, alcanza también Toledo, Italia, Holanda y París, no menos que Londres. Su punto de vista siempre añade un matiz y una perspectiva inéditas —Moro el utópico también era bromista y tenía más ganas de quemar herejes que Tertuliano; Bacon creía tan poco en la viabilidad literaria de la lengua inglesa como Federico II en la alemana; Hobbes se recreaba en ignorar las convenciones matemáticas más elementales…— y más allá del placer y la novedad de cada ensayo, se bosqueja una panorámica de curioso encanto: para Disraeli, curiosidad significa tanto investigación caracterizada por su especial solicitud, como inquisitivo deseo de informacion.
 
El género compilatorio, que en su origen podría llamarse simposíaco por su apoyo en el diálogo, derivó hacia la rareza, la curiosidad y la literatura del yo como fondo motriz. En Disraeli son visibles todas las fases del género, de modo que en esta biblioteca, cuya llegada a las letras en español hay que celebrar, siempre hay algo curioso para cada cosa.


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18 de noviembre de 2013
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Amos y presas

Buscan a sus presas con un denominador común: la sumisión. Porque para ellos entrega equivale a esclavitud, a todo o nada. Quienes caen en sus redes han interiorizado un sentimiento de desigualdad y dependencia. La felicidad de ellos será la suya, sin excepciones, pero también sin conciencia. Frágiles, deshabitadas a pesar de haber sobrevivido a varios casos de malos tratos, acaban de nuevo atrapadas. En una espiral enferma que traiciona la pureza de los sentimientos nobles, no entienden el amor como vínculo sino como posesión. Puede que algunas repitan patrones que se fijaron en su inconsciente, los que mamaron en casa, modelos caducos de una feminidad postrada a los designios de su dueño y señor. Otras caen en la trampa como quien se mete sin darse cuenta en la droga, extraviadas en una rueda de violencia y reconciliación que se convierte en su única razón de vivir. Estas son algunas frases elegidas al vuelo de Voces prestadas (Editorial Séneca), en el que sin demagogia ni tremendismo Grela Bravo recoge testimonios de vida de mujeres maltratadas: “Él traducía mi cariño en suciedad”, “Yo aún seguía creyendo que si había pasado todos esos malos ratos, tenía que servir para algo”, “Otra vez creía que las cosas podían cambiar…”. En la presentación del libro hablaron algunas de las supervivientes (no digamos víctimas, a menos que hayan acabado muertas). Carmen, que soportó vivir en el infierno durante 11 años, aseguraba que “cuando te quieres dar cuenta, ya no eres nadie”, al tiempo que pedía que se respete a aquellas que no quieren denunciar ni seguir el vía crucis judicial, e intentan otras vías. Sin duda ese es un asunto delicado. El paseíllo por juzgados; la reconstrucción, una y mil veces; los sentimientos encontrados: pena, compasión, “pobre diablo, si en el fondo me quiere…”. Inútiles son las excusas que enmascaran la pantomima del amor, porque una relación estructurada sobre el dominio no es sino masoquismo. Pero si bien se ha investigado mucho sobre la reincidencia de los maltratadores y sus perfiles psicológicos, menos se ha abundando en aquellas que caen repetidamente en manos de torturadores, que, cuando llegan al último eslabón de la cadena, las mata, como Eva V.P., que con 36 años murió la semana pasada en manos de su tercer maltratador. Se trata de mujeres adultas, libres, que pueden valerse de maravilla en la vida, y cuyo entorno se echa las manos a la cabeza al ver qué clase de sujetos eligen para andar por la vida. Existe pedagogía sobre la construcción del amor, sí, pero todavía a migajas. Porque ni la emancipación de la mujer, ni sus conquistas -en Occidente- tienen traducción en muchas alcobas. En el sexo, si es libre, todo está permitido. Pero el problema es que, a veces, las fantasías de dominador y sumisa no se quedan en la cama y salen fuera, aunque no valgan como billete para la vida. Llegarán como mucho al descansillo, donde tantas mujeres acaban asesinadas. (La Vanguardia)

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18 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Ser Julian Assange

El primer retrato apenas se aleja de las películas de superhéroes estilo Batman o El hombre araña, en las que un adolescente -de preferencia solitario e inadaptado, si no de plano freak- descubre, a la par de sus poderes, su desgarradora misión en la Tierra. En la película australiana Underground, de Robert Connolly (2012), es posible seguir al testarudo y brillante Julian en el camino de transformarse de un inseguro fanático de la tecnología en uno de los hackers más relevantes de nuestro tiempo.

