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Orden público

Por 22 de diciembre de 2013 Sin comentarios

Eder. Óleo de Irene Gracia

Jorge Volpi

Ultrajadas por la aberrante conducta de los manifestantes -esos vándalos que se han atrevido a perturbar el orden público, a provocar a la policía y a desafiar las buenas costumbres-, las autoridades han llamado a un "acto de desagravio" en el Zócalo. Según el discurso oficial, participarán en él quienes se han sentido agredidos por las ofensas contra la nación. Al final, a la plaza sólo concurren miles de burócratas y miembros de los sindicatos oficiales obligados a asistir. Los jóvenes los reciben con imitaciones del balido de las ovejas, al tiempo que ellos mismos corean "no vamos, nos llevan": el primero de los cánticos célebres del movimiento estudiantil. (Mucho después, Francis Alÿs tendrá la genial idea de recrear la situación en un video: durante varios minutos, un grupo de borregos da vueltas en torno al asta bandera.)

            En 2014 se cumplirán 46 años de que ese grupo de jóvenes radicales tuviese el descaro de marchar desde el Museo de Antropología hasta el Zócalo, de insultar al presidente y de izar el pendón de huelga donde debía ondear la insignia nacional, pero lo paradójico es que, si nuestros legisladores no cambian de opinión, aquel acto realizado el 27 de agosto de 1968 podría volver a ser prohibido -y sus participantes duramente sancionados- conforme a la nueva Ley de Manifestaciones Públicas del Distrito Federal impulsada por el diputado panista Jorge Sotomayor y recién aprobada por las comisiones unidas del Distrito Federal y de Derechos Humanos en el Congreso.

Según la nueva propuesta, podrá coartarse el derecho de asociarse o reunirse si su fin es contrario a las "buenas costumbres" y a las "normas de orden público". Asimismo, prohíbe toda apología del odio "o cualquier otra acción ilegal similar", establece que sólo se podrán realizar manifestaciones de "11 a 18 horas" (para evitar las horas pico), que no deberán ocupar "vías primarias" (y sólo un carril en las secundarias) y que la policía tiene la facultad de disolverlas si se presentan actos que "perturben notoriamente el orden público". Además, concede a las autoridades la capacidad de otorgar el permiso para celebrarlas, previa solicitud dirigida a ellas con 48 horas de antelación.

Sus defensores dirán que en estos 46 años la situación del país se ha transformado de forma radical; que no es posible comparar el régimen autoritario -o dictatorial- de Díaz Ordaz con nuestra reluciente democracia; o que los jóvenes de entonces nunca buscaron incordiar a los ciudadanos, a diferencia de los bloqueos realizados a últimas fechas, en especial el plantón de los seguidores de López Obrador en Reforma en 2006 y de la CNTE en 2013.

Quienes así argumentan olvidan que, si hoy disfrutamos de una democracia -por imperfecta que ésta sea-, es gracias a la lucha continuada de miles de activistas y ciudadanos que, siguiendo el ejemplo iniciado ese 27 de agosto de 1968, se han atrevido a desafiar a la autoridad y a arrebatarle el espacio público, hasta entonces su coto exclusivo. Lo peor que puede hacer una democracia es renegar de sus orígenes y, con el insidioso argumento de salvaguardar los derechos de terceros y proteger las buenas costumbres -es increíble la desmemoria de los legisladores al usar estas palabras-, limitar el derecho de manifestación y fijar sanciones a partir de criterios subjetivos.

  Las marchas y plantones son síntomas naturales del descontento democrático. Si generan incomodidad entre los ciudadanos, es que de eso se trata: de hacer visibles causas que de otro modo se mantendrían en la oscuridad. Por supuesto que la ley -la ley penal- debe castigar a los provocadores y a quienes cometan cualquier delito, pero ello no debe conducirnos a acotar los derechos de los manifestantes, incluido el derecho a insultar a los políticos. Imposible negar las molestias que los habitantes de la ciudad de México hemos sufrido, pero utilizar el legítimo encono de los afectados para restarle toda visibilidad a la protesta -y mantener a los manifestantes bajo amenaza- significa un severo retroceso.   

Igual que en 1968, nos corresponde salvaguardar el derecho a la disidencia. Ello no significa comulgar con las causas de los otros ni rendirnos ante quienes sólo buscan la violencia, sino estar dispuestos a padecer un embotellamiento sabiendo que, en caso necesario, podremos ocupar el espacio público en cualquier momento para protestar contra la autoridad o incluso, insisto, para insultarla.

 

Twitter: @jvolpi

 

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Jorge Volpi

Jorge Volpi (México, 1968) es autor de las novelas La paz de los sepulcrosEl temperamento melancólicoEl jardín devastadoOscuro bosque oscuro, y Memorial del engaño; así como de la «Trilogía del siglo XX», formada por En busca de Klingsor (Premio Biblioteca Breve y Deux-Océans-Grinzane Cavour), El fin de la locura y No será la Tierra, y de las novelas breves reunidas bajo el título de Días de ira. Tres narraciones en tierra de nadie. También ha escrito los ensayos La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968La guerra y las palabras. Una historia intelectual de 1994 y Leer la mente. El cerebro y el arte de la ficción. Con Mentiras contagiosas obtuvo el Premio Mazatlán de Literatura 2008 al mejor libro del año. En 2009 le fueron concedidos el II Premio de Ensayo Debate-Casamérica por su libro El insomnio de Bolívar. Consideraciones intempestivas sobre América Latina a principios del siglo XXI, y el Premio Iberoamericano José Donoso, de Chile, por el conjunto de su obra. Y en enero de 2018 fue galardonado con el XXI Premio Alfaguara de novela por Una novela criminal. Ha sido becario de la Fundación J. S. Guggenheim, fue nombrado Caballero de la Orden de Artes y Letras de Francia y en 2011 recibió la Orden de Isabel la Católica en grado de Cruz Oficial. Sus libros han sido traducidos a más de veinticinco lenguas. Sus últimas obras, publicadas en 2017, son Examen de mi padre, Contra Trump y en 2022 Partes de guerra.

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