Aunque fiel a los hechos, el biopic no elude las convenciones del género: educado por una hippie que huye con sus hijos de un confín a otro al ser perseguida por un exesposo ligado a una secta supremacista, el joven Julian crece sin otra atadura que las computadoras. Cuando por fin se instala en un suburbio de Melbourne, nuestro héroe se rodea de un trío de geeks que lo ensalza como líder y, valiéndose de su destreza como programador -y un talento natural para la manipulación-, se infiltra en la red militar de Estados Unidos, donde descubrirá las atrocidades de la Primera Guerra del Golfo que años después lo conducirán a fundar Wikileaks. Los villanos en esta suerte de precuela son un veterano policía y su asistente, quienes no descansan hasta cazar al grupo anarquista provocando la traición de uno de sus miembros: un antecedente que tendrá un profundo impacto en la paranoia de nuestro héroe, quien será acusado de 24 delitos, si bien su sentencia será rebajada por razones familiares. La conclusión es obvia: pese a este fracaso, el destino de Assange se encuentra cifrado en esa primera inmersión en los secretos del poder.

Mucho más equilibrado -y astuto- resulta el documental We Steal Secrets (Nosotros robamos secretos), de Alex Gibney (2013), que comienza donde terminaba Underground. Aquí, las excentricidades de Assange se ven compensadas con las de otros personajes tan inquietantes como él: Bradley Manning -ahora conocido como Chelsea-, el perturbado analista militar que le filtró miles de cables confidenciales; Adrian Lemo, el odioso hacker que lo denuncia; e incluso el sosegado -y vengativo- Daniel Domscheit-Berg, el fiel-escudero-convertido-en-detractor.

Cuidándose de ofrecer puntos de vista contrastantes, Gibney articula un relato tan apasionante como un thriller por medio de una poderosa imaginería visual. Sin mostrar una agenda demasiado explícita, no sólo revela los resquicios opacos de sus personajes, sino que pone sobre la mesa, sutilmente, los agudos conflictos éticos y políticos que plantean. Assange no es desde luego un héroe -un héroe impoluto-, pero tampoco un villano: no se exageran sus virtudes ni sus defectos, al tiempo que no se escamotean sus aristas más problemáticas, en particular las denuncias de asalto sexual (si bien una de las denunciantes aparece profusamente en pantalla).

En este contexto, la aparición de The Fifth Estate (El quinto poder) de Bill Condon (2013) parece tan redundante como predecible. El guión, basado en el libro de Domscheit-Berg y en otra pieza muy crítica con el fundador de Wikileaks, ha estado rodeada de polémica. Desde su refugio en la embajada de Ecuador en Londres, Assange no ha cesado de vapulearla -incluso le envió una amarga diatriba a Benedict Cumberbach, el actor británico que borda una desasosegante encarnación suya- y, en un guiño metatextual, la propia película culmina con una entrevista en la que (el falso) Assange la desprecia.

Guionista y director de El quinto poder parecen empeñados en demostrar que, si bien las intenciones de Assange pudieron ser loables, él es un sujeto moralmente detestable que siempre buscó resguardar sus secretos tanto como exhibir los ajenos. El equilibrio deviene falso, y uno entiende por qué los apóstoles de Assange han querido ver en esta superproducción la mano de la CIA. Es probable que el fundador de Wikileaks sea un manipulador egocéntrico -y acaso un predador sexual- pero, como se dice en We Steal Secrets, no deja de resultar sospechoso que todas las descalificaciones confluyan en su persona y en cambio Estados Unidos se abstenga de atacar a los medios que publicaron sus revelaciones -y que, en casos como el del New York Times y The Guardian, se han convertido en sus peores enemigos.

            Como ocurría en Being John Malkovich, sin duda existen infinitos Assanges -como los que se multiplican, de forma un tanto pedestre, en El quinto poder-, pero si bien al inicio una figura tan poliédrica como la suya era necesaria para dar voz a Wikileaks, su protagonismo extremo, propiciado por su vanidad y usado en su contra por Estados Unidos, ha dispersado una cortina de humo sobre la parte más importante de su labor: los cables que muestran las mentiras y dobles raseros de los poderosos del mundo y, peor aún, los crímenes -en muchos casos, los crímenes de guerra- cometidos por ellos sin que nadie los persiga mientras nosotros debatimos si el cabello platinado de Assange es teñido o natural.

 

Twitter: @jvolpi



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17 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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Siembra revolucionaria

El retroceso en la condición de la mujer en los países árabes desde 2011 es el clavo que remacha el catafalco en el que hemos enterrado las revoluciones árabes. Primero fue la toma de poder por parte de los islamistas en los países punteros. Después, su fracaso en la gestión económica y, sobre todo, en la construcción de unas democracias plurales e inclusivas. Finalmente, faltaban los datos que confirmaran lo que todo el mundo intuía respecto a la pérdida de derechos por parte de las mujeres: los han proporcionado 336 expertos encuestados por la fundación Thomson Reuters en los 22 países miembros de la Liga Árabe, casi todos ellos firmantes y escandalosos incumplidores en distintos grados de la Convención de Naciones Unidas para la Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres. Destaca el pésimo y vergonzoso lugar que ocupa Egipto, exactamente el último. Solo nueve mujeres fueron elegidas entre las 987 que se presentaron a las elecciones. Una cifra próxima al cien por cien (99,3%) de las niñas y las mujeres sufre acoso sexual, y un 91% ha sufrido algún tipo de mutilación genital. La breve permanencia de los Hermanos Musulmanes en el poder ha empeorado las cosas, pero no son ellos los únicos enemigos declarados de las mujeres. La dictadura de Mubarak utilizó la violencia contra las manifestantes, y lo mismo ha venido haciendo el ejército, ahora con pleno control del país, con sus pruebas de virginidad a las detenidas. El segundo en el cuadro de la infamia es Irak, donde la democracia construida tras la invasión estadounidense aparta totalmente a la mujer de la política, la mantiene excluida de la economía y apenas penaliza los abundantes crímenes de honor contra ellas. Como en Arabia Saudí, el tercer clasificado, donde las mujeres son auténticas menores de edad que necesitan un guardián o tutor masculino y están incapacitadas incluso para conducir, aunque cuenten, en cambio, con derechos reproductivos. La condición de la mujer antes de las revueltas árabes no era mejor que ahora. Es cierto que se hallaban aparentemente más protegidas bajo regímenes dictatoriales y policiales, pero las movilizaciones callejeras, sobre todo en Egipto y Túnez, significaron el despertar de la conciencia entre numerosas mujeres humildes e iletradas, por primera vez enfrentadas al poder en reivindicación de su ciudadanía. La yemení Tawakkul Karman recibió el Premio Nobel de la Paz de 2011 en reconocimiento del papel de las mujeres en la primavera árabe. Hay una especie de alivio occidental ante la traición que han sufrido las revoluciones de 2011, pero ya está hecha la siembra de las ideas, sobre todo del derecho de las mujeres a tener derechos como los hombres, principalmente en las zonas de las sociedades árabes adonde nunca había llegado un feminismo puramente restringido hasta ahora a las élites.



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17 de noviembre de 2013

Eder. Óleo de Irene Gracia

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69. Por qué Bilbao tiene razón

Me gustan las metáforas urbanas porque no todo el mundo desentraña con facilidad un mapa, pero cualquiera entiende un paseo. / El otro día salí caminando del centro de Bilbao. Llamémosle Centro, mejor. Observé algunos edificios vetustos, bien reconocibles, tradicionales. Advertí la encarnación pétrea y estanca de la Historia en los muros. Escuché el ritmo pausado de las tabernas de toda la vida. Constaté la lentitud del tráfico por algunas calles. El Centro es un entorno por el que los bilbaínos se mueven sin pensar, como han hecho siempre, de forma automática, sin cuestionar. Conforme caminaba, una nueva ciudad -avanzada por el perfil lejano e inmenso de la torre Iberdrola-, comenzaba a anunciarse. Calles y avenidas se ensanchaban, se avistaban franjas de horizonte, el tráfico cobraba viveza: ya no veía tiendas en mi paseo, sino edificios; ya no veía edificios, sino montañas y cielo. / Y entonces llegué a la orilla de la Ría del Nervión, junto al Guggenheim, y comprendí. A la literatura le ha sucedido lo mismo que a Bilbao en los últimos 30 años. Han sufrido los mismos cambios o, con más propiedad, la geografía de Bilbao representa a la perfección esas variaciones. Desde el puente Zubizuri veía la autovía elevada por el Puente de la Salve (Salbeko Zubia), desde la cual casi puede tocarse con la mano la parte oriental del Museo de Frank Ghery, y contemplaba también el propio Guggenheim. Al acercarme después andando no podía ver los coches lanzados a toda velocidad varias decenas de metros sobre mi cabeza, pero sí oírlos, y frente al Museo, pensé que este exterior de Bilbao, en el que velocidad y estética y polémica e incertidumbre están soldadas, es la imagen de la literatura en Internet, discutida y veloz, presente y llamativa pero cuestionada; y entendí la tensión entre el Centro sólido, tradicional, reconocible, el núcleo del canon fijo, resistente, con escasa movilidad, y la inquietante e inapelable movilidad de las Afueras, donde sucede lo nuevo; y vislumbré el peligro de no conversen o no puedan comprenderse unos a otros, el Centro y las Afueras de lo literario; y recordé, como el Octavio Paz de El mono gramático y la canción de Santiago Auserón, la forma del camino hecho "y el sonido de mis propios pasos / en la gravilla"; y luego retrocedí hasta Mazarredo Zumarkalea y me quedé allí, bajo la lluvia, vertical en medio de la calle, entre el Centro y las Afueras, con un pie a cada lado, y me dije que había algo de verdad en el centroafuerismo, y recordé que para Wittgenstein, "en una proposición hay tanto como hay detrás de ella", y supe que Bilbao tiene razón: que en esa gran carretera elevada sobre el puente que une dos orillas, ese vial que te mete en el Centro ralentizando el vehículo o que te saca de él acelerando hacia las Afueras; en esos carriles que rozan el lateral del Guggenheim se esconde el símbolo, la mejor imagen, de cuanto está sucediendo.



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15 de noviembre de 2013
